Curas de otros tiempos
![[Img #27269]](upload/img/periodico/img_27269.jpg)
Astorga fue ciudad de seminario y cuartel. De ambos queda una edificación colosal muy venida a menos en ocupaciones. Del primero, ha desaparecido por completo la misión de curtir vocaciones tempranas. Del segundo, se conserva un ritual castrense casi totalmente desnudo de ardores guerreros. Los dos llenaron una época del lugar en la que milicia e iglesia eran cimientos y guardianes de un régimen para todo el país. Mimetizado camaleónicamente entre el negro y el caqui, sobrevivió a cuatro décadas de férrea dictadura. Una buena porción permanece fresca en la evocación de unos veraneos maragatos, en intensa convivencia callejera con soldados y curas.
De los militares, apenas un par de anécdotas, alguna muy graciosa, poco más. Del sacerdocio, sí, guardo personajes. El punto de partida está en Don Luis, así, con el Don como señal más de miedo que de respeto. No precisaba de más identificación nominal, pues su firma pastoral era un enfermizo comportamiento con lo que consideraba decoro en el templo. Un trozo de carne humana a la vista lo tomaba como el peor de los pecados. Este cura singular (afortunadamente lo de singular), no me dejó confesar a la edad de 10-11 años, porque no llevaba calcetines encima de unas de aquellas alpargatas veraniegas de tela fresca, e iba en pantalón corto… en pleno mes de agosto. Le vi expulsar al más puro estilo inquisidor y destemplado a una familia forastera, porque la madre y una niña casi bebé, que llevaba en brazos, dejaban la piel de sus brazos al descubierto. Incluso para aquellos años, comportamientos así generaban rechazo. Como de los males se aprende más que de los parabienes, a aquel Don Luis le debo mi hostilidad hacia cualquier intolerancia a lo más natural y humano.
En las antípodas de aquella adustez estaba Don Ramón, un curica pequeñín, rechoncho, siempre ataviado con sotana, alzacuellos y teja, en una movilidad permanentemente inquieta de andares decididos y bravíos. Doctrinalmente era un carca para los talantes actuales, pero ponía tal pasión en sus argumentos que terminaba resultando gracioso, por lo espontáneo de sus gestos y ademanes. Imposible olvidar aquel cierre de homilía en la misa grande de San Bartolo, el día del Apóstol Santiago, patrón nacional. Haciendo del púlpito un atril de mitin, culminó aquel sermón con esta perla: … “Y Jesucristo, en el cielo, recompensó a sus tres apóstoles predilectos con sus mejores regalos: a San Pedro, su iglesia; a San Juan, su madre; y a Santiago, España”. Un España, pronunciado con tal fervor patriótico, que hubiera merecido una ovación en la misma iglesia, haciendo palidecer el paroxismo satírico de la Elevación en la película de José Luis Cuerda, “Amanece, que no es poco”.
Don Bernardo y Don Hortensio, una dualidad que, como la del huevo, se muta a unidad. Vecinos de la Muralla, escenario de sus prolíficas andanzas y paseos. En aquellos años de infancia gamberra, una de nuestros divertimentos era llamar a los timbres y salir de naja a escondernos para escudriñar, sin ser vistos, y en carcajada contenida para no delatarnos, el cabreo del afectado. La casa de estos dos hermanos era una de nuestras preferidas. Uno de ellos, se me ha olvidado cuál, nos pilló un día in fraganti. Nos cogió del hombro y encaminó sus y nuestros pasos a los domicilios paternos. Eran tiempos de enseñanzas paternas inquebrantables hacia el respeto al prójimo, y si éste iba tocado de hábito o teja, no veas; o sea, castigo o bofetada a la vista. Las pedagogías de entonces no eran tan sutiles y permisivas como las de ahora. Casi llegando, nos soltó y, tranquilo, muy tranquilo, nos hizo prometer que no lo volveríamos a hacer. Asentimos, sin dudar, pero lo interpretamos a nuestra manera: el compromiso era sólo con ellos y su casa. Esas dos sotanas andantes formaron parte años y años del paisaje de La Muralla. Hoy, todavía, me parece verlos.
Hay una frase atribuida a Agustín de Foxá: “Los mejores sitios para vivir son ciudades con obispo y sin gobernador civil”. Astorga cumple el aserto en la visión positiva del literato adicto a aquel régimen, pero no por ello merecido acreedor a la fama de buen escribidor. Y donde hay prelado, tiene que haber curas. Los hubo, y muchos, en aquellos lejanos y apasionantes años con toda la vida por delante. Me queda memoria para recordarlos.
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Astorga fue ciudad de seminario y cuartel. De ambos queda una edificación colosal muy venida a menos en ocupaciones. Del primero, ha desaparecido por completo la misión de curtir vocaciones tempranas. Del segundo, se conserva un ritual castrense casi totalmente desnudo de ardores guerreros. Los dos llenaron una época del lugar en la que milicia e iglesia eran cimientos y guardianes de un régimen para todo el país. Mimetizado camaleónicamente entre el negro y el caqui, sobrevivió a cuatro décadas de férrea dictadura. Una buena porción permanece fresca en la evocación de unos veraneos maragatos, en intensa convivencia callejera con soldados y curas.
De los militares, apenas un par de anécdotas, alguna muy graciosa, poco más. Del sacerdocio, sí, guardo personajes. El punto de partida está en Don Luis, así, con el Don como señal más de miedo que de respeto. No precisaba de más identificación nominal, pues su firma pastoral era un enfermizo comportamiento con lo que consideraba decoro en el templo. Un trozo de carne humana a la vista lo tomaba como el peor de los pecados. Este cura singular (afortunadamente lo de singular), no me dejó confesar a la edad de 10-11 años, porque no llevaba calcetines encima de unas de aquellas alpargatas veraniegas de tela fresca, e iba en pantalón corto… en pleno mes de agosto. Le vi expulsar al más puro estilo inquisidor y destemplado a una familia forastera, porque la madre y una niña casi bebé, que llevaba en brazos, dejaban la piel de sus brazos al descubierto. Incluso para aquellos años, comportamientos así generaban rechazo. Como de los males se aprende más que de los parabienes, a aquel Don Luis le debo mi hostilidad hacia cualquier intolerancia a lo más natural y humano.
En las antípodas de aquella adustez estaba Don Ramón, un curica pequeñín, rechoncho, siempre ataviado con sotana, alzacuellos y teja, en una movilidad permanentemente inquieta de andares decididos y bravíos. Doctrinalmente era un carca para los talantes actuales, pero ponía tal pasión en sus argumentos que terminaba resultando gracioso, por lo espontáneo de sus gestos y ademanes. Imposible olvidar aquel cierre de homilía en la misa grande de San Bartolo, el día del Apóstol Santiago, patrón nacional. Haciendo del púlpito un atril de mitin, culminó aquel sermón con esta perla: … “Y Jesucristo, en el cielo, recompensó a sus tres apóstoles predilectos con sus mejores regalos: a San Pedro, su iglesia; a San Juan, su madre; y a Santiago, España”. Un España, pronunciado con tal fervor patriótico, que hubiera merecido una ovación en la misma iglesia, haciendo palidecer el paroxismo satírico de la Elevación en la película de José Luis Cuerda, “Amanece, que no es poco”.
Don Bernardo y Don Hortensio, una dualidad que, como la del huevo, se muta a unidad. Vecinos de la Muralla, escenario de sus prolíficas andanzas y paseos. En aquellos años de infancia gamberra, una de nuestros divertimentos era llamar a los timbres y salir de naja a escondernos para escudriñar, sin ser vistos, y en carcajada contenida para no delatarnos, el cabreo del afectado. La casa de estos dos hermanos era una de nuestras preferidas. Uno de ellos, se me ha olvidado cuál, nos pilló un día in fraganti. Nos cogió del hombro y encaminó sus y nuestros pasos a los domicilios paternos. Eran tiempos de enseñanzas paternas inquebrantables hacia el respeto al prójimo, y si éste iba tocado de hábito o teja, no veas; o sea, castigo o bofetada a la vista. Las pedagogías de entonces no eran tan sutiles y permisivas como las de ahora. Casi llegando, nos soltó y, tranquilo, muy tranquilo, nos hizo prometer que no lo volveríamos a hacer. Asentimos, sin dudar, pero lo interpretamos a nuestra manera: el compromiso era sólo con ellos y su casa. Esas dos sotanas andantes formaron parte años y años del paisaje de La Muralla. Hoy, todavía, me parece verlos.
Hay una frase atribuida a Agustín de Foxá: “Los mejores sitios para vivir son ciudades con obispo y sin gobernador civil”. Astorga cumple el aserto en la visión positiva del literato adicto a aquel régimen, pero no por ello merecido acreedor a la fama de buen escribidor. Y donde hay prelado, tiene que haber curas. Los hubo, y muchos, en aquellos lejanos y apasionantes años con toda la vida por delante. Me queda memoria para recordarlos.






