...Así en la tierra como en el cine
En esta ocasión la narración de 'Cuentos al alud del alumbre' va de flores en el pasado y en el presente en respuesta a la lluvia del pasado en aquellas flores y en estas de ahora. Un cuento de Antonio Toribios para una ilustración de Nuria Cadierno y hacernos más llevadero el tedio de estas jornadas lluviosas.
![[Img #25793]](upload/img/periodico/img_25793.jpg)
“Hoy he sabido al fin para qué sirve la lluvia. Sirve para que tus rizos se precipiten sobre tu frente y tu cara resplandezca”. Te lo escribí hace muchos años, tantos que ni siquiera recuerdo a ciencia cierta si eran estas exactamente las palabras. Pero sí recuerdo tu cara arrebolada y mi emoción. Hoy llueve y como siempre he venido. Me gustan los paraguas. Cada cierto tiempo compro uno que me dura unos meses, a veces llega incluso al año, hasta que lo dejo olvidado en el paragüero de cualquier bar, o bien lo deposito con cuidado en un rincón, pensando “aquí no se me olvida”, y me voy en cuanto escampa con las manos vacías y una vaga sensación de libertad recuperada. Cuando me doy cuenta voy en su búsqueda, pero ha pasado un día, o dos o una semana –soy así de dejado, ya me conoces–, y nadie sabe nada. Reincido y vuelvo a una tienda de donde salgo con un nuevo artilugio automático, de sólidas varillas y empuñadura sobria y elegante. Ya sabes que tengo esa vergonzante propensión hacia el lujo del hijo del obrero educado en lo sobrio, que encauzo hacia los pequeños objetos que puedo permitirme.
Y también conoces esa tendencia mía a las palabras vanas y a las digresiones sin concierto. Sí, no hace falta que muevas la cabeza, conciliadora, ni me sonrías con esa sonrisa tuya que niega y disculpa, todo en uno. Seguro que te acuerdas de cómo nos conocimos. Era domingo y llovía, como ahora, y tú tenías paraguas; uno rojo de flores. Yo corrí hacia ti, abandonando a mi pandilla, y me colgué de tu brazo con la disculpa de guarecerme de la lluvia. Tú sonreíste y me miraste como ahora, si es que pudieras verme. O sea, con una mezcla de enfurruñamiento y de ternura. Ese día fuimos juntos al baile y dejaste plantado a Luis Ernesto, que ya entonces te rondaba. Fuimos muy felices, ¿te acuerdas?, luego te acompañé hasta tu portal, que casualmente no distaba mucho del mío, y quedamos de vernos. A pesar de que no me atreví a besarte, nunca me he sentido más cercano a la euforia exultante de Gene Kelly en la famosa escena, aunque yo ese día bailase sin paraguas, y por supuesto sin sombrero. Vimos la película por cierto aquel mismo invierno, en un cine muy elegante del centro.
¿Te acuerdas, verdad? Como no te vas a acordar si fue cuando casi nos echa el acomodador por lo que él llamaba “escándalo público”, mientras nos apuntaba a los ojos con aquella maldita linterna. Como que tuve que soltarle un duro para que se aplacara y se fuese a la caza de otras parejas de las 'filas de los mancos'. Y tampoco es que estuviéramos haciendo nada del otro mundo, vamos... Vale, vale, ya sé que te da mucho apuro recordar aquello, que menuda sofoquina te llevaste. Ha pasado mucho tiempo desde aquello y, sin embargo, lo recuerdo con todo detalle. Mucho tiempo. La vida es larga y corta al mismo tiempo. Hay momentos intensos, vividos con el deslumbramiento de los pocos años, cuando apenas se puede comparar. Luego hay una larga meseta donde los sucesos transcurren como siguiendo un plan previsto de antemano, como esos trenes de largo recorrido que van pitando donde se lo indican las señales y parando en las estaciones y apeaderos prefijados. La gente se casa, vienen los hijos, uno, dos, no muchos, ya no es como antaño, cuando se tenían “los que dios nos dé”, y se va poniendo la casa, primero los muebles principales y luego esa lámpara de pie tan mona, y la figura de porcelana que trajimos de Portugal, o ese cuadro del ciervo atosigado por la jauría, qué malestar me produce oye, pobre animal... Pero, ya me estoy yendo de nuevo por esos mundos. Y es que Olvido, el pensamiento divaga sin que yo lo pueda evitar. Por cierto, te lo he dicho muchas veces, pero qué nombre te fueron a poner tus padres. No pudieron estar más equivocados, al menos en lo que a mí respecta.
Ya lo ves, tantos años y no dejo nunca de venir a verte. Ni siquiera estos días tan desapacibles de mediados de octubre, en que la lluvia no para de caer durante días y noches, y mi reuma se revuelve como una alimaña y me hace sentir sus garras. Pero yo cojo mi paraguas y vengo a hacerte compañía. Y te cuento estas cuitas mías que no sé si te aburren, porque no me dices nada, pero yo creo que no, que sigues siendo tan indulgente conmigo como entonces, cuando interrumpías mis derivas dialécticas con un beso en la boca, como sellando una grieta impertinente con la argamasa del amor. Lo siento ahora como si ocurriera en este instante, y me recuerda que tengo que dejarte, las cuidadoras se inquietan si no estoy para la cena y aún tengo que llegar a la parada de autobús. Volveré a verte y te traeré unas flores. No tardaré, ya sabes que no miento, pero no será hasta después de que pase el trasiego tan tremendo de noviembre, cuando esto se pone imposible. Además no quiero coincidir con Luis Ernesto y con tus hijos, no me parece conveniente, en esto ya sabes que soy muy mirado. A pesar de que ha pasado mucho tiempo de lo nuestro, y de que luego nuestras vidas transcurrieron separadas e incluso divergentes, no quiero que nadie interfiera en ese fuego nuestro que, a pesar del agua que ha caído desde entonces, sigue ahí, abrasando mi corazón ya casi sin latidos.
“Hoy he sabido al fin para qué sirve la lluvia. Sirve para que tus rizos se precipiten sobre tu frente y tu cara resplandezca”. Te lo escribí hace muchos años, tantos que ni siquiera recuerdo a ciencia cierta si eran estas exactamente las palabras. Pero sí recuerdo tu cara arrebolada y mi emoción. Hoy llueve y como siempre he venido. Me gustan los paraguas. Cada cierto tiempo compro uno que me dura unos meses, a veces llega incluso al año, hasta que lo dejo olvidado en el paragüero de cualquier bar, o bien lo deposito con cuidado en un rincón, pensando “aquí no se me olvida”, y me voy en cuanto escampa con las manos vacías y una vaga sensación de libertad recuperada. Cuando me doy cuenta voy en su búsqueda, pero ha pasado un día, o dos o una semana –soy así de dejado, ya me conoces–, y nadie sabe nada. Reincido y vuelvo a una tienda de donde salgo con un nuevo artilugio automático, de sólidas varillas y empuñadura sobria y elegante. Ya sabes que tengo esa vergonzante propensión hacia el lujo del hijo del obrero educado en lo sobrio, que encauzo hacia los pequeños objetos que puedo permitirme.
Y también conoces esa tendencia mía a las palabras vanas y a las digresiones sin concierto. Sí, no hace falta que muevas la cabeza, conciliadora, ni me sonrías con esa sonrisa tuya que niega y disculpa, todo en uno. Seguro que te acuerdas de cómo nos conocimos. Era domingo y llovía, como ahora, y tú tenías paraguas; uno rojo de flores. Yo corrí hacia ti, abandonando a mi pandilla, y me colgué de tu brazo con la disculpa de guarecerme de la lluvia. Tú sonreíste y me miraste como ahora, si es que pudieras verme. O sea, con una mezcla de enfurruñamiento y de ternura. Ese día fuimos juntos al baile y dejaste plantado a Luis Ernesto, que ya entonces te rondaba. Fuimos muy felices, ¿te acuerdas?, luego te acompañé hasta tu portal, que casualmente no distaba mucho del mío, y quedamos de vernos. A pesar de que no me atreví a besarte, nunca me he sentido más cercano a la euforia exultante de Gene Kelly en la famosa escena, aunque yo ese día bailase sin paraguas, y por supuesto sin sombrero. Vimos la película por cierto aquel mismo invierno, en un cine muy elegante del centro.
¿Te acuerdas, verdad? Como no te vas a acordar si fue cuando casi nos echa el acomodador por lo que él llamaba “escándalo público”, mientras nos apuntaba a los ojos con aquella maldita linterna. Como que tuve que soltarle un duro para que se aplacara y se fuese a la caza de otras parejas de las 'filas de los mancos'. Y tampoco es que estuviéramos haciendo nada del otro mundo, vamos... Vale, vale, ya sé que te da mucho apuro recordar aquello, que menuda sofoquina te llevaste. Ha pasado mucho tiempo desde aquello y, sin embargo, lo recuerdo con todo detalle. Mucho tiempo. La vida es larga y corta al mismo tiempo. Hay momentos intensos, vividos con el deslumbramiento de los pocos años, cuando apenas se puede comparar. Luego hay una larga meseta donde los sucesos transcurren como siguiendo un plan previsto de antemano, como esos trenes de largo recorrido que van pitando donde se lo indican las señales y parando en las estaciones y apeaderos prefijados. La gente se casa, vienen los hijos, uno, dos, no muchos, ya no es como antaño, cuando se tenían “los que dios nos dé”, y se va poniendo la casa, primero los muebles principales y luego esa lámpara de pie tan mona, y la figura de porcelana que trajimos de Portugal, o ese cuadro del ciervo atosigado por la jauría, qué malestar me produce oye, pobre animal... Pero, ya me estoy yendo de nuevo por esos mundos. Y es que Olvido, el pensamiento divaga sin que yo lo pueda evitar. Por cierto, te lo he dicho muchas veces, pero qué nombre te fueron a poner tus padres. No pudieron estar más equivocados, al menos en lo que a mí respecta.
Ya lo ves, tantos años y no dejo nunca de venir a verte. Ni siquiera estos días tan desapacibles de mediados de octubre, en que la lluvia no para de caer durante días y noches, y mi reuma se revuelve como una alimaña y me hace sentir sus garras. Pero yo cojo mi paraguas y vengo a hacerte compañía. Y te cuento estas cuitas mías que no sé si te aburren, porque no me dices nada, pero yo creo que no, que sigues siendo tan indulgente conmigo como entonces, cuando interrumpías mis derivas dialécticas con un beso en la boca, como sellando una grieta impertinente con la argamasa del amor. Lo siento ahora como si ocurriera en este instante, y me recuerda que tengo que dejarte, las cuidadoras se inquietan si no estoy para la cena y aún tengo que llegar a la parada de autobús. Volveré a verte y te traeré unas flores. No tardaré, ya sabes que no miento, pero no será hasta después de que pase el trasiego tan tremendo de noviembre, cuando esto se pone imposible. Además no quiero coincidir con Luis Ernesto y con tus hijos, no me parece conveniente, en esto ya sabes que soy muy mirado. A pesar de que ha pasado mucho tiempo de lo nuestro, y de que luego nuestras vidas transcurrieron separadas e incluso divergentes, no quiero que nadie interfiera en ese fuego nuestro que, a pesar del agua que ha caído desde entonces, sigue ahí, abrasando mi corazón ya casi sin latidos.