José Manuel Carrizo
Domingo, 02 de Junio de 2013

Elogio del engaño

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A veces se pierde el sentido de la existencia y no hay razones para vivir. Esto puede ocurrir al llegar a cierta edad, o al atravesar  determinada circunstancia, o en cualquier momento, inesperadamente y sin saber por qué. Lo cierto es que ocurre. Y cuando ocurre, algunos, tras reconocer y acatar lo inevitable en un ejercicio de sensatez y realismo, se quedan quietos, atrapados en lo rutinario. Lo inevitable es la muerte. Que han de morir es la verdad de la sensatez, una verdad que no miente, pero que los desmiente y aniquila. Desde la sensatez, comprenden que se haga lo que se haga no será suficiente, que todo esfuerzo será inútil y que, por lo tanto, no merece la pena. Entonces, como Don Quijote al final de la novela, dejan de cabalgar y se echan a morir. 'No había más remedio', acaban diciendo, y al escucharse, bien ciertos pueden estar de que la melancolía ya ha hecho nido en ellos. La melancolía, sin necesidad de ninguna mano ajena, los irá matando, desde dentro, poco a poco. 

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Pero, mientras unos se despeñan en el abismo de la cordura, otros, en cambio, se enfrentan a la necesidad, viviendo libremente, como si fueran eternos. Para vivir así hay que inventar un propósito, un propósito que nos eche al campo a cabalgar. Entre estos, los dispuestos a luchar, son muchos los que se hacen el propósito ético de combatir el mal; el mal puede ser la pobreza, la injusticia, el sufrimiento. Unos pocos optan por cultivar la más alta forma de amistad. Hay quién se lanzan a la extraña y delirante aventura de volver a seducir a su mujer, como cuando lo hizo de joven. En este caso, si todo va bien, su mujer se deja engañar y él hace que se cree que la está engañando. Así, abrazados a la mentira, marchan los dos, alegres, por la vida. No faltan los que se proponen hacer aquello que siempre han querido hacer y nunca se atrevieron porque siempre les pareció demasiado tarde.


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Ahora, aún más tarde todavía, cuando, entusiasmados, lo están haciendo, no podrán evitar, de quienes los observan, un llanto, que parece querer decir: 'Pobre diablo, no lo conseguirá, y, si lo consiguiera, de nada le serviría'; o incluso, ante los trances tan grotescos en los que se están viendo envueltos, una risotada, que no denotaría más que falta de perspicacia. Pero quizá también, fruto de la sabiduría que ve en ese empeño la réplica no solo de la lucha de los trescientos en el paso de las Termópilas sino también del viaje transoceánico de Colón, haya una sonrisa que los anime a seguir. Y siguen. Siguen porque han preferido desgastarse a enmohecerse, ser Don Quijote a Alonso Quijano. A lomos del caballo de la locura deambulan por la estepa, por los bosques, por entre los riscos, acometiendo hazañas menguadas, sabedores de que perecerán por causa de algo exterior, de un mal encuentro. Todo con tal de no dejarse morir. Aunque, después de tantas frustraciones y quebrantos, finalmente su propósito fracase, triunfan, porque lo que cuenta no son los resultados, que siempre se acaban volviendo contra nosotros, sino el ánimo que los mueve, ese ánimo con el que han vencido la pereza que los postraba en la cama a esperar la muerte. Este es un desvarío, cuya mentira no les dice la verdad, pero los redime de la melancolía, la melancolía que mata a los primeros, que mató a Don Quijote cuando dejó de ser loco y se volvió cuerdo.





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