Las mercaderías del saber
Me revienta, imposible negarlo, escuchar el sinsentido de que una carrera universitaria no tiene salidas. Y en la ocurrencia confluyen día a día más adeptos. Por desgracia, los hechos acompañan, pero no se alimentan de la razón. El estudio es, en los tiempos que corren, una más de las mercaderías que nos azotan. El ansia de saber de los clásicos, fue capaz de crear civilizaciones y culturas que, aún hoy, asombran, aunque se infravaloran, porque desde algunas tribunas pragmáticas e influyentes se ha hecho saber que la ingente sabiduría que germinó de las materias humanísticas no se traduce en rentabilidades monetarias cortoplacistas.
Saber, ahora, no es curiosidad infinita, no es una actitud grandiosa ante la vida, no es una culminación de la existencia, no es un reposo feliz del espíritu; es, lamentablemente, una planificación de negocio, un comercio de ideas al único servicio de la rentabilidad. Se estudia para ganar dinero, porque el vil metal es la medida de todas las cosas. Tanto ganas, tanto vales, es la corriente de los tiempos, el lema inamovible del imperio dolarizado. La magnitud del pensamiento solo tiene linderos en las cifras de la nómina.
El arrebato de la inspiración no se expande en la bohemia de un cuartucho abuhardillado, frio, destartalado, pero caldeado y reordenado con una imaginación y una creatividad sin límites, en plena ebullición. La genialidad se compra a precio de oro en el inagotable catálogo de los másteres que se imparten en las endiosadas universidades privadas, en las que los ricos y poderosos perpetúan sus endogamias intelectuales y clasistas, al tiempo que fabrican aristocracias a la medida de sus caudales.
La universidad deja de ser cosa pública. No forma parte del acervo de una gran comuna social. Se la va dejando morir, porque dominar es cosa de poderosos, y el dinero es directamente proporcional al acopio de poder. Lo privado, sobre todo en educación, es selectivo, y las élites repudian las concurrencias masivas. La culminación de una formación universitaria no se suscribe con la salida de las aulas y el ansiado reconocimiento del profesorado, porque se impone separar el grano de la paja, para entendernos la formación del rico de la formación del pobre. Y empieza la criba en multitud de cursos posgrado, esos en los que la primera selección parte del dinero disponible. Aquí muere la igualdad de oportunidades en la feroz competición por el empleo. Conocimientos e inquietudes se disuelven en un camino hecho a la medida de los potentados en paternales cuentas corrientes. Una carrera de gran fondo que a grandes capas de clases medias - no digamos bajas - les es imposible aguantar. Los amos de las empresas no traicionan la causa de los suyos y los criterios de selección no se desvían lo más mínimo de los gaseosos méritos del exclusivo saber comprado a golpe de talón.
Las profesiones del pensamiento sufren el destierro de la necesidad social. Se circunscriben a románticos, a frikis irredentos. Son, en definitiva, una excentricidad que se desactiva por la vía de las nuevas utilidades tecnológicas y su imparable poder de canalizar las escasas salidas laborales. Olvidan que la ciencia de la razón impulsó las eras de esplendor en la historia, movió a convivencias interpersonales más justas, canalizó la fuerza bruta de las conquistas en una geografía supranacional con más bondades que maldades.
Este descrédito planificado de las humanidades, asentado en utilitarismos idiotas, nos está empezando a llevar a la peor de las catástrofes: la anulación de nuestra capacidad de pensar. Por el horizonte asoma la gran conquista de los tiempos futuros, la robótica. El mañana se prepara para las máquinas, sobran, pues, filósofos e historiadores. Será el culmen de este proceso de avaricias mercantiles sin fronteras éticas. Máquinas que apartarán al hombre del esfuerzo físico e intelectual, para convertirnos en entes vegetativos e inútiles. A cambio, se ofrece la alternativa de un mundo ocioso a plenitud. ¡¡¡Qué aburrimiento!!! Se dice que, como las otras revoluciones industriales, la naciente y tenebrosa era, formulará nuevas modalidades de ocupación. Aunque no se lleve, ni tenga salidas, ejerciten por un solo instante la mayor facultad del ser humano, la de pensar. Miren a su alrededor, y analicen, los efectos de una actividad sin discernimiento como el uso abusivo y adocenado de los dispositivos móviles. Es el primer capítulo de una tecnología destructiva de nuestras innatas cualidades.
Me revienta, imposible negarlo, escuchar el sinsentido de que una carrera universitaria no tiene salidas. Y en la ocurrencia confluyen día a día más adeptos. Por desgracia, los hechos acompañan, pero no se alimentan de la razón. El estudio es, en los tiempos que corren, una más de las mercaderías que nos azotan. El ansia de saber de los clásicos, fue capaz de crear civilizaciones y culturas que, aún hoy, asombran, aunque se infravaloran, porque desde algunas tribunas pragmáticas e influyentes se ha hecho saber que la ingente sabiduría que germinó de las materias humanísticas no se traduce en rentabilidades monetarias cortoplacistas.
Saber, ahora, no es curiosidad infinita, no es una actitud grandiosa ante la vida, no es una culminación de la existencia, no es un reposo feliz del espíritu; es, lamentablemente, una planificación de negocio, un comercio de ideas al único servicio de la rentabilidad. Se estudia para ganar dinero, porque el vil metal es la medida de todas las cosas. Tanto ganas, tanto vales, es la corriente de los tiempos, el lema inamovible del imperio dolarizado. La magnitud del pensamiento solo tiene linderos en las cifras de la nómina.
El arrebato de la inspiración no se expande en la bohemia de un cuartucho abuhardillado, frio, destartalado, pero caldeado y reordenado con una imaginación y una creatividad sin límites, en plena ebullición. La genialidad se compra a precio de oro en el inagotable catálogo de los másteres que se imparten en las endiosadas universidades privadas, en las que los ricos y poderosos perpetúan sus endogamias intelectuales y clasistas, al tiempo que fabrican aristocracias a la medida de sus caudales.
La universidad deja de ser cosa pública. No forma parte del acervo de una gran comuna social. Se la va dejando morir, porque dominar es cosa de poderosos, y el dinero es directamente proporcional al acopio de poder. Lo privado, sobre todo en educación, es selectivo, y las élites repudian las concurrencias masivas. La culminación de una formación universitaria no se suscribe con la salida de las aulas y el ansiado reconocimiento del profesorado, porque se impone separar el grano de la paja, para entendernos la formación del rico de la formación del pobre. Y empieza la criba en multitud de cursos posgrado, esos en los que la primera selección parte del dinero disponible. Aquí muere la igualdad de oportunidades en la feroz competición por el empleo. Conocimientos e inquietudes se disuelven en un camino hecho a la medida de los potentados en paternales cuentas corrientes. Una carrera de gran fondo que a grandes capas de clases medias - no digamos bajas - les es imposible aguantar. Los amos de las empresas no traicionan la causa de los suyos y los criterios de selección no se desvían lo más mínimo de los gaseosos méritos del exclusivo saber comprado a golpe de talón.
Las profesiones del pensamiento sufren el destierro de la necesidad social. Se circunscriben a románticos, a frikis irredentos. Son, en definitiva, una excentricidad que se desactiva por la vía de las nuevas utilidades tecnológicas y su imparable poder de canalizar las escasas salidas laborales. Olvidan que la ciencia de la razón impulsó las eras de esplendor en la historia, movió a convivencias interpersonales más justas, canalizó la fuerza bruta de las conquistas en una geografía supranacional con más bondades que maldades.
Este descrédito planificado de las humanidades, asentado en utilitarismos idiotas, nos está empezando a llevar a la peor de las catástrofes: la anulación de nuestra capacidad de pensar. Por el horizonte asoma la gran conquista de los tiempos futuros, la robótica. El mañana se prepara para las máquinas, sobran, pues, filósofos e historiadores. Será el culmen de este proceso de avaricias mercantiles sin fronteras éticas. Máquinas que apartarán al hombre del esfuerzo físico e intelectual, para convertirnos en entes vegetativos e inútiles. A cambio, se ofrece la alternativa de un mundo ocioso a plenitud. ¡¡¡Qué aburrimiento!!! Se dice que, como las otras revoluciones industriales, la naciente y tenebrosa era, formulará nuevas modalidades de ocupación. Aunque no se lleve, ni tenga salidas, ejerciten por un solo instante la mayor facultad del ser humano, la de pensar. Miren a su alrededor, y analicen, los efectos de una actividad sin discernimiento como el uso abusivo y adocenado de los dispositivos móviles. Es el primer capítulo de una tecnología destructiva de nuestras innatas cualidades.






