Carmen Laforet, La Nonna
![[Img #29649]](upload/img/periodico/img_29649.jpg)
Acabo de leer la correspondencia entre Carmen Laforet y Elena Fortún, recientemente editada. Dos escritoras de gran reconocimiento literario y de poco conocimiento humano. Dos mujeres de una intensa vida espiritual que a través de sus cartas establecen una profunda relación íntima sin apenas haberse visto personalmente. Dos madres con una gran necesidad de libertad individual en una época (los años 50 del siglo pasado) difícil de conseguir para las mujeres y, sobre todo, para las casadas. Qué intensa y qué difícil la vida para ellas. De esta lectura me ha quedado un resquicio de no sé qué. Un profundo impulso entre tristeza y felicidad. Una sensación extraña muy apacible. Como si me sacara un poco de este mundo y me trasladara a un plano más elevado. Como si esa espiritualidad de Carmen Laforet, tan profunda y tan vaga, me hubiera transportado a un estado límbico.
Y… me he quedado atrapada en los recuerdos de ella.
Tristeza me da empezar a conocerla realmente ahora a través de sus cartas, que es realmente donde se puede profundizar en el pensamiento de las personas. Las biografías son un peligro de fiabilidad porque los datos pasan por el filtro emocional y racional de quien las escribe. Los errores en interpretaciones son constantes entre las personas en la vida diaria, ¿cómo no va a haber errores en interpretar o deducir la vida de otras personas? Estas cartas están escritas sin ningún objetivo literario y son un reflejo puntual de acontecimientos y emociones reales. Las cartas dicen mucho, profundizan más en el alma. Me hubiera gustado leerlas cuando tenía a su autora cerca para haber hablado de todas esas cosas. Pero el mundo íntimo de las personas suele salir a la luz cuando la persona ya no está en este mundo.
Mi convivencia con Carmen Laforet ha sido larga. Una convivencia familiar muy cercana durante muchos años. Vivíamos a un minuto de distancia. Si me preguntan si conocí a Carmen Laforet, podría decir con pleno convencimiento que casi no, que casi no conocí a Carmen Laforet a pesar de que conviví mucho tiempo con ella y mis hijos consideraban a La Nonna como su abuela (Carmen era en realidad la abuela de sus primas) por la cercanía y la frecuencia de trato. Esto no es raro, muy a menudo pasa que conocemos muy poco a las personas que tenemos cerca, o muy cerca. Lo que expresamos exteriormente y lo que sentimos profundamente muchas veces no coinciden en absoluto.
Este desconocimiento de las personas cercanas se patentiza claramente en las separaciones de parejas o divorcios, o en las herencias, o en muchas relaciones humanas. Llegado el momento, las incomprensibles reacciones de las personas que han convivido muchos años, o se han relacionado intensamente, nos llevan tristemente a constatar este hecho incuestionable.
Cuando Carmen Laforet llegó de Italia (exilio familiar voluntario), en los años setenta y tantos, se instaló en un pequeño apartamento del barrio de Salamanca y por conexión familiar me brindé a hacerle de secretaria. Yo iba por la mañana a la facultad y por las tardes iba a su apartamento a escribir a máquina lo que me dictase. En concreto tenía que escribir el prólogo del segundo libro de una prometida trilogía, “Tres pasos fuera del tiempo” (cuyo primer libro era Insolación). El libro en cuestión se titula Al volver la esquina, que llevaba tiempo en galeradas y que finalmente acabó publicándose mucho más tarde, una vez fallecida ella, en el 2004. Cada día empezábamos de nuevo. No acababa de estar satisfecha de lo escrito el día anterior. Y cada día acabábamos dejando el prólogo de lado y tomando el té mientras hablábamos. En realidad hablaba ella, con unas tremendas ganas de comunicar, y el tema era habitualmente sobre sus hijos, pendiente y preocupada siempre por ellos.
Más tarde pasó a vivir a casa de una de sus hijas, Cristina, mi cuñada, al lado de donde yo vivía ya casada. A dos minutos de nuestra casa, y con sus tres nietas siendo las primas queridas de mis hijos la relación era permanente, ya que ella salía muy poco, pasaba prácticamente todo el tiempo en casa.
Carmen Laforet pasó a ser La Nonna, una abuela dulce, callada, con una sonrisa complaciente siempre en su semblante, con ese habla canario tan acogedor: “mi niña”, y… terriblemente fumadora. Parecía un apacible ser de otro mundo. Siempre presente en todos los acontecimientos familiares participando con su sonrisa y sus silencios. Siempre afable, risueña, silenciosa y con una disposición muy cariñosa. Observaba desde su íntimo mundo que debía ser dichoso a juzgar por la paz y tranquilidad que emitía su apariencia. A pesar de los años nunca perdió ese aire de atenta a todo pero a la vez distante de todo que tanto le gustaba a Ramón J. Sender de ella: “¿Tú sabes que tu mayor atractivo es ver en tu expresión, viva y latente, una luz de infancia como cuando tenías diez u once años? Es milagroso y espero que no la perderás nunca.” Y nunca la perdió.
Yo había montado una empresa de comunicación con mi estudio en Madrid (vivíamos a las afueras de Madrid) y ella un día mirándome con cara complacida me comentó con cierta añoranza la suerte que tenía yo de poder tener un sitio para trabajar lejos del hogar. Y se lamentó de que si ella hubiera podido tener lo mismo en su día, su vida hubiera sido muy diferente. Seguramente hubiera escrito mucho más.
Sí, creo que su libertad (huída del angosto espacio familiar, angosto en todos los sentidos: físico y metafísico) supuso un coste muy grande para su estabilidad emocional, amén de su estabilidad económica y por supuesto creadora.
Mucho se ha hablado de su silencio literario. Yo entiendo y comprendo sus razones. Eran tiempos duros para las mujeres y muy duros para las mujeres especiales y creadoras.
O témpora, o mores.
![[Img #29649]](upload/img/periodico/img_29649.jpg)
Acabo de leer la correspondencia entre Carmen Laforet y Elena Fortún, recientemente editada. Dos escritoras de gran reconocimiento literario y de poco conocimiento humano. Dos mujeres de una intensa vida espiritual que a través de sus cartas establecen una profunda relación íntima sin apenas haberse visto personalmente. Dos madres con una gran necesidad de libertad individual en una época (los años 50 del siglo pasado) difícil de conseguir para las mujeres y, sobre todo, para las casadas. Qué intensa y qué difícil la vida para ellas. De esta lectura me ha quedado un resquicio de no sé qué. Un profundo impulso entre tristeza y felicidad. Una sensación extraña muy apacible. Como si me sacara un poco de este mundo y me trasladara a un plano más elevado. Como si esa espiritualidad de Carmen Laforet, tan profunda y tan vaga, me hubiera transportado a un estado límbico.
Y… me he quedado atrapada en los recuerdos de ella.
Tristeza me da empezar a conocerla realmente ahora a través de sus cartas, que es realmente donde se puede profundizar en el pensamiento de las personas. Las biografías son un peligro de fiabilidad porque los datos pasan por el filtro emocional y racional de quien las escribe. Los errores en interpretaciones son constantes entre las personas en la vida diaria, ¿cómo no va a haber errores en interpretar o deducir la vida de otras personas? Estas cartas están escritas sin ningún objetivo literario y son un reflejo puntual de acontecimientos y emociones reales. Las cartas dicen mucho, profundizan más en el alma. Me hubiera gustado leerlas cuando tenía a su autora cerca para haber hablado de todas esas cosas. Pero el mundo íntimo de las personas suele salir a la luz cuando la persona ya no está en este mundo.
Mi convivencia con Carmen Laforet ha sido larga. Una convivencia familiar muy cercana durante muchos años. Vivíamos a un minuto de distancia. Si me preguntan si conocí a Carmen Laforet, podría decir con pleno convencimiento que casi no, que casi no conocí a Carmen Laforet a pesar de que conviví mucho tiempo con ella y mis hijos consideraban a La Nonna como su abuela (Carmen era en realidad la abuela de sus primas) por la cercanía y la frecuencia de trato. Esto no es raro, muy a menudo pasa que conocemos muy poco a las personas que tenemos cerca, o muy cerca. Lo que expresamos exteriormente y lo que sentimos profundamente muchas veces no coinciden en absoluto.
Este desconocimiento de las personas cercanas se patentiza claramente en las separaciones de parejas o divorcios, o en las herencias, o en muchas relaciones humanas. Llegado el momento, las incomprensibles reacciones de las personas que han convivido muchos años, o se han relacionado intensamente, nos llevan tristemente a constatar este hecho incuestionable.
Cuando Carmen Laforet llegó de Italia (exilio familiar voluntario), en los años setenta y tantos, se instaló en un pequeño apartamento del barrio de Salamanca y por conexión familiar me brindé a hacerle de secretaria. Yo iba por la mañana a la facultad y por las tardes iba a su apartamento a escribir a máquina lo que me dictase. En concreto tenía que escribir el prólogo del segundo libro de una prometida trilogía, “Tres pasos fuera del tiempo” (cuyo primer libro era Insolación). El libro en cuestión se titula Al volver la esquina, que llevaba tiempo en galeradas y que finalmente acabó publicándose mucho más tarde, una vez fallecida ella, en el 2004. Cada día empezábamos de nuevo. No acababa de estar satisfecha de lo escrito el día anterior. Y cada día acabábamos dejando el prólogo de lado y tomando el té mientras hablábamos. En realidad hablaba ella, con unas tremendas ganas de comunicar, y el tema era habitualmente sobre sus hijos, pendiente y preocupada siempre por ellos.
Más tarde pasó a vivir a casa de una de sus hijas, Cristina, mi cuñada, al lado de donde yo vivía ya casada. A dos minutos de nuestra casa, y con sus tres nietas siendo las primas queridas de mis hijos la relación era permanente, ya que ella salía muy poco, pasaba prácticamente todo el tiempo en casa.
Carmen Laforet pasó a ser La Nonna, una abuela dulce, callada, con una sonrisa complaciente siempre en su semblante, con ese habla canario tan acogedor: “mi niña”, y… terriblemente fumadora. Parecía un apacible ser de otro mundo. Siempre presente en todos los acontecimientos familiares participando con su sonrisa y sus silencios. Siempre afable, risueña, silenciosa y con una disposición muy cariñosa. Observaba desde su íntimo mundo que debía ser dichoso a juzgar por la paz y tranquilidad que emitía su apariencia. A pesar de los años nunca perdió ese aire de atenta a todo pero a la vez distante de todo que tanto le gustaba a Ramón J. Sender de ella: “¿Tú sabes que tu mayor atractivo es ver en tu expresión, viva y latente, una luz de infancia como cuando tenías diez u once años? Es milagroso y espero que no la perderás nunca.” Y nunca la perdió.
Yo había montado una empresa de comunicación con mi estudio en Madrid (vivíamos a las afueras de Madrid) y ella un día mirándome con cara complacida me comentó con cierta añoranza la suerte que tenía yo de poder tener un sitio para trabajar lejos del hogar. Y se lamentó de que si ella hubiera podido tener lo mismo en su día, su vida hubiera sido muy diferente. Seguramente hubiera escrito mucho más.
Sí, creo que su libertad (huída del angosto espacio familiar, angosto en todos los sentidos: físico y metafísico) supuso un coste muy grande para su estabilidad emocional, amén de su estabilidad económica y por supuesto creadora.
Mucho se ha hablado de su silencio literario. Yo entiendo y comprendo sus razones. Eran tiempos duros para las mujeres y muy duros para las mujeres especiales y creadoras.
O témpora, o mores.






