La conjura de los necios (y de las necias)
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En una saeta de hace ya tiempo destacaba, entre los grandes monumentos literarios de la cultura humanística, el Elogio de la locura (o de la necedad), de Erasmo de Róterdam. No mencioné entonces una obra que tuvo un gran ascendiente sobre el Elogio erasmiano: La nave de los locos, de Sebastian Brandt, conocida en España por la traducción al latín de Fadrique de Basilea (1494) y publicada bajo el título de Stultifera Navis. Se trata de un texto que abruma por su plúmbeo y cargante moralismo pero que, gracias a las magníficas ilustraciones de Alberto Durero y otros artistas de su taller, conoció una gran difusión por toda la Europa del Renacimiento; difusión a la que ayudó no poco El Bosco con varias pinturas sobre el tema (la mejor se encuentra en el Louvre).
En Francia, Josse Bade dio a las prensas, cuatro años después, una versión femenina ?que no feminista? del libro de Brandt con el título de La nave de las locas, brillantemente ilustrado también. Mi amigo, el editor Pío E. Serrano, eligió una de sus estampas para iluminar la cubierta de Lectura crítica de la literatura española, una obra de veinticinco volúmenes que dirigí (y escribí en parte) allá por los felices y lejanos 80. Al cabo del tiempo no puedo entender sin un punto de ironía aquella elección de mi editor; quiero decir, como una señal de lo alocadamente ambicioso y hasta pretencioso que fue aquel empeño juvenil.
En el siglo xx son varias las obras que, sin tener nada que ver en principio con la obra de Brandt, se titulan La nave de los locos. Así, por caso, una de las partes, acaso la más vibrante, de las Memorias de un hombre de acción, de Pío Baroja; así también una magnífica colección de cuentos del colombiano Pedro Gómez Valderrama, y una novela de Joaquín Leguina, publicada no hace mucho. Hasta el cantante Loquillo tiene una canción con tan emblemático título.
De estructura y temática similares a la La nave de los locos es El exorcismo de los locos o, en traducción más afortunada, La conjura de los necios, sátira en verso publicada por el franciscano Thomas Murner en 1512. Su título corrió asimismo una fortuna parecida a aquel hasta dar nombre a una de las novelas más leídas del pasado fin de siglo: A Confederacy of Dunces, traducida a nuestro idioma como La conjura de los necios. Con ella el malogrado John Kennedy Toole obtuvo el Premio Pulitzer en 1980. La novela, una de las cumbres del humorismo contemporáneo, es una ácida e hilarante sátira de la mucha necedad que anida en este mundo ancho y ajeno.
De no haber muerto tan joven, Toole habría escrito, sin duda, una secuela femenina de su célebre best seller bajo el título de La conjura de las necias, donde ?como Bade en La nave de las locas? podría haber lanzado sus dardos contra un espécimen muy de nuestros días. Me refiero a la mujer pretenciosa y sabihonda, que desprecia cuanto ignora, presume de lecturas tirando solo de solapa, se permite opinar de todo aunque en realidad no sepa de nada, y se llama escritora, bien que difícilmente logre engarzar dos frases sintácticamente cabales y con sentido. Es, además, prepotente y, por más argumentos que se la den para alejarla del mal camino, no hace sino seguir el suyo, o sea, el que conduce al despeñadero de la irracionalidad y el sectarismo. Este tipo de hoy y de siempre está a medio camino entre la femme savante y la precieuse ridicule, ambos retratados con genio insuperado por Molière en dos de sus mejores comedias. Pudiera incluso sumarse a ellos el de la culta latiniparla de Quevedo, si no fuera porque esta apenas sabe chamullar dos palabras en latín.
En una saeta de hace ya tiempo destacaba, entre los grandes monumentos literarios de la cultura humanística, el Elogio de la locura (o de la necedad), de Erasmo de Róterdam. No mencioné entonces una obra que tuvo un gran ascendiente sobre el Elogio erasmiano: La nave de los locos, de Sebastian Brandt, conocida en España por la traducción al latín de Fadrique de Basilea (1494) y publicada bajo el título de Stultifera Navis. Se trata de un texto que abruma por su plúmbeo y cargante moralismo pero que, gracias a las magníficas ilustraciones de Alberto Durero y otros artistas de su taller, conoció una gran difusión por toda la Europa del Renacimiento; difusión a la que ayudó no poco El Bosco con varias pinturas sobre el tema (la mejor se encuentra en el Louvre).
En Francia, Josse Bade dio a las prensas, cuatro años después, una versión femenina ?que no feminista? del libro de Brandt con el título de La nave de las locas, brillantemente ilustrado también. Mi amigo, el editor Pío E. Serrano, eligió una de sus estampas para iluminar la cubierta de Lectura crítica de la literatura española, una obra de veinticinco volúmenes que dirigí (y escribí en parte) allá por los felices y lejanos 80. Al cabo del tiempo no puedo entender sin un punto de ironía aquella elección de mi editor; quiero decir, como una señal de lo alocadamente ambicioso y hasta pretencioso que fue aquel empeño juvenil.
En el siglo xx son varias las obras que, sin tener nada que ver en principio con la obra de Brandt, se titulan La nave de los locos. Así, por caso, una de las partes, acaso la más vibrante, de las Memorias de un hombre de acción, de Pío Baroja; así también una magnífica colección de cuentos del colombiano Pedro Gómez Valderrama, y una novela de Joaquín Leguina, publicada no hace mucho. Hasta el cantante Loquillo tiene una canción con tan emblemático título.
De estructura y temática similares a la La nave de los locos es El exorcismo de los locos o, en traducción más afortunada, La conjura de los necios, sátira en verso publicada por el franciscano Thomas Murner en 1512. Su título corrió asimismo una fortuna parecida a aquel hasta dar nombre a una de las novelas más leídas del pasado fin de siglo: A Confederacy of Dunces, traducida a nuestro idioma como La conjura de los necios. Con ella el malogrado John Kennedy Toole obtuvo el Premio Pulitzer en 1980. La novela, una de las cumbres del humorismo contemporáneo, es una ácida e hilarante sátira de la mucha necedad que anida en este mundo ancho y ajeno.
De no haber muerto tan joven, Toole habría escrito, sin duda, una secuela femenina de su célebre best seller bajo el título de La conjura de las necias, donde ?como Bade en La nave de las locas? podría haber lanzado sus dardos contra un espécimen muy de nuestros días. Me refiero a la mujer pretenciosa y sabihonda, que desprecia cuanto ignora, presume de lecturas tirando solo de solapa, se permite opinar de todo aunque en realidad no sepa de nada, y se llama escritora, bien que difícilmente logre engarzar dos frases sintácticamente cabales y con sentido. Es, además, prepotente y, por más argumentos que se la den para alejarla del mal camino, no hace sino seguir el suyo, o sea, el que conduce al despeñadero de la irracionalidad y el sectarismo. Este tipo de hoy y de siempre está a medio camino entre la femme savante y la precieuse ridicule, ambos retratados con genio insuperado por Molière en dos de sus mejores comedias. Pudiera incluso sumarse a ellos el de la culta latiniparla de Quevedo, si no fuera porque esta apenas sabe chamullar dos palabras en latín.