Ángel Alonso Carracedo
Jueves, 02 de Febrero de 2017

La nueva política

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Llegar a casa, y abrir el buzón de correos, es práctica automática. Tal rutina trae buenas y malas nuevas.

 

Acuérdense de aquella canción titulada 'A Veces Llegan Cartas', con ese énfasis en la misma declaración de intenciones, abierto al caprichoso azar de las comunicaciones epistolares. Hoy mismo he puesto en práctica lo antedicho. Me he encontrado en el cajetín un buen número de sobres de color amarillo chillón (en ese tono que no puede pasar desapercibidos) dirigidos a todos los que estamos empadronados en mi domicilio. Eran del Ayuntamiento de Madrid.


Una carta lleva la obligación de ser abierta. Pues, adelante. Me encuentro con una misiva en la que me piden opinión y voto sobre ciertas iniciativas ciudadanas que se quieren poner en marcha por el vigente gobierno municipal. Parece quedar inaugurada  una política de convenciones postales que atufa a evasión de responsabilidades. Las propuestas parten de unos cargos que han sido elegidos, de acuerdo a un programa electoral, se supone que para ponerlas en marcha sin más intermediarios.


La trayectoria de la nueva política se ciñe en los últimos tiempos a que sea el contribuyente quien adopte decisiones que competen a los responsables políticos, por complicadas que sean en su aplicación. En el año recién terminado, un Gobierno como el británico no quiso pillarse los dedos y dejó a la exclusiva voluntad del electorado una decisión de calado histórico como abandonar o permanecer en la Unión Europea, el llamado Brexit. Otro, en Colombia, no quiso pringarse en exclusiva, en un tratado de paz con guerrilleros, con dosis incómodas de olvidos y desmemorias colectivas. Ambos fueron un revolcón, si bien ajustado, a los postulados gubernamentales propuestos. El primero no tiene otra salida que seguir la hoja de ruta marcada, aunque sea caminar por el alambre atravesando un abismo de incertidumbres. El segundo se apañó con un enjuague negociador, al modo lampedusiano, y ya, nada de urnas, proclama parlamentaria pura y dura, con perspicaz cálculo de mayorías y minorías, para salir del atolladero.

    
Táctica ésta creciente, tramposa, cicatera y acomodaticia para que los posibles errores sean ajenos y no propios. Ya se sabe, el éxito está lleno de paternidades, y el fracaso se cuelga del eslabón más débil. Olvidan los predicadores de esta nueva democracia, que quiere ser de permanentes asambleas remotas y postales, que las premisas de una convivencia sana se asientan sobre una democracia representativa, parlamentaria  y constitucional. Si ante una decisión de calado, de duro envite, por el temor a un posible desgaste ante las urnas, se llaman andana y trasladan el poder de decisión a la totalidad del cuerpo social, convendremos en que no hacen más que calentar sillones de gabinete ejecutivo y escaños legislativos. Si van de élite convenientemente elegida, que ejerzan como tal. No hagan trampas en el solitario y cumplan con el deber libremente asumido de una responsabilidad de liderazgo que,  si se expone a críticas a veces feroces e injustas, también rebañan prebendas inaccesibles para sus gobernados. En la escala de valores ciudadana, esa que olvidan tan a menudo desde su atalaya de poder, un comportamiento así de indolente, conlleva a despidos más que justificados en las empresas y a merecidas descalificaciones y vetos en cualquier otra tarea profesional.


Un demócrata de pura cepa nunca cuestionará el valor de una auténtica consulta al pueblo soberano. Sin embargo, los estilos de esta nueva política frivolizan la cuestión. Esas llamadas recurrentes y continuas a que todos decidamos sobre los asuntos más dispares se alinean con la costumbre imperante de escurrir el bulto.

 

Cualquier reclamación, en el estamento que sea, recibe la respuesta funcionarial de una decisión tomada en negociado superior, dentro de una enojosa e interminable cadena de pasotismos. Cualquier cosa, menos ser señalado directamente por una decisión errónea. Indigna ver cómo los prebostes nacionales acometen las decisiones difíciles con soluciones más propias de parvulario, que de una formación intelectual e imaginativa, debidamente adiestrada en los nobles cenáculos de la ciencia política. Que si el déficit se dispara, pues se estruja más al sufrido contribuyente con impuestos por doquier. Eso lo hace cualquiera; no les distingue intelectualmente de la masa. No hacen otra cosa que acentuar la bien labrada percepción ciudadana de mediocridad e impotencia.           
                                                                                                                                                        
 

 

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