Isabel Llanos
Sábado, 29 de Julio de 2017

Un caballero de los que ya no quedan

 

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Le conocí en una exposición de Dalí. Era una mañana cualquiera de un día entre semana, alrededor de la hora del vermut. Durante la visita pasaban un audiovisual, y siempre que hay, me apetece verlos desde el inicio. Hacía un rato que había comenzado, así que decidí hacer primero  el resto del recorrido y dejar el documental para el final.

 

Con los créditos, y antes de que empezase el siguiente pase, me metí en el pequeño receptáculo que contaba con dos únicos asientos. Ocupé uno mientras él se levantaba del otro. Había una muleta en el suelo, a su lado. “¿Le ayudo?” “No, gracias, prefiero hacerlo solo” Ya lo había valorado antes de preguntar, y aunque dudé, decidí que era mejor recibir una negativa que no echar una mano. Yo también soy un poco así, no me gusta nada depender de nadie. Este año, cuando rompí la muñeca, me tuve que tomar bastante medicina ‘antiego’ y no solo aceptar, sino tener que pedir ayuda en bastantes ocasiones, y creo que es el efecto secundario que más me toco digerir.

 

Se inició la consabida charla intrascendente sobre la exposición pero, entre una cosa y otra, me contó ciertas anécdotas íntimas del personaje en cuestión, al que conoció en una estancia en el hotel Ritz de Barcelona, cuando acudió con un amigo suyo, piloto de helicópteros, que se encargaba de sus vuelos privados hasta Cadaqués. 

 

La verdad es que el hombre, además de tener unos ojos azules increíbles y una sonrisa abierta y bien vivida, tenía una conversación excepcionalmente inteligente e interesante. Así que decidí prescindir del audiovisual ?que por cierto, ya había visto anteriormente por Internet ? y abandonamos la sala juntos, sin parar de hablar.

 

Me acoplé a su ritmo, buscando, si acaso, no ofenderlo más, si evidenciaba el uso de la muleta al bajar las escaleras. De todas formas, movía el cuerpo con bastante más lentitud que su palabra ágil y jovial. Ya en el pasillo de acceso, aun ralentizamos más el paso, retrasando la salida a un Paseo de Gracia febril, por el calor asfixiante y por el tránsito agitado de peatones y vehículos.

 

Nos paramos justo antes de cruzar el umbral. Nos miramos a los ojos. Me sonrió y me tendió la mano. Su dedo anular estaba manchado de sangre. “No te doy la mano porque no me he lavado”. Debió de notar una expresión bastante extraña en mi rostro ?siempre me dicen que soy demasiado expresiva. Y la verdad, tampoco hago nada para impedir que no se me transparente lo que pienso y siento?. Se cambió la muleta de mano y se levantó la pernera del pantalón. Largos chorros de sangre casi seca bajaban desde la rodilla y morían empapando el inicio de un calcetín de hilo, del mismo color celeste que sus ojos. “No pasa nada. Me caí”. “Pero ¿cómo no ha ido a que le asistan?” “No, ya lo hago en casa. Lo prefiero”. 

 

Me quedé con ganas de darle un beso. De darle un abrazo. Me tuve que conformar con darle las gracias por su tiempo y por su conversación. No pude remediarlo. “Ha sido un auténtico placer. Es Vd. un caballero de los de que ya no quedan. Me siento muy afortunada de haberle conocido. Gracias, gracias de verdad.” Y salimos juntos a la calle y nuestros destinos se separaron, lo más probable es que para siempre jamás. Cuando crucé la glorieta y pensé que ya no le incomodaría miré atrás, pero ya ni siquiera pude verle entre la multitud. 

 

Es de esas personas que guardaré en mi memoria para siempre. Y de las que me he enamorado en un instante. Por cierto, mi marino mercante, de fascinante vida llena de historias, se llama Josep y tiene 93 años.

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