Hoja de ruta número 3: Vuelta al incio desde un final
![[Img #3354]](upload/img/periodico/img_3354.jpg)
"Te pienso
ahora como un latido distante, como un arrojo de sangre y amapolas, como una
cadencia de caricias sin mañana y un repentino juego de miradas circulares".
"El momento
que declaro aquí no se concentra en la trepidante bestia de mi cuerpo contra el
tuyo, sino en la vacía cabaña que repensamos después. En ese instante
innombrable que se construye tras el amor, en ese cobijo infame que se prolonga
entre las sábanas, entre el frío calor de tu cuerpo sobre el mío… en ese abrazo
de después que nos reconforta con la vida porque insinúa que el ruido de
afuera, el de las farolas que se entrometían en el cuarto al llegar, ya no nos
produce miedo alguno".
Así empezaba
y terminaba la última carta que le escribí: un pronombre 'te' exclusivo, un
de mí para ti cerrado y concluido; un 'pensarse' para echarse menos en falta,
un imaginarse en 'miradas circulares' para intentar creerse que la ausencia
del otro alimenta tanto como una presencia soñada, una evocación de un momento
dulce, como un versículo que quisiera arengar a mi propia falacia.
Y en estas
estaba cuando una teclista desde Nashville volvió a recordarme que no somos
hijas de Apolo, sino de Sade, y que no hay más cojones que volver a la
promiscuidad cuando el amor al uso se empeña en joderse, una y otra vez —y esta
vez, encima, sin joder, ¿ustedes creen que era soportable para una fauna como
la mía?—. Así que recorrí de nuevo las rutas que creía abandonadas, los árboles
de ceniza y los caminos infectos, para volver a recuperar la risa entrecortada
de los monstruos condenados al fracaso. Pero no solía haber cabaña de después,
sino ese encontrarse por azar en el cuerpo de otro para saber que te vas a ir
pasadas unas horas. Encontrarse en una fuga, en un destierro de sí mismo,
buscar la epifanía del orgasmo desconocido. Y unos te hablan de epicureísmo
americano y otros te regalan unos acordes de guitarra recién llegados del
Támesis. Miradas en fuga que se posan en tu cuerpo unos instantes, amantes de
desayuno sin almuerzo.
Y todo se
dibuja como si las miradas circulares revertieran su reflejo como espejos hacia
mí misma y, no sé qué está ocurriendo, la verdad, pero lo cierto es que el
trayecto por este inmundo camino no me atrapa como antes. Escribir la historia
de mis manos parece ahora algo alarmantemente alcanzable. Tal vez sea por esto
de vivir siempre de paso, por haberme acostumbrado a no tener descanso propio,
a comer sin hambre, a dormir sin sueño y a reír sin ganas. Parece mentira que
de ahí, de la asombrosa conciencia de que una es capaz de eso y de más, salga
precisamente el impulso para repensarse y saberse más de lo que antes se era.
La caída, el abismo mismo, construye a veces los mejores puentes. Porque ahora
ya empiezo a comprender que no puedo parar los 130 km/h que pueden llegar a
soplar aquí, que no vale de nada que grite que alguien se ha dejado la puerta
abierta, que hay una corriente que jode y que no se preocupen por el gato, que
tiene los huevos de corbata y no se le va a pasar por la cabeza ni poner una garra
en la calle a esas velocidades.
¿Para qué
maldecir, explicar, trabarme…? Mejor me fumo un cigarrillo a pachas con la
ventolera del Mistral antes de subir a la jaula para entablar conversación con
la sandwichera que me ha traído un tal Baltasar disfrazado de psiquiatra: la
dieta del cereal ha muerto para dar paso a la apoteosis del bocadillo, ¿ustedes
creen que me puedo quejar ya? Nada de eso, y menos ahora que he colgado a
Camarón con clavos en la pared… y te mira con esos ojos que tienen dentro todo
el dolor del mundo y, vamos, a una no se le ocurre ni soltar el más leve
gimoteo.
Diría más, a
estas alturas me importa más bien poco obtener o no el saludo de la católica
que frecuenta el otro lado de mi pared y que echa polvos con sordina. Me
resbala que una clase sea buena o mala, ahora que sé que no quiero volver a
mandar callar a ningún soldado de l’éducation
nationale. Me resulta indiferente que la cámara de gas —sin gas— que tengo
por ducha me escupa agua —caliente, con suerte— a la cara y por todo el suelo.
Lo que sí me gusta saber es qué haré el próximo fin de semana, cómo ocuparé ese
puente sobre el abismo, cómo mataré a la felina avalancha de hienas agazapadas
que me esperaban cazar a este lado… y cada vez pasa una cosa diferente: puedo
hablar con un loro en un bar de putas, recordar que no puedo enamorarme del
primer loco que pase, asegurarme de que la masacre de nicotina no me impedirá
salir corriendo en caso de necesidad.
Fíjense
ustedes, yo que siempre amé el calor del hogar, ahora empiezo a cogerle el
gustillo a eso de no tenerlo y tener que hacerse de cualquier pesebre una cama.
Válgame Dios, ¿se me estará pegando el credo de mi vecina? No lo quiera el
cielo… antes me fugo con el Mistral mar adentro, por evocar a Storni, de una
parte y, de la otra, por ahogar de una vez por todas este decorado de patíbulo —con
niños dentro y todo—.
"Te pienso
ahora como un latido distante, como un arrojo de sangre y amapolas, como una
cadencia de caricias sin mañana y un repentino juego de miradas circulares".
"El momento
que declaro aquí no se concentra en la trepidante bestia de mi cuerpo contra el
tuyo, sino en la vacía cabaña que repensamos después. En ese instante
innombrable que se construye tras el amor, en ese cobijo infame que se prolonga
entre las sábanas, entre el frío calor de tu cuerpo sobre el mío… en ese abrazo
de después que nos reconforta con la vida porque insinúa que el ruido de
afuera, el de las farolas que se entrometían en el cuarto al llegar, ya no nos
produce miedo alguno".
Así empezaba
y terminaba la última carta que le escribí: un pronombre 'te' exclusivo, un
de mí para ti cerrado y concluido; un 'pensarse' para echarse menos en falta,
un imaginarse en 'miradas circulares' para intentar creerse que la ausencia
del otro alimenta tanto como una presencia soñada, una evocación de un momento
dulce, como un versículo que quisiera arengar a mi propia falacia.
Y en estas
estaba cuando una teclista desde Nashville volvió a recordarme que no somos
hijas de Apolo, sino de Sade, y que no hay más cojones que volver a la
promiscuidad cuando el amor al uso se empeña en joderse, una y otra vez —y esta
vez, encima, sin joder, ¿ustedes creen que era soportable para una fauna como
la mía?—. Así que recorrí de nuevo las rutas que creía abandonadas, los árboles
de ceniza y los caminos infectos, para volver a recuperar la risa entrecortada
de los monstruos condenados al fracaso. Pero no solía haber cabaña de después,
sino ese encontrarse por azar en el cuerpo de otro para saber que te vas a ir
pasadas unas horas. Encontrarse en una fuga, en un destierro de sí mismo,
buscar la epifanía del orgasmo desconocido. Y unos te hablan de epicureísmo
americano y otros te regalan unos acordes de guitarra recién llegados del
Támesis. Miradas en fuga que se posan en tu cuerpo unos instantes, amantes de
desayuno sin almuerzo.
Y todo se
dibuja como si las miradas circulares revertieran su reflejo como espejos hacia
mí misma y, no sé qué está ocurriendo, la verdad, pero lo cierto es que el
trayecto por este inmundo camino no me atrapa como antes. Escribir la historia
de mis manos parece ahora algo alarmantemente alcanzable. Tal vez sea por esto
de vivir siempre de paso, por haberme acostumbrado a no tener descanso propio,
a comer sin hambre, a dormir sin sueño y a reír sin ganas. Parece mentira que
de ahí, de la asombrosa conciencia de que una es capaz de eso y de más, salga
precisamente el impulso para repensarse y saberse más de lo que antes se era.
La caída, el abismo mismo, construye a veces los mejores puentes. Porque ahora
ya empiezo a comprender que no puedo parar los 130 km/h que pueden llegar a
soplar aquí, que no vale de nada que grite que alguien se ha dejado la puerta
abierta, que hay una corriente que jode y que no se preocupen por el gato, que
tiene los huevos de corbata y no se le va a pasar por la cabeza ni poner una garra
en la calle a esas velocidades.
¿Para qué
maldecir, explicar, trabarme…? Mejor me fumo un cigarrillo a pachas con la
ventolera del Mistral antes de subir a la jaula para entablar conversación con
la sandwichera que me ha traído un tal Baltasar disfrazado de psiquiatra: la
dieta del cereal ha muerto para dar paso a la apoteosis del bocadillo, ¿ustedes
creen que me puedo quejar ya? Nada de eso, y menos ahora que he colgado a
Camarón con clavos en la pared… y te mira con esos ojos que tienen dentro todo
el dolor del mundo y, vamos, a una no se le ocurre ni soltar el más leve
gimoteo.
Diría más, a
estas alturas me importa más bien poco obtener o no el saludo de la católica
que frecuenta el otro lado de mi pared y que echa polvos con sordina. Me
resbala que una clase sea buena o mala, ahora que sé que no quiero volver a
mandar callar a ningún soldado de l’éducation
nationale. Me resulta indiferente que la cámara de gas —sin gas— que tengo
por ducha me escupa agua —caliente, con suerte— a la cara y por todo el suelo.
Lo que sí me gusta saber es qué haré el próximo fin de semana, cómo ocuparé ese
puente sobre el abismo, cómo mataré a la felina avalancha de hienas agazapadas
que me esperaban cazar a este lado… y cada vez pasa una cosa diferente: puedo
hablar con un loro en un bar de putas, recordar que no puedo enamorarme del
primer loco que pase, asegurarme de que la masacre de nicotina no me impedirá
salir corriendo en caso de necesidad.
Fíjense
ustedes, yo que siempre amé el calor del hogar, ahora empiezo a cogerle el
gustillo a eso de no tenerlo y tener que hacerse de cualquier pesebre una cama.
Válgame Dios, ¿se me estará pegando el credo de mi vecina? No lo quiera el
cielo… antes me fugo con el Mistral mar adentro, por evocar a Storni, de una
parte y, de la otra, por ahogar de una vez por todas este decorado de patíbulo —con
niños dentro y todo—.