Jorge Arbusto
![[Img #26304]](upload/img/periodico/img_26304.png)
Jorge Arbusto podría ser el nombre del personaje de una película de Arrabal o de una obra de Jardiel Poncela. No así de Beckett. Sin embargo, su traducción nombra a los cuadragésimos primer y tercer inquilinos de la Casa Blanca: George Bush. De igual forma, Hillary no es otra que Hilaria. Aún rutila con poderosa luminosidad el “Black day”, y ya en nuestra cotidianidad rezuman los términos “running”, “Smartphone”, “ok”… Estos anglicismos han de adaptarse con naturalidad en nuestro lenguaje, al igual que otrora se instalaron galicismos o arabismos —croissant o almohada—. Al fin y al cabo, la lengua es un ser vivo.
No obstante, la historia es pétrea, inalterable. Lo único modificable es el futuro. Por ello, igual que el léxico anglosajón se introduce entre los poros de nuestro idioma, los falsos mitos creados no pueden afectar nuestra historia. En Londres nacieron muchas cosas, y visitar esta urbe es un gozoso regalo. Empero, en la capital del Támesis no nació el parlamentarismo, como acostumbran a sostener éstos. Este modelo político que, aunque no exento de cambios, pervive hasta hoy fue parido en León. Exacto, la partida de nacimiento del parlamentarismo no está a principios del siglo XIII; sino en 1188. Como descendiente del extinto Reino de León, esta falsedad impuesta me produce cierto desdén.
Quizás, no somos conscientes del gran regalo que albergamos en nuestras tierras. Y, tal vez por ello mismo, los descendientes de León no hemos sido nunca expertos en marketing. Muy pocas regiones en el mundo —ya no en España— tienen la riqueza de estas tierras. En León, circundada por los rígidos parapetos, están la Catedral, la Casa de Botines, la colegiata de San Isidoro, el convento del San Marcos o el modernísimo MUSAC. Su vecina, la también amurallada Astorga, cobija a la Catedral, el Palacio Episcopal o la iglesia de San Andrés. Al otro lado de la provincia, Ponferrada custodia el Castillo de los Templarios, la Torre del Reloj y el Museo de la Radio. No lejos, Molinasesca, con su puente romano, la iglesia de san Nicolás o el Santuario de Nuestra Señora de las Angustias. Centenas de pueblos de nunca fungible pasado, como Teleno, Villafranca del Bierzo, Tuerto, Cacabelos, Órbigo…
Uno de los problemas íberos es la escasa proyección que tenemos en el exterior. Acaso, por esa contrarreforma que combatió contra el comercio, prólogo del capitalismo, que lideró España. Vencida la contrarreforma —al menos en el nivel económico—, hemos de iniciar una campaña de expansión de una cultura. A la Royal Crown le encantaría tener un panteón como el de San Isidro de León. Y no sólo eso: ¿a qué ‘molierano’ francés no le hubiera gustado leer en su lengua materna al genial Lope de Vega?, ¿los shakesperianos ingleses no desearían esa british tríada de Galdós, Blasco Ibáñez o Clarín?, ¿a los ‘pessoanos’ primos lusos no les apremiaría la unión con España para tratar a Lorca o a Miguel Hernández como compatriotas?, ¿cuántos ‘goetheanos’ —o ‘simplicíssimus’— germanos no tendrían envidia de que Cervantes no fuera un escrupuloso alemán?, ¿qué harían los estadounidenses con una ciudad como León o Astorga si estas urbes estuviesen en su territorio?, ¿cuántos chinos no han soñado con trocar sus modernas industrias, motores del nuevo mundo, por el pueblo más insigne de León?
Ser patriota no es engalanarse de pulseras roja y gualdas. Tampoco lo es emocionarse con los himnos nacionales. Ser patriota es seguir el legado de aquel cuerdo hidalgo de la Mancha. Ser patriota es respetar y cuidar nuestra cultura, tolerando y nutriéndonos de otras —¡faltaría más!—. Ser patriota es hacer de León la merecida cuna que es del parlamentarismo; es hacer de La Mancha el origen de la novela moderna; es hacer de Madrid el escenario de la más increíble obra teatral: el Siglo de Oro; es hacer de Salamanca la magna universidad, a la altura de Bolonia u Oxford; es no mercantilizar torticeramente con nuestra cultura; es cuidar todas y cada una de las lenguas que pueblan España, desde los reconocidos valenciano, catalán, euskera o gallego hasta el desterrado leonés o astur-leonés. Y todo esto se puede realizar sin gritar cual estúpido bobalicón: “Arriba España”.
![[Img #26304]](upload/img/periodico/img_26304.png)
Jorge Arbusto podría ser el nombre del personaje de una película de Arrabal o de una obra de Jardiel Poncela. No así de Beckett. Sin embargo, su traducción nombra a los cuadragésimos primer y tercer inquilinos de la Casa Blanca: George Bush. De igual forma, Hillary no es otra que Hilaria. Aún rutila con poderosa luminosidad el “Black day”, y ya en nuestra cotidianidad rezuman los términos “running”, “Smartphone”, “ok”… Estos anglicismos han de adaptarse con naturalidad en nuestro lenguaje, al igual que otrora se instalaron galicismos o arabismos —croissant o almohada—. Al fin y al cabo, la lengua es un ser vivo.
No obstante, la historia es pétrea, inalterable. Lo único modificable es el futuro. Por ello, igual que el léxico anglosajón se introduce entre los poros de nuestro idioma, los falsos mitos creados no pueden afectar nuestra historia. En Londres nacieron muchas cosas, y visitar esta urbe es un gozoso regalo. Empero, en la capital del Támesis no nació el parlamentarismo, como acostumbran a sostener éstos. Este modelo político que, aunque no exento de cambios, pervive hasta hoy fue parido en León. Exacto, la partida de nacimiento del parlamentarismo no está a principios del siglo XIII; sino en 1188. Como descendiente del extinto Reino de León, esta falsedad impuesta me produce cierto desdén.
Quizás, no somos conscientes del gran regalo que albergamos en nuestras tierras. Y, tal vez por ello mismo, los descendientes de León no hemos sido nunca expertos en marketing. Muy pocas regiones en el mundo —ya no en España— tienen la riqueza de estas tierras. En León, circundada por los rígidos parapetos, están la Catedral, la Casa de Botines, la colegiata de San Isidoro, el convento del San Marcos o el modernísimo MUSAC. Su vecina, la también amurallada Astorga, cobija a la Catedral, el Palacio Episcopal o la iglesia de San Andrés. Al otro lado de la provincia, Ponferrada custodia el Castillo de los Templarios, la Torre del Reloj y el Museo de la Radio. No lejos, Molinasesca, con su puente romano, la iglesia de san Nicolás o el Santuario de Nuestra Señora de las Angustias. Centenas de pueblos de nunca fungible pasado, como Teleno, Villafranca del Bierzo, Tuerto, Cacabelos, Órbigo…
Uno de los problemas íberos es la escasa proyección que tenemos en el exterior. Acaso, por esa contrarreforma que combatió contra el comercio, prólogo del capitalismo, que lideró España. Vencida la contrarreforma —al menos en el nivel económico—, hemos de iniciar una campaña de expansión de una cultura. A la Royal Crown le encantaría tener un panteón como el de San Isidro de León. Y no sólo eso: ¿a qué ‘molierano’ francés no le hubiera gustado leer en su lengua materna al genial Lope de Vega?, ¿los shakesperianos ingleses no desearían esa british tríada de Galdós, Blasco Ibáñez o Clarín?, ¿a los ‘pessoanos’ primos lusos no les apremiaría la unión con España para tratar a Lorca o a Miguel Hernández como compatriotas?, ¿cuántos ‘goetheanos’ —o ‘simplicíssimus’— germanos no tendrían envidia de que Cervantes no fuera un escrupuloso alemán?, ¿qué harían los estadounidenses con una ciudad como León o Astorga si estas urbes estuviesen en su territorio?, ¿cuántos chinos no han soñado con trocar sus modernas industrias, motores del nuevo mundo, por el pueblo más insigne de León?
Ser patriota no es engalanarse de pulseras roja y gualdas. Tampoco lo es emocionarse con los himnos nacionales. Ser patriota es seguir el legado de aquel cuerdo hidalgo de la Mancha. Ser patriota es respetar y cuidar nuestra cultura, tolerando y nutriéndonos de otras —¡faltaría más!—. Ser patriota es hacer de León la merecida cuna que es del parlamentarismo; es hacer de La Mancha el origen de la novela moderna; es hacer de Madrid el escenario de la más increíble obra teatral: el Siglo de Oro; es hacer de Salamanca la magna universidad, a la altura de Bolonia u Oxford; es no mercantilizar torticeramente con nuestra cultura; es cuidar todas y cada una de las lenguas que pueblan España, desde los reconocidos valenciano, catalán, euskera o gallego hasta el desterrado leonés o astur-leonés. Y todo esto se puede realizar sin gritar cual estúpido bobalicón: “Arriba España”.






