Mario Paz González / Nuria Cadierno
Domingo, 18 de Diciembre de 2016

Vendrán días de lluvia

La narración de hoy de 'Cuentos al alud del alumbre' viene de la mano de los grandes de la ciencia ficción, Clarke o Asimov, donde la convivencia extraña entre lo artificial y lo emotivo se diluyen, se deslimitan mimetizándose, llevándonos a la pregunta por lo qué es y no es humano; una experiencia de los límites. En este cuento de Mario Paz, asistimos a un nuevo brote del paisaje, donde la belleza metálica y robótica de los cyborgs convive entre los grandes helechos y las puestas de sol del carbonífero terrestre y la 'craterización' lunar. La narración se ha realizado a partir de de una ilustración de Nuria Cadierno.

 

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                                                                               I

 

Algo se movía detrás de él. Se dio cuenta mientras cerraba la puerta y daba dos vueltas con fuerza a la llave de su despacho en la facultad de Cibernética a donde había ido aquella noche para recoger unos materiales y vigilar un experimento. Se giró lentamente y escuchó a su espalda una voz monocorde de timbre metálico.

–Buenas noches, míster Oqat. ¿Todo va bien?

–Sí, todo bien, gracias –respondió haciendo un saludo discreto para luego añadir–. Buenas noches.

 

Mientras se dirigía a la puerta de salida atravesando el corredor principal, le pareció escuchar de nuevo aquella voz repitiendo de modo entrecortado y mecánico, hasta casi quedar sin fuerzas: “Buenas noches, míster Oqat…; buenas noches, míster Oqat…, míster Oqat…, míster Oqat…, Oqat…, Oqat…”

 

“Parece que se ha atascado de nuevo”, pensó. “Creo que tendremos que comentárselo al decano. Ya le dije en otra ocasión que estas piezas de chatarra que llaman Vigilantes Automatizados tenían algún defecto en el habla, pero ni caso. Está claro que se trata de un prototipo desfasado.”

 

Levantó la vista y miró, a través de la gigantesca cúpula de vidrio del edificio, las luces que relampagueaban como luciérnagas en la cavidad oscura e ignota del firmamento. Afuera, la noche invernal parecía, sin embargo, lo suficientemente agradable como para ir caminando hasta su residencia, por lo que prefirió no utilizar el teletransportador de materia, como llevaba haciendo todo el invierno.

 

Sabía que, al llegar, estaría esperándolo Acjq48q Meu9w3, una Erasmus Interespacial alta, de pelo oscuro y cintura estrecha, a la que había conocido unos meses atrás en una de las, cada día más escasas, salas de estudio de la universidad. Cada vez quedaban menos estudiantes que, como ella, utilizasen el anticuado método tradicional, resistiéndose a las nuevas consolas que permitían conectarse a un dispositivo implantado en el cerebro para asimilar, en cuestión de segundos, libros enteros. Los detractores del invento –Oqat entre ellos– argumentaban que, con el paso del tiempo, acabaría insensibilizando otras funciones cerebrales vinculadas a los sentimientos. Su uso, había dicho en el Congreso de Robótica y Computación Interestelar, acabaría convirtiéndonos en una especie de gélidos humanoides autómatas. Era una conclusión muy radical, pero en la facultad estaban trabajando en ello. 

 

La luz de la luna alumbraba los árboles del campus nevado a ambos lados del paseo. A lo lejos se veía el brillo centelleante de los rascacielos, las extensas superficies metálicas, los altos armazones de hierro y las inmensas cúpulas de vidrio que surgían, como níscalos, en la línea del horizonte, en medio de la ciudad infinita. Se levantó una brisa helada por lo que decidió acelerar el paso.

 

Al llegar, como había imaginado, Acjq48q Meu9w3 lo esperaba, como siempre, acodada en el borde de la ventana, mirando pensativa el cielo. A los dos les gustaba pasar un rato allí, antes de acostarse, mirando las luces nocturnas, charlando y sonriendo. Sin embargo, aquella noche, en el rostro de la muchacha asomaba un gesto de preocupación. Oqat pensó que tal vez se debería a su reiterada impuntualidad.

 

–No –dijo ella con calma–, no es eso. Hay algo que tengo que contarte, algo muy importante –el timbre de su voz adquirió un tono grave, de tristeza, antes de que la frase quedara flotando en el aire como un trallazo–. Me reclaman allí de donde vengo. Mañana debo regresar a mi planeta.

 

                                                                             II

 

–Buenos días, míster Oqat. Son las siete de la mañana. Creo que va siendo hora de levantarse, ¿no le parece?

 

La luz matutina filtrándose entre los pliegues de la cortina le dio de lleno en los ojos. El tono cariñoso de la voz femenina y metálica del despertador no sirvió para quitarle la pesadez de un mal sueño.

 

–¿Desea que envíe una orden a la cafetera –continuó la máquina– para que le vaya preparando el desayuno?

–No te molestes, gracias –dijo Oqat–. Ya lo hago yo. 

 

Pese a estar acostumbrado a trabajar con ellos, no acababa de fiarse de  todos aquellos ingenios mecánicos.

 

Después del aseo matutino en la cámara ionizante, bebió un café y tomó una cápsula de cereales mientras echaba un vistazo a su tablero electrónico. Llevaba varios meses, desde su partida, sin noticias de Acjq48q Meu9w3, ni una foto, ni un mensaje… La echaba de menos.

 

Esta vez, sin embargo, había un aviso de la universidad de W8d8o8q, de donde ella provenía. “Nos congratulamos”, decía la nota, “de poder invitarlo a trabajar durante los meses de primavera en nuestros laboratorios de Cibernética Avanzada”. Sonrió y, aunque no tendría que salir hasta dentro de una semana, decidió ponerse enseguida a preparar el equipaje.

 

La víspera de su partida, por la noche, consultó el informe meteorológico de W8d8o8q. Desde su ventana, bajo la luz de la luna, se mostraba la ciudad tal como la había observado mil veces con ella. Temblorosa, como colgada del cielo, con sus puentes acharolados, sus pilastras como espejos, sus espirales de luces parpadeantes de infinitos y vivos colores. En la gigantesca pantalla del tablero apareció, de pronto, un mapa del espacio aéreo del planeta W8d8o8q, lleno de símbolos conocidos: nubes, relámpagos, pequeños soles… Amplió la sección que le interesaba. Una vocecita metálica, como surgida de un más allá lejano, proclamó:

 

–Fresco, pero soleado. Sin embargo, la estabilidad actual dará paso a algunos cambios en la región. Vendrán días de lluvia.

 

                                                                                III

 

La naturaleza salvaje del pequeño planeta W8d8o8q no era muy diferente a lo que Oqat estaba acostumbrado. Desde su jet veía, bajo un cielo plomizo, una extraña suerte de vetas verdes que recorrían el terreno mezclándose con otras de un rojo apagado, como cicatrices, como plumas de papagayo. La superficie cercana a la pista de aterrizaje, rodeada de una pequeña valla de seguridad, estaba sembrada de cráteres, como poros o ventosas sobre una piel dorada. A lo lejos se divisaba una selva enorme y espesa de helechos tan altos como robles o eucaliptos, ondeando libres al viento. 

 

Como esperaba, el informe meteorológico había acertado. Durante los primeros días en la capital, W8d8o8qCity, el viento soplaba inquieto y apenas había dejado de llover un instante, por lo que Oqat aprovechó para sumergirse en el trabajo que se le había encomendado sin tiempo para pensar en nada más. Le habían asignado como colaboradores a dos eminencias locales, los doctores Jq48q y U9w3, un matrimonio consagrado a la investigación con cerebros electrónicos.

 

Oqat y míster Jq48q habían trabado amistad enseguida y pasaban horas en el laboratorio, trabajando sin parar y haciendo, únicamente, pequeños descansos para charlar en torno a una copa de vino. Ella solía adoptar una actitud más circunspecta, hasta que un día, en medio de una conversación que ellos mantenían sobre inteligencia artificial, decidió intervenir. 

 

–Efectivamente –dijo apoyando una afirmación de su marido–, las diferencias entre humanos y humanoides tienden a ser cada vez menores. El proceso evolutivo al que estamos abocados, y su influencia en la propia naturaleza, parece irreversible.

 

–¿Está acaso insinuando –dijo Oqat, que no deseaba sonar demasiado cínico– que en unas décadas podríamos considerar a estos engendros mecánicos, a estos artilugios producto de la absurda inventiva humana como parte de la línea evolutiva de la especie?

 

–¿Por qué no? –respondió ella cortante.

–O bien –terció su marido conciliador–, como una bifurcación de esa línea. Sí, ¿por qué no?

 

Aquel aire de suficiencia irritó a Oqat.

 

–¡No sean ridículos! –dijo–. ¡Los seres humanos tenemos sentimientos, algo que jamás, e insisto, jamás podrán reproducir estos artilugios!

 

Inmediatamente se arrepintió del tono vehemente que había empleado. Pese a discrepar en este y otros puntos, admiraba mucho a Jq48q y U9w3.

 

–Lo entiendo –dijo la doctora U9w3. El tono de suficiencia había desparecido–. Pero quizás nos toque aceptar que es algo inevitable, ley de vida. 

–Una vez aceptado –añadió Jq48q– todo será más fácil.

 

La mente de Oqat se resistía a ello. Su rostro parecía mostrar esa contradicción. U9w3 lo percibió.

 

–Mira –continuó en el mismo tono amable–, antes nosotros también pensábamos como tú, pero fue, en realidad, nuestra hija quien nos hizo cambiar de parecer. Bueno, en realidad, nos gustaba llamarla así, “nuestra hija”, pero lo cierto es que la creamos aquí, en el laboratorio, como un experimento más. La idea era fabricar una máquina que nos ayudase a estudiar las complejas conexiones del cerebro humano.

–¿Y funcionó? –preguntó Oqat intentando ocultar su ironía.

–¿Qué si funcionó? Lo hizo a la perfección. Era capaz de procesar los más complejos teoremas matemáticos en décimas de segundo. Podía realizar complicadísimas operaciones, imposibles para la mente humana. Sin embargo, todo se estropeó cuando, como parte del experimento, decidimos mandarla a tu universidad. Desde allí, sus comunicaciones fueron espaciándose cada vez más. Empezó a dar signos de una independencia para la que no había sido programada. Incluso, empezó a mostrar una sensibilidad similar a la de los humanos. Decía que quería fusionarse con las personas, aprender de ellas. Eso, y la falta de financiación para continuar con el experimento, nos hizo obligarla a regresar. Aquí puedes ver su foto.

 

En la gigantesca pantalla del laboratorio apareció el rostro de una muchacha hermosa, de ojos y cabello oscuros.

 

–Pero… –murmuró Oqat mientras miraba la pantalla con rostro lívido y se dejaba caer en su banqueta incapaz de mantenerse sobre sus piernas–. Yo conocí a su “hija”.

–Esta sí que es buena –dijo alegremente el doctor Jq48q–. ¿Y no adivinaste la impostura?

–¿Cómo iba a hacerlo?

–Pero hombre –añadió la doctora, sonriendo por primera vez desde que se conocían–, pero si era muy evidente.

–Parecía tan humana… –murmuró Oqat–. ¿Qué ha sido de ella? 

–La desmontamos, obviamente. Nuestra intención era no crear la más mínima confusión –dijo pareciendo justificarse–, precisamente, para evitarlo hicimos que su nombre estuviese formado por las siglas de la marca de la empresa patrocinadora acompañadas de nuestros propios apellidos. 

 

Oqat parecía no entender ya nada.

 

–Claro, hombre, fíjate, es tan sencillo que hasta un niño podría haberse dado cuenta es una marca universalmente conocida. Ella se llamaba Ac-jq48q Me-u9w3, es decir, marca ACME.

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