La biblioteca
Hoy la narración de 'Cuentos al alud del alumbre' es envolvente y abductora. Te succionará como al personaje que la habita. Una inquietante narración de nuestro mas joven escritor, Diego Artime Muñiz, a partir de una ilustración de Nuria Cadierno, invitándonos a pasar la tarde de invierno confortablemente en la biblioteca
![[Img #25910]](upload/img/periodico/img_25910.jpg)
Comenzó como una ligera molestia: un breve estremecimiento que recorría mi cuerpo cada vez que me levantaba del sofá, o si rozaba la puerta antes de irme, o cuando acariciaba con la punta de los dedos ese libro que acababa de dejar sobre la mesa. Era una sensación extraña, imposible de explicar, pero, más que resultarme desagradable, sentía hacia ella una curiosidad infantil que me instaba a experimentar, a indagar, a estudiar hasta el más ínfimo detalle de este peculiar fenómeno.
Una incansable fiebre investigadora se apoderó de mí, y la realidad perdió todo interés para el obseso penoso y demacrado en que me convertí. Las noches daban paso a mañanas tristes y descoloridas, y éstas a tardes nubosas en las que la lluvia y el sol jugaban al escondite; y yo seguía absorto en mi puzle predilecto, intentando juntar las piezas a sabiendas de que faltaban las más importantes.
A estas alturas, te estarás preguntando qué tenía de especial esta situación para justificar mi enceguecido interés por resolver el misterio. Por norma general, consultar a un especialista parece lo más recomendable cuando uno comienza a sentir molestias injustificadas. Quizás, incluso, consideres que no me habría venido mal acudir a un psicólogo; a ser posible, flanqueado por dos gorilas y enfundado en una preciosa camisa de fuerza
.
No niego que yo mismo he puesto en tela de juicio mi salud mental en numerosas ocasiones. Y mentiría si afirmase que no he sentido el impulso de entregarme a los cuidados de un profesional en el manicomio más cercano. Pero dos razones de peso me han impedido llevar a la realidad este proyecto: el primero es que, si lo hiciese, me resultaría imposible solucionar el misterio en que tan inmerso me encontraba; el segundo es que tenía pruebas fehacientes de que algo extraño estaba ocurriendo en mi casa.
Ahora bien, admito que no he sido del todo sincero; y es que he omitido un detalle muy importante para comprender la naturaleza de este enigma: los hechos a los que he hecho referencia, y muchos más, tenían lugar exclusivamente en una pequeña habitación que yo había reconvertido, hacía años, en una humilde biblioteca privada.
Ya desde los primeros días había sentido una extraña fuerza que emanaba de las rugosas paredes forradas de libros antiguos. Al principio, me limité a desechar esta impresión, convencido de que eran imaginaciones mías, causadas quizá por mucho leer y poco vivir -las ínfulas de Don Quijote moderno me han perseguido durante décadas, probablemente por la esperanza de verme convertido algún día en el protagonista de una buena historia-. Con el paso del tiempo, esta sensación pasó a un segundo plano y, aunque nunca desapareció del todo, dejé de preocuparme por algo que achacaba al cariño que sentía por mi diminuto santuario.
Pero, hace un par de meses, ocurrió algo que me llenó de tristeza: Arturo, uno de los dos gatos que me habían hecho compañía durante los últimos seis años, apareció muerto en el sillón de mi biblioteca. El hallazgo me apenó muchísimo, y el felino que quedaba comenzó a frecuentar con mucha más asiduidad esta habitación. De hecho, ahora que lo recuerdo, durante los días siguientes a este suceso apenas me resultaba posible apartarlo del sillón en que había fallecido su compañero, y más de una vez me vi obligado a tentarlo con comida para sacarlo de la estancia.
Con el paso de los días, la situación se normalizó y volví a ser el dueño indiscutible de mi sillón favorito. Pero, poco después, comenzaron a ocurrir cosas extrañas. A la sensación ya mencionada se sumaban episodios aún más curiosos: mis manos se quedaban pegadas a los lomos de los libros, a las estanterías de madera oscura o al cristal de la ventana, y cuando lograba separarlas tenía la piel irritada y enrojecida; mi cuerpo parecía ligero como una pluma cuando entraba en la estancia, pero apenas podía moverme cuando intentaba abandonar la habitación, y a veces me veía obligado a arrastrar los pies por el parqué hasta que conseguía llegar al pasillo; los episodios más molestos los vivía con la taza de café, que se volvía inamovible en cuanto la última gota de líquido se deslizaba por mi garganta, lo que me impedía llevarla a la cocina si la quería rellenar.
Esto, y mucho más, se convirtió en algo habitual en mi vida diaria, y el enorme interés que desde pequeño despertaba en mí hasta el menor de los acertijos me llevó a sumergirme de cabeza en este intrigante enigma. Empecé un diario en el que anotaba todas las incidencias que registraba, e instalé una cámara que grababa todo lo que ocurría en la biblioteca. Admito que llegué a probar un cachivache de latón que me intentaron colar como un detector de fantasmas; la verdad es que nunca esperé que funcionase, pero estaba desesperado por dar con alguna pista, el más mínimo indicio, que me ayudase a desentrañar el secreto de la habitación. Porque, por mucho que me tildasen de loco, enfermo o maniático, yo sabía que algo estaba sucediendo bajo mi techo.
Después de casi cinco semanas de devanarme los sesos, y tras varios días sin dormir, llegué a la conclusión de que era necesario tomar medidas drásticas. Así que, utilizando una vieja cuerda para asegurarme de no echar por tierra el experimento, até mi brazo izquierdo al sillón y me dispuse a esperar. Había descubierto que, cuanto más tiempo permanecía en contacto con la habitación, más complicado me resultaba después separar mi piel desnuda de su superficie. Mi intención era comprobar si había un límite en la capacidad de la estancia para 'succionarme', o si por el contrario me quedaría pegado para siempre a la vieja butaca. Pero, esta vez, ocurrió algo que superó con creces todas mis expectativas: el sillón, la mismísima habitación que me rodeaba y a la que yo había dado forma, respondió a mis preguntas con un latido sordo que recorrió cada fibra de mi ser como una inyección de adrenalina: la habitación estaba viva.
He repetido este experimento hasta la saciedad, y la conclusión a la que he llegado, aunque parezca fruto de una imaginación demasiado portentosa, es irrefutable: la estancia está viva, y quiere que me funda con ella. Y yo, aunque asustado al principio, he ido cediendo ante sus deseos, conducido inevitablemente hacia un destino que cada vez me resulta más atractivo.
Puede que parezca una locura; puede que, ciertamente, esté loco. Pronto lo sabremos. Pero escribo estas últimas líneas antes de dormirme en el plácido sueño de una vida eterna entre cuatro paredes.
Puede, repito, que esté loco. O puede que no.
Comenzó como una ligera molestia: un breve estremecimiento que recorría mi cuerpo cada vez que me levantaba del sofá, o si rozaba la puerta antes de irme, o cuando acariciaba con la punta de los dedos ese libro que acababa de dejar sobre la mesa. Era una sensación extraña, imposible de explicar, pero, más que resultarme desagradable, sentía hacia ella una curiosidad infantil que me instaba a experimentar, a indagar, a estudiar hasta el más ínfimo detalle de este peculiar fenómeno.
Una incansable fiebre investigadora se apoderó de mí, y la realidad perdió todo interés para el obseso penoso y demacrado en que me convertí. Las noches daban paso a mañanas tristes y descoloridas, y éstas a tardes nubosas en las que la lluvia y el sol jugaban al escondite; y yo seguía absorto en mi puzle predilecto, intentando juntar las piezas a sabiendas de que faltaban las más importantes.
A estas alturas, te estarás preguntando qué tenía de especial esta situación para justificar mi enceguecido interés por resolver el misterio. Por norma general, consultar a un especialista parece lo más recomendable cuando uno comienza a sentir molestias injustificadas. Quizás, incluso, consideres que no me habría venido mal acudir a un psicólogo; a ser posible, flanqueado por dos gorilas y enfundado en una preciosa camisa de fuerza
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No niego que yo mismo he puesto en tela de juicio mi salud mental en numerosas ocasiones. Y mentiría si afirmase que no he sentido el impulso de entregarme a los cuidados de un profesional en el manicomio más cercano. Pero dos razones de peso me han impedido llevar a la realidad este proyecto: el primero es que, si lo hiciese, me resultaría imposible solucionar el misterio en que tan inmerso me encontraba; el segundo es que tenía pruebas fehacientes de que algo extraño estaba ocurriendo en mi casa.
Ahora bien, admito que no he sido del todo sincero; y es que he omitido un detalle muy importante para comprender la naturaleza de este enigma: los hechos a los que he hecho referencia, y muchos más, tenían lugar exclusivamente en una pequeña habitación que yo había reconvertido, hacía años, en una humilde biblioteca privada.
Ya desde los primeros días había sentido una extraña fuerza que emanaba de las rugosas paredes forradas de libros antiguos. Al principio, me limité a desechar esta impresión, convencido de que eran imaginaciones mías, causadas quizá por mucho leer y poco vivir -las ínfulas de Don Quijote moderno me han perseguido durante décadas, probablemente por la esperanza de verme convertido algún día en el protagonista de una buena historia-. Con el paso del tiempo, esta sensación pasó a un segundo plano y, aunque nunca desapareció del todo, dejé de preocuparme por algo que achacaba al cariño que sentía por mi diminuto santuario.
Pero, hace un par de meses, ocurrió algo que me llenó de tristeza: Arturo, uno de los dos gatos que me habían hecho compañía durante los últimos seis años, apareció muerto en el sillón de mi biblioteca. El hallazgo me apenó muchísimo, y el felino que quedaba comenzó a frecuentar con mucha más asiduidad esta habitación. De hecho, ahora que lo recuerdo, durante los días siguientes a este suceso apenas me resultaba posible apartarlo del sillón en que había fallecido su compañero, y más de una vez me vi obligado a tentarlo con comida para sacarlo de la estancia.
Con el paso de los días, la situación se normalizó y volví a ser el dueño indiscutible de mi sillón favorito. Pero, poco después, comenzaron a ocurrir cosas extrañas. A la sensación ya mencionada se sumaban episodios aún más curiosos: mis manos se quedaban pegadas a los lomos de los libros, a las estanterías de madera oscura o al cristal de la ventana, y cuando lograba separarlas tenía la piel irritada y enrojecida; mi cuerpo parecía ligero como una pluma cuando entraba en la estancia, pero apenas podía moverme cuando intentaba abandonar la habitación, y a veces me veía obligado a arrastrar los pies por el parqué hasta que conseguía llegar al pasillo; los episodios más molestos los vivía con la taza de café, que se volvía inamovible en cuanto la última gota de líquido se deslizaba por mi garganta, lo que me impedía llevarla a la cocina si la quería rellenar.
Esto, y mucho más, se convirtió en algo habitual en mi vida diaria, y el enorme interés que desde pequeño despertaba en mí hasta el menor de los acertijos me llevó a sumergirme de cabeza en este intrigante enigma. Empecé un diario en el que anotaba todas las incidencias que registraba, e instalé una cámara que grababa todo lo que ocurría en la biblioteca. Admito que llegué a probar un cachivache de latón que me intentaron colar como un detector de fantasmas; la verdad es que nunca esperé que funcionase, pero estaba desesperado por dar con alguna pista, el más mínimo indicio, que me ayudase a desentrañar el secreto de la habitación. Porque, por mucho que me tildasen de loco, enfermo o maniático, yo sabía que algo estaba sucediendo bajo mi techo.
Después de casi cinco semanas de devanarme los sesos, y tras varios días sin dormir, llegué a la conclusión de que era necesario tomar medidas drásticas. Así que, utilizando una vieja cuerda para asegurarme de no echar por tierra el experimento, até mi brazo izquierdo al sillón y me dispuse a esperar. Había descubierto que, cuanto más tiempo permanecía en contacto con la habitación, más complicado me resultaba después separar mi piel desnuda de su superficie. Mi intención era comprobar si había un límite en la capacidad de la estancia para 'succionarme', o si por el contrario me quedaría pegado para siempre a la vieja butaca. Pero, esta vez, ocurrió algo que superó con creces todas mis expectativas: el sillón, la mismísima habitación que me rodeaba y a la que yo había dado forma, respondió a mis preguntas con un latido sordo que recorrió cada fibra de mi ser como una inyección de adrenalina: la habitación estaba viva.
He repetido este experimento hasta la saciedad, y la conclusión a la que he llegado, aunque parezca fruto de una imaginación demasiado portentosa, es irrefutable: la estancia está viva, y quiere que me funda con ella. Y yo, aunque asustado al principio, he ido cediendo ante sus deseos, conducido inevitablemente hacia un destino que cada vez me resulta más atractivo.
Puede que parezca una locura; puede que, ciertamente, esté loco. Pronto lo sabremos. Pero escribo estas últimas líneas antes de dormirme en el plácido sueño de una vida eterna entre cuatro paredes.
Puede, repito, que esté loco. O puede que no.