Bruno Marcos
Jueves, 18 de Mayo de 2017

La música no son fuegos artificiales

 

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Lo dijo el joven ganador de Eurovisión el sábado pasado, un portugués que no gastó apenas electricidad en su actuación, ni tuvo bailarines alrededor, ni explosiones, ni un increscendo estratosférico como los demás. 

 

Ya con el absurdo trofeo en la mano, que representa un gran micrófono retro de cristal, lejos de agradecer el triunfo a sus infinitos parientes, conocidos, amigos o mascotas, como hacen los de los Goya, aprovechó para decir una verdad, y ni siquiera era una perogrullada maniquea, un tópico de izquierdas, era sencillamente una verdad.

 

Pareciera que los del concurso ese hubieran leído concienzudamente a Guy Debord, porque llevaban años implementando llamas, luces cegadoras, chispas, lluvias de oro, pantallas trepadoras hasta el cielo, entre otros muchos disparates, confirmando que el destino nuestro no es otra cosa que el espectáculo, experiencia tan saturada de estímulos sensoriales como carente de contenidos, que consiste, como decía Debord, simple y llanamente en acumulación de capital, es decir, de dinero.

 

Puede ser que les haya pasado que, después de tanto darle a los cohetes, al llegar uno que llama a los fuegos artificiales fuegos artificiales hayan descubierto que la música estaba ahí, como quien descubre que la tierra es redonda como si nadie lo hubiera descubierto antes.

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