Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 29 de Julio de 2017

Augustos desayunos

 

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El dicho popular toma partido: desayunar como un rey, comer como un príncipe y cenar como un mendigo. Por si la revelación se queda corta, acude al quite la propia ciencia, pues son legión los nutricionistas que hablan del desayuno como la comida más importante del día. Y como no hay dos sin tres, en los modernismos foráneos, la primera ingesta de la jornada presume de ser la más copiosa, por aquello de afrontar con la andorga llena la dura tarea laboral de varias horas por delante a plena actividad física e intelectual. Ese tiempo que nunca es de uno.

 

Los españoles, siempre tan nuestros en esto del comer, hacemos del desayuno una especie de folletín por entregas. Es habitual el café apresurado al salir de casa, al estilo de una droga excitante, de un puro dopaje que aniquile legañas y somnolencias. Un  segundo capítulo es el cafelito de bar, con la escolta de la compañía cómplice de colegas de sección o negociado,  entregados sin reservas al coro de  críticas mordaces hacia la jefatura. Sobre la barra, la tentación de una variada gama de sólidos, que desfilan en perfecto orden, como esas tostadas untadas con los ingredientes más saludables, o también, los más insanos; los churros y porras, visiblemente arrugados  por sus largas horas fuera del hirviente aceite; el pincho de tortilla de patata, con sus diversos baremos de jugosidad y temperatura; o la bollería que, fina en su tarjeta de presentación, no pocas veces deja en las vísceras el reguero de una buena nómina de substancias industriales, íntimas amigas del colesterol. En la hora del mediodía, el desayuno evoluciona a la tierra de nadie que es el almuerzo o la ceremonia iniciática de una comida de primer y segundo plato con postre, café y copa, acabando ahí,  porque el puro de antaño es desde hace tiempo un proscrito de las sobremesas.

 

Nuestras rutinas gastronómicas se funden con esa monotonía vital de los días sin la tensión de la novedad, de la ruptura con la agenda. Las vacaciones, las de verano sobre todo, fracturan la cadena de esta vida en forma de rumbos, en origen y destino, al mismo sitio. En Astorga, el que suscribe, se aplica el cuento. Y desde ese primer contacto con el día, que es el desayuno, todo fluye de forma diferente.

 

No se rompen las preferencias culinarias propias de tan especial condumio. Están las tostadas y los churros y los bollos, pero se buscan, no se encuentran en una cadena de platos subsistiendo como pueden a la degradación del paso del tiempo y ser deglutidos sin emoción alguna. Uno ya tiene sus churros elegidos, que en esta ciudad son especialmente suculentos. Desde niño no se han borrado de la retina churrerías en las que se aguardaba turno oliendo a divina fritura y preparando el paladar para el contacto de la ambrosía con el chocolate o el café.

 

Astorga fue pródiga en estos artesanos  de la noche rozando con la amanecida. No todos llegan al recuerdo con lujo de detalles. En el Postigo reinaba la llamada Gordón - también fábrica de patatas fritas -, y única que los elaboraba alargados. De tiempos más recientes, dejó huella 'El Tronco', de Concesa, fritos en la tradicional forma de lazo. Crujientes y dorados. Antes recuerdo freidurías enfrente de Correos, junto a la Catedral, una más al lado del desaparecido hotel Cantábrico, se apunta la de la bajada a la estación, y me cuentan (no la conocí) de otro local en Rectivía. Y hoy mismo me deleito con los de Juanín, frente al antiguo ambulatorio, dignos de receta médica para la sanación de la primera hambre del día.

 

Panes como los de aquí merecen el indulto de la tostada. Dureza y pan no casan bien, pero esa rebanada absorbiendo mantequilla derretida o impregnada en el tomate y aceite de la dieta mediterránea no hacen más que anular caducidades y  proclamar larga vida al alimento más básico.

 

Bollería en estos lares es decir mantecada. Siguen teniendo su caché, aunque no la tersura de otros tiempos, de cuando mi abuela me mandaba a comprarlas a granel a La Mallorquina, en dosis de media docena, y uno se impregnaba las manos, a través del envoltorio de papel, de aquella grasa calórica que auguraba placer de dioses. 

  

Moraleja: a ciudad augusta, desayunos augustos.

                                                                                                                        

                  

          

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