Una Historia de la Filosofía (Para la vida cotidiana)
Primer capítulo del libro 'Una Historia de la Filosofía para la vida cotidiana' ,Maia Ediciones, 2013
A Sócrates le gustaba el tango
El “tuttologo”
La imparable expansión de los medios de comunicación ha propiciado la aparición en Italia de una curiosa figura, el denominado “tuttologo”, colaboradores de radio, prensa y televisión capaces de opinar de tutto, de todo: acontecimientos políticos, actualidad económica, resultados deportivos, desfiles de moda, eventos culturales y, por supuesto, vida social y cotilleos. Al verlos se tiene la sensación de que llegan al estudio sin haber preparado ningún tema y cuando les comunican de qué se va a hablar improvisan sin conocer el asunto.
![[Img #3527]](upload/img/periodico/img_3527.jpg)
Este tipo de personaje es en realidad un síntoma de un fenómeno con el que convivimos también por nuestros lares, el exceso de opiniones infundadas. Se dice, por ejemplo, que cada español lleva dentro un seleccionador de fútbol. En los grandes torneos hay tantas alineaciones como aficionados y nos sentimos con capacidad y conocimientos suficientes para opinar que un jugador debe saltar al campo en perjuicio de otro, y en una posición concreta y no en otra.
Igualmente nos aventuramos a opinar sobre cosas más relevantes, porque también llevamos dentro un médico, un profesor... El doctor me tiene que hacer una resonancia porque en internet dicen que es lo mejor, se oye por aquí. Los profesores tienen que hacer las clases más amenas, enseñar con este método y corregir de aquel otro modo, se dice más allá. Opiniones sin fin en una sociedad en la que todos se expresan sobre cualquier cosa sin restricción -faltaría más-, pero en la que pocos parecen dispuestos a reconocer que la formación y el conocimiento son requisitos indispensables para dar peso a lo que se dice.
No es un problema pequeño que generaciones enteras crezcan viendo en televisión auténticos festivales de orgullosa ignorancia y escuchando dislates provenientes de personajes que han obtenido notoriedad por razones ajenas al esfuerzo y a la formación. Algunos nuevos ídolos mediáticos desconocen la humildad propia del que asume sus límites y exhiben impúdicamente su ignorancia. Aun recordamos un programa vespertino de máxima audiencia en el que los colaboradores confesaban entre risotadas que desconocían la tabla de multiplicar del seis y las capitales europeas. También nos viene a la memoria una escena desoladora en la que un experto intentaba aportar información fiable en un debate rodeado de personas que opinaban a la ligera sobre lo que a él le había costado años dominar. Sus conocimientos, precisos y valiosos, se diluían en un mar de ignorancia, e inevitablemente se veía arrastrado por la mediocridad. En el prime time han desaparecido los auténticos debates con especialistas, sustituidos por ruidosos gallineros en los que, si alguien quiere elevar el nivel de la discusión, pasa desapercibido o, peor aún, se le tiene por un pedante en medio del vocerío y los lugares comunes.
En algunos aspectos la realidad que vivimos queda reflejada en el famoso tango “Cambalache”: “¡Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor! / ¡ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador! / ¡Todo es igual! / ¡Nada es mejor! / ¡Lo mismo un burro que un gran profesor!”. La escasa valoración de la formación y del saber, grave defecto de la sociedad actual, queda atinadamente descrita. Todo parece dar igual, se ha extendido la peligrosa idea de que todas las opiniones son igualmente válidas. ¡Lo mismo la de un burro que la de un gran profesor!
Sócrates canturrea el tango
Este tango, tan crítico con el siglo XX en que hemos nacido y aplicable a los años del XXI que ya han pasado, hubiese sido muy del gusto de Sócrates (469-399 a. C.). Es sin duda uno de los filósofos más conocidos, pero nadie ha podido leer ningún escrito suyo puesto que, si llegó a redactarlos, no se han conservado. Vivió en Atenas y fue condenado a muerte. Para las autoridades era una figura que no se atenía a los cauces establecidos y que incitaba a pensar. A lo largo de la historia, el poder ha recelado con frecuencia de los que reflexionan y animan a que los demás hagan lo mismo. Y es que nada hay más cómodo para un dirigente que unos gobernados carentes de espíritu crítico y poco dispuestos a pensar sobre la sociedad en la que viven.
![[Img #3528]](upload/img/periodico/img_3528.jpg)
Sócrates luchó tenazmente contra un mal que nos sigue aquejando, un cierto relativismo que convierte todas las cosas en cuestiones sobre las que cualquiera puede opinar en pie de igualdad. Se enfrentó con los sofistas, profesionales de la enseñanza encargados de formar a aquellos que querían dedicarse a la vida pública. Consideraba que los sofistas no tenían interés sincero y profundo por la verdad y por el conocimiento, sino que sólo buscaban que sus alumnos persuadiesen y convenciesen al auditorio, aunque fuese con un discurso falso y tramposo. Los veía capaces de propalar cualquier opinión, por inconsistente que fuese, siempre que favoreciese sus intereses.
Pensaba además que en la vida pública los discursos sobre el estado (la polis griega) no pueden tener como única finalidad persuadir para ganar votos o para no perderlos (¿nos suena?), sino que lo principal es fomentar valores como el bien, la verdad y la justicia que puedan ser compartidos por todos. Con este fin, se propuso aplicar a la ética y a la política un método parecido al de las matemáticas. Al hacer una sencilla cuenta como 2+2=4 tenemos algo objetivo accesible a todo el que conozca los números y los rudimentos de la suma. No hay aquí lugar para los antojos de la subjetividad y el resultado es universalmente válido, en la Atenas del s. IV a. C. y en la del s. XXI. Sócrates quería obtener idénticas ventajas (objetividad, universalidad...) para cuestiones como el bien y la justicia. Conociendo valores universales que no descansasen en los intereses particulares de individuos a menudo egoístas, la sociedad discurriría por los cauces adecuados.
En esta línea, se suele decir que sus aportaciones fueron la utilización de la argumentación inductiva y la relevancia que otorgó a las definiciones y a los conceptos universales. Si el mejornavegante es el experto en navegación; si el mejor cirujano es el que ha adquirido la experiencia suficiente para ser considerado un especialista y el mejor peletero es experto en pieles, la conclusión es que el mejor en cada campo es el experto. Acabamos de hacer una inducción, pasando de unos cuantos casos particulares a una conclusión general.
La inducción conduce casi de inmediato al segundo tema, la definición, pues al observar casos concretos con la mirada puesta en lo general aparecen características comunes y prescindimos de las diferencias, y este es el procedimiento idóneo para llegar a la definición de algo. Cuando consultamos la de mesa en el diccionario, se obtiene rasgos compartidos por todas las mesas (mueble compuesto por un tablero y patas...) y se prescinde de las diferencias (el diccionario no habla de colores ni de tamaños, no dice nada acerca de si es azul o roja, grande o pequeña).
No pensemos que Sócrates tenía obsesión por las definiciones, como esas personas un poco maniáticas que diariamente aprenden de memoria el significado de diez o doce palabras por estricto orden alfabético. Su interés apuntaba más bien a la práctica. Veía con preocupación que en los discursos políticos de la época cada uno utilizaba los términos como quería, todo valía, como denuncia el tango, y no había manera de diferenciar los usos correctos de los confusos y engañosos. Los conceptos morales sufrían también esta enfermedad. Para algunos el bien era lo que a Fulano -bueno, a Fulanopoulos- le parecía bien, con independencia de que Mengano pensase que eso mismo era el peor y más injusto de los males.
Sócrates consideraba que esta variabilidad es insoportable y nefasta para la vida en común. El bien, la justicia y la verdad no pueden depender del ambiente en el que se mueve una persona, tampoco de intereses particulares y menos aun de caprichos momentáneos. Utilizar esos conceptos de la manera adecuada pasa por saber verdaderamente qué son. Solo conociéndolos profunda y objetivamente se pueden poner en práctica, porque ¿cómo es posible hacer el bien o impartir justicia sin tener una idea precisa de lo que son?
Es bueno saber lo que se hace
Conocer los valores que tienen que guiar la conducta mejora esa misma conducta. Sócrates aplica esta convicción a todos los campos, desde las humildes actividades manuales hasta el trabajo de los gobernantes. Quien quiera construir un buen telar para ser un tejedor excelente, necesita la idea de telar, en definitiva, tiene que saber qué es. Del mismo modo, el político que aspire a gobernar una sociedad justa en la que impere el bien, precisa conocer previamente qué son la justicia y el bien.
![[Img #3529]](upload/img/periodico/img_3529.jpg)
Desde luego, no es fácil aprehender de golpe valores relevantes como los mencionados bien, justicia o verdad. Sócrates era consciente de la dificultad y por ello hacía continuas preguntas a sus interlocutores para que se fuesen aproximando poco a poco al objetivo. En realidad, el discípulo no debía esperar de él una información concreta, pues se limitaba a dirigir la indagación, a plantear preguntas oportunas que estimulasen el pensamiento del pupilo. Por eso se dice que su método era parecido al de las parteras, que no han concebido al niño gestado por la madre pero ayudan a que vea la luz. Sócrates no aportaba contenidos ni conocimientos concretos (decía “sólo sé que no sé nada”), pero posibilitaba que sus discípulos fuesen alumbrando ciertas conclusiones.
Cuando nos plantean una pregunta, cabe la posibilidad de responder despreocupadamente. Si nos hacen ver la insuficiencia de la apresurada respuesta e insisten con otra cuestión, podemos entrar, siempre que tengamos paciencia y verdadero deseo de aprender, en un proceso de reflexión donde se replantean las posiciones iniciales que parecían firmes. Al principio creíamos tener todo claro y pensábamos que el tema no ofrecía dificultad. Con las preguntas incisivas, nos percatamos de que éramos bastante ignorantes y se va haciendo presente todo lo que queda por aprender. No es casual que las grandes personalidades del mundo de la ciencia, de la historia y de cualquier disciplina se muestren humildes con el alcance de su saber. Cuanto más avanzan, más nítida se hace la conciencia de los límites de su conocimiento. A medida que se amplia el territorio de lo conocido, se ensancha el campo de lo que queda por conocer. En cambio, el ignorante no es consciente siquiera de lo poco que abarca y esa obtusa complacencia le impide salir de su estado para adquirir conocimientos que tan bien le vendrían.
El reconocimiento de la ignorancia es el paso previo indispensable para aprender. Pero, como decíamos, Sócrates no anima a adquirir conocimientos solo para acumular saber y para convertirseen una persona culta, sino que está convencido de que las ganancias teóricas desembocan en la mejora de las acciones prácticas. ¿Cómo fabricar un zapato sin saber qué es un zapato? ¿Se puede curar a un enfermo sin saber medicina? ¿Es posible gobernar bien sin conocer los valores que hacen posible la convivencia? Cada uno tiene que conocer a fondo el campo teórico de su profesión si pretende desempeñarla bien. El valor del conocimiento reside en saber para hacer o, de otro modo, para saber realmente lo que se hace.
Zapatero, a tus zapatos; médico, a sanar enfermos; periodista, a opinar de la sección que dominas y no de cualquier otra, y político que empleas continuamente palabras como justicia, bienestar, igualdad y libertad, pues a conocer primero los conceptos de los que tanto hablas para que se puedan ver luego encarnados en la sociedad. Este es uno de los mensajes de Sócrates a nuestro presente. Que cada uno opine y haga aquello que conoce, siendo siempre consciente de sus límites para poder seguir aprendiendo. Una receta tan sencilla como útil que ayuda a estar sobre aviso de que todas las opiniones no son iguales.
A Sócrates le gustaba el tango
El “tuttologo”
La imparable expansión de los medios de comunicación ha propiciado la aparición en Italia de una curiosa figura, el denominado “tuttologo”, colaboradores de radio, prensa y televisión capaces de opinar de tutto, de todo: acontecimientos políticos, actualidad económica, resultados deportivos, desfiles de moda, eventos culturales y, por supuesto, vida social y cotilleos. Al verlos se tiene la sensación de que llegan al estudio sin haber preparado ningún tema y cuando les comunican de qué se va a hablar improvisan sin conocer el asunto.
Este tipo de personaje es en realidad un síntoma de un fenómeno con el que convivimos también por nuestros lares, el exceso de opiniones infundadas. Se dice, por ejemplo, que cada español lleva dentro un seleccionador de fútbol. En los grandes torneos hay tantas alineaciones como aficionados y nos sentimos con capacidad y conocimientos suficientes para opinar que un jugador debe saltar al campo en perjuicio de otro, y en una posición concreta y no en otra.
Igualmente nos aventuramos a opinar sobre cosas más relevantes, porque también llevamos dentro un médico, un profesor... El doctor me tiene que hacer una resonancia porque en internet dicen que es lo mejor, se oye por aquí. Los profesores tienen que hacer las clases más amenas, enseñar con este método y corregir de aquel otro modo, se dice más allá. Opiniones sin fin en una sociedad en la que todos se expresan sobre cualquier cosa sin restricción -faltaría más-, pero en la que pocos parecen dispuestos a reconocer que la formación y el conocimiento son requisitos indispensables para dar peso a lo que se dice.
No es un problema pequeño que generaciones enteras crezcan viendo en televisión auténticos festivales de orgullosa ignorancia y escuchando dislates provenientes de personajes que han obtenido notoriedad por razones ajenas al esfuerzo y a la formación. Algunos nuevos ídolos mediáticos desconocen la humildad propia del que asume sus límites y exhiben impúdicamente su ignorancia. Aun recordamos un programa vespertino de máxima audiencia en el que los colaboradores confesaban entre risotadas que desconocían la tabla de multiplicar del seis y las capitales europeas. También nos viene a la memoria una escena desoladora en la que un experto intentaba aportar información fiable en un debate rodeado de personas que opinaban a la ligera sobre lo que a él le había costado años dominar. Sus conocimientos, precisos y valiosos, se diluían en un mar de ignorancia, e inevitablemente se veía arrastrado por la mediocridad. En el prime time han desaparecido los auténticos debates con especialistas, sustituidos por ruidosos gallineros en los que, si alguien quiere elevar el nivel de la discusión, pasa desapercibido o, peor aún, se le tiene por un pedante en medio del vocerío y los lugares comunes.
En algunos aspectos la realidad que vivimos queda reflejada en el famoso tango “Cambalache”: “¡Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor! / ¡ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador! / ¡Todo es igual! / ¡Nada es mejor! / ¡Lo mismo un burro que un gran profesor!”. La escasa valoración de la formación y del saber, grave defecto de la sociedad actual, queda atinadamente descrita. Todo parece dar igual, se ha extendido la peligrosa idea de que todas las opiniones son igualmente válidas. ¡Lo mismo la de un burro que la de un gran profesor!
Sócrates canturrea el tango
Este tango, tan crítico con el siglo XX en que hemos nacido y aplicable a los años del XXI que ya han pasado, hubiese sido muy del gusto de Sócrates (469-399 a. C.). Es sin duda uno de los filósofos más conocidos, pero nadie ha podido leer ningún escrito suyo puesto que, si llegó a redactarlos, no se han conservado. Vivió en Atenas y fue condenado a muerte. Para las autoridades era una figura que no se atenía a los cauces establecidos y que incitaba a pensar. A lo largo de la historia, el poder ha recelado con frecuencia de los que reflexionan y animan a que los demás hagan lo mismo. Y es que nada hay más cómodo para un dirigente que unos gobernados carentes de espíritu crítico y poco dispuestos a pensar sobre la sociedad en la que viven.
Sócrates luchó tenazmente contra un mal que nos sigue aquejando, un cierto relativismo que convierte todas las cosas en cuestiones sobre las que cualquiera puede opinar en pie de igualdad. Se enfrentó con los sofistas, profesionales de la enseñanza encargados de formar a aquellos que querían dedicarse a la vida pública. Consideraba que los sofistas no tenían interés sincero y profundo por la verdad y por el conocimiento, sino que sólo buscaban que sus alumnos persuadiesen y convenciesen al auditorio, aunque fuese con un discurso falso y tramposo. Los veía capaces de propalar cualquier opinión, por inconsistente que fuese, siempre que favoreciese sus intereses.
Pensaba además que en la vida pública los discursos sobre el estado (la polis griega) no pueden tener como única finalidad persuadir para ganar votos o para no perderlos (¿nos suena?), sino que lo principal es fomentar valores como el bien, la verdad y la justicia que puedan ser compartidos por todos. Con este fin, se propuso aplicar a la ética y a la política un método parecido al de las matemáticas. Al hacer una sencilla cuenta como 2+2=4 tenemos algo objetivo accesible a todo el que conozca los números y los rudimentos de la suma. No hay aquí lugar para los antojos de la subjetividad y el resultado es universalmente válido, en la Atenas del s. IV a. C. y en la del s. XXI. Sócrates quería obtener idénticas ventajas (objetividad, universalidad...) para cuestiones como el bien y la justicia. Conociendo valores universales que no descansasen en los intereses particulares de individuos a menudo egoístas, la sociedad discurriría por los cauces adecuados.
En esta línea, se suele decir que sus aportaciones fueron la utilización de la argumentación inductiva y la relevancia que otorgó a las definiciones y a los conceptos universales. Si el mejornavegante es el experto en navegación; si el mejor cirujano es el que ha adquirido la experiencia suficiente para ser considerado un especialista y el mejor peletero es experto en pieles, la conclusión es que el mejor en cada campo es el experto. Acabamos de hacer una inducción, pasando de unos cuantos casos particulares a una conclusión general.
La inducción conduce casi de inmediato al segundo tema, la definición, pues al observar casos concretos con la mirada puesta en lo general aparecen características comunes y prescindimos de las diferencias, y este es el procedimiento idóneo para llegar a la definición de algo. Cuando consultamos la de mesa en el diccionario, se obtiene rasgos compartidos por todas las mesas (mueble compuesto por un tablero y patas...) y se prescinde de las diferencias (el diccionario no habla de colores ni de tamaños, no dice nada acerca de si es azul o roja, grande o pequeña).
No pensemos que Sócrates tenía obsesión por las definiciones, como esas personas un poco maniáticas que diariamente aprenden de memoria el significado de diez o doce palabras por estricto orden alfabético. Su interés apuntaba más bien a la práctica. Veía con preocupación que en los discursos políticos de la época cada uno utilizaba los términos como quería, todo valía, como denuncia el tango, y no había manera de diferenciar los usos correctos de los confusos y engañosos. Los conceptos morales sufrían también esta enfermedad. Para algunos el bien era lo que a Fulano -bueno, a Fulanopoulos- le parecía bien, con independencia de que Mengano pensase que eso mismo era el peor y más injusto de los males.
Sócrates consideraba que esta variabilidad es insoportable y nefasta para la vida en común. El bien, la justicia y la verdad no pueden depender del ambiente en el que se mueve una persona, tampoco de intereses particulares y menos aun de caprichos momentáneos. Utilizar esos conceptos de la manera adecuada pasa por saber verdaderamente qué son. Solo conociéndolos profunda y objetivamente se pueden poner en práctica, porque ¿cómo es posible hacer el bien o impartir justicia sin tener una idea precisa de lo que son?
Es bueno saber lo que se hace
Conocer los valores que tienen que guiar la conducta mejora esa misma conducta. Sócrates aplica esta convicción a todos los campos, desde las humildes actividades manuales hasta el trabajo de los gobernantes. Quien quiera construir un buen telar para ser un tejedor excelente, necesita la idea de telar, en definitiva, tiene que saber qué es. Del mismo modo, el político que aspire a gobernar una sociedad justa en la que impere el bien, precisa conocer previamente qué son la justicia y el bien.
Desde luego, no es fácil aprehender de golpe valores relevantes como los mencionados bien, justicia o verdad. Sócrates era consciente de la dificultad y por ello hacía continuas preguntas a sus interlocutores para que se fuesen aproximando poco a poco al objetivo. En realidad, el discípulo no debía esperar de él una información concreta, pues se limitaba a dirigir la indagación, a plantear preguntas oportunas que estimulasen el pensamiento del pupilo. Por eso se dice que su método era parecido al de las parteras, que no han concebido al niño gestado por la madre pero ayudan a que vea la luz. Sócrates no aportaba contenidos ni conocimientos concretos (decía “sólo sé que no sé nada”), pero posibilitaba que sus discípulos fuesen alumbrando ciertas conclusiones.
Cuando nos plantean una pregunta, cabe la posibilidad de responder despreocupadamente. Si nos hacen ver la insuficiencia de la apresurada respuesta e insisten con otra cuestión, podemos entrar, siempre que tengamos paciencia y verdadero deseo de aprender, en un proceso de reflexión donde se replantean las posiciones iniciales que parecían firmes. Al principio creíamos tener todo claro y pensábamos que el tema no ofrecía dificultad. Con las preguntas incisivas, nos percatamos de que éramos bastante ignorantes y se va haciendo presente todo lo que queda por aprender. No es casual que las grandes personalidades del mundo de la ciencia, de la historia y de cualquier disciplina se muestren humildes con el alcance de su saber. Cuanto más avanzan, más nítida se hace la conciencia de los límites de su conocimiento. A medida que se amplia el territorio de lo conocido, se ensancha el campo de lo que queda por conocer. En cambio, el ignorante no es consciente siquiera de lo poco que abarca y esa obtusa complacencia le impide salir de su estado para adquirir conocimientos que tan bien le vendrían.
El reconocimiento de la ignorancia es el paso previo indispensable para aprender. Pero, como decíamos, Sócrates no anima a adquirir conocimientos solo para acumular saber y para convertirseen una persona culta, sino que está convencido de que las ganancias teóricas desembocan en la mejora de las acciones prácticas. ¿Cómo fabricar un zapato sin saber qué es un zapato? ¿Se puede curar a un enfermo sin saber medicina? ¿Es posible gobernar bien sin conocer los valores que hacen posible la convivencia? Cada uno tiene que conocer a fondo el campo teórico de su profesión si pretende desempeñarla bien. El valor del conocimiento reside en saber para hacer o, de otro modo, para saber realmente lo que se hace.
Zapatero, a tus zapatos; médico, a sanar enfermos; periodista, a opinar de la sección que dominas y no de cualquier otra, y político que empleas continuamente palabras como justicia, bienestar, igualdad y libertad, pues a conocer primero los conceptos de los que tanto hablas para que se puedan ver luego encarnados en la sociedad. Este es uno de los mensajes de Sócrates a nuestro presente. Que cada uno opine y haga aquello que conoce, siendo siempre consciente de sus límites para poder seguir aprendiendo. Una receta tan sencilla como útil que ayuda a estar sobre aviso de que todas las opiniones no son iguales.