En memoria de un ratón
![[Img #32894]](upload/img/periodico/img_32894.jpg)
Hace ya cuarenta años que ni sintetizo ni analizo ninguna molécula en el laboratorio, ni enseño a hacerlo a mis estudiantes.
A mí con la ciencia me pasó algo parecido a lo que le pasó a mi amigo Francisco, un joven fraile franciscano que abandonó su orden considerando que su vocación religiosa no era tan fuerte como para poder basar en ella toda su vida. Pero en veinte años que va que lo conozco, su vida no ha cambiado mucho: observa la pobreza, celibato y obediencia. Sus ocupaciones siguen siendo las mismas: servicio al prójimo con un amor y paciencia infinitos. Nos repartimos mesa y mantel en comunidad en Traperos de Emaus de Pamplona, pero nuestra estancia ahí obedecía a circunstancias diferentes. Francisco sirviendo al prójimo y yo de ‘homeless’. Nunca supe si Francisco seguía siendo creyente y practicante. Lo más desesperante para las mujeres que ejercían de ‘cooperantes’ era su celibato, porque era un vasco joven, bien plantado, con la estatura de héroe, guapo, amable, tranquilo, ecuánime, pero firme y decidido cuando las circunstancias lo requerían. En alguna ocasión me llevó a conocer a sus padres que vivían en un caserío, con blasón, en un pueblo pequeño a cincuenta kilómetros de Pamplona. Ahí, de paso, conocí a algunos tíos y tías suyos que, entre todos, sumaban dos sacerdotes y tres monjas.
Mi abandono de la ciencia sólo en parte coincidía con la razón por la cual Francisco abandonó la orden. No me faltaba la vocación, la cosa es que al cambiar de país, de idioma y de universidad, nunca conseguí poner de nuevo a mi disposición todos los conocimientos que estudié en ruso, lo que me produjo una situación estresante.
Parecía que me faltaban instrumentos para desempeñar mi trabajo a gusto y sin estrés. Aquí me pasó algo parecido a Francisco: que dejó la orden pero seguía siendo fraile. También yo dejé la materia pero no el método: sigo investigando.
Cada mes de octubre cuando empiezan a llover los premios Nobel para los investigadores, quienes los han merecido, me asomo por la ciencia para ver por dónde van las búsquedas. Porque como dijo Karl Popper: “La ciencia será siempre una búsqueda, jamás descubrimiento real. Es un viaje, nunca una llegada”.
Me quedé asombrada que las moléculas que yo manejé hace años no tienen nada que ver con estas que actualmente manejan mis colegas químicos. Son las mismas pero su papel y hasta su significado ha cambiado. Es algo parecido a lo que pasa en nuestra sociedad: somos los mismos pero en una situación diferente. Es que la ciencia, aún sin mí, ha avanzado una barbaridad. Es que los científicos corren más que los futbolistas aunque les pagan bastante menos.
Hace poco hablé con mi amigo Paco sobre posibles mecanismos de comunicación entre las plantas. Y ya tenemos algunas respuestas. La flora puede percibir el rumor del agua, el sonido de mordiscos de algunos insectos fitófagos y como defensa segregar unas toxinas. Al ser sésiles las plantas no pueden desplazarse para huir de un depredador y utilizan ‘volatilomos’ como mecanismos de advertencia y atracción, o como mecanismo de comunicación entre ellas e insectos.
Es posible que a lo largo de la evolución las plantas hayan seleccionado mecanismos de defensa y supervivencia que se activan tras la percepción de señales de peligro procedentes de depredadores localizados en lugares alejados. Estos mecanismos se traducen en un fortalecimiento de barreras de protección, un mayor crecimiento vegetal y desarrollo acelerado de flores y semillas.
Los paleontólogos que estudian los orígenes de nuestra especie, aunque han avanzado mucho en sus investigaciones todavía no saben quién fabricó los utensilios de un periodo llamado Paleolítico medio, situado entre treinta mil y cuarenta mil años antes, y si hacer utensilios provocó el desarrollo de nuestro cerebro o el cerebro ya era suficientemente desarrollado para poder producir estos utensilios. En una de las universidades un investigador ha hecho cascar las piedras a sus estudiantes observando al mismo tiempo los impulsos de sus cerebros producidos en esta actividad.
Yo también he hecho chocar dos piedras encontradas al lado de mi casa. Qué pasó con mi cerebro, esto ya lo notarán mis amigos, lo único seguro que se me ha producido es un ‘hombro congelado’ que no me deja mover el brazo.
Han avanzado mucho los conocimientos sobre alimentación, regulación de hambre y saciedad. La alimentación es una conducta básica de supervivencia, todos los organismos requieren la ingesta de nutrientes y agua, como elementos fundamentales de su metabolismo. Una red compleja de circuitos ‘neuro-hormonales’ se encarga de regular las sensaciones de hambre y de saciedad. La sensación de hambre se produce en el cerebro, no en el estómago. Lo controla el hipotálamo. La diversidad de receptores y neuronas presentes en esta región del cerebro puede aumentar o atenuar la sensación del hambre, según las señales que reciba. Las proteínas son los nutrientes que desencadenan la sensación de saciedad.
Hay que comer de manera saludable y poner atención en lo que se come y con quién se come, porque solemos guiarnos en nuestras costumbres alimenticias por los demás.
Y no podemos olvidar de alimentar nuestro cerebro. Por más nueces que comamos no nos convertiremos en Einstein. Pero resulta indiscutible que la alimentación condiciona nuestra capacidad intelectual. De ahí la importancia de qué comamos, cuándo y con qué frecuencia. La alimentación no sólo influye en la salud, se ha demostrado su efecto en el estado de bienestar y en el rendimiento de la actividad cerebral.
Hay que adaptar la alimentación al ritmo diario de nuestro cerebro y sus exigencias. Un nivel adecuado y estable de glucemia favorece sus funciones mentales. Pero tan importante como el constante suministro de azúcar al cerebro es la llegada a él de oxígeno.
Es necesario un constante aporte de aminoácidos, componentes básicos de proteínas, y de ácidos grasos omega 3, para un buen funcionamiento del cerebro. Se trata de un órgano que trabaja duramente veinticuatro horas al día. Para mantener permanentemente activos sus cien mil millones de neuronas requiere un constante consumo energético. A diferencia del músculo, el cerebro no dispone de una reserva de hidratos de carbono, por esta razón sus requerimientos de glucosa (120 g) deben venir suministrado, sin cesar, por el torrente circulatorio.
“Los humanos somos lo que comemos”, sentenció L. Feurbach, filósofo y antropólogo del S.XVIII. Pero ahora hay que ver qué hace nuestro cuerpo con lo comido. Con estos tópicos como de Feurbach pasa lo mismo que con las ‘recetas de la abuela’. No todas las abuelas eran buenas cocineras y muchas malas cocineras también eran abuelas. Las abuelas cocineras no siempre trataban bien las materias primas, y todavía más desde que descubrieron los ‘beneficios’ de la olla exprés. No preguntaban por qué en la olla todo se cuece más rápido que en un puchero de toda la vida. En la olla todo se cuece más rápido porque se cuece a temperaturas más altas, destruyendo de paso todas las enzimas imprescindibles para un correcto proceso digestivo, algunas vitaminas y algún que otro aminoácido esencial despistado por ahí.
El potaje de Semana Santa, o del Santo Toribio, como ahora lo llaman en Astorga, sale de la olla a la mesa muy sabroso, pero su valor nutritivo (pobres espinacas) ha mermado mucho. Es muy difícil preparar un cocido que no tenga sabor, porque sus mismos ingredientes lo impiden. Pero hace poco me quedé sorprendida por unos cocidos maragatos incomestibles en algunos restaurantes emblemáticos de Astorga. Y como en la ciencia las preguntas son tan importantes como las respuestas, pregunté por qué sucede. Fue un día cualquiera de la semana, no un fin de semana. En un comedor muy maragato sólo tres personas ‘semos europeos’, otro grupo de comensales no muy numerosos eran peregrinos coreanos que han descubierto un apóstol en un país lejano y vinieron a visitarlo, abiertos a todo tipo de experiencias incluidas las gastronómicas.
Probablemente los típicos ‘cocidos maragatos’ ya se adaptan a estos ‘gourmets’ de países muy lejanos por la distancia y por la tradición culinaria. Pronto veremos un letrero. ‘Cocido maragato vegano’, socorro.
Pero ya basta de estar en la cocina, salimos de ella a la ciencia pura y dura.
Menudo lío siguen teniendo los científicos para interpretar la mecánica cuántica que ya ha entrado de lleno en la cultura popular. Pero lo ha hecho con gran frecuencia acompañada de mensajes poco claros y hasta fuertes distorsiones. El otro día me la intentó explicar una vecina, pasando por encima de la función de onda. Y los científicos sugieren que a lo mejor habrá que desarrollar una nueva rama de las matemáticas para poder interpretarla.
Yo a pesar de las explicaciones de mi vecina sigo sin manejarla. Pero lejos de caerme en unos complejos busco corroboración entre algunos premios Nobel que han inventado y desarrollado la famosa teoría.
Empiezo por Albert Einstein: “La mecánica cuántica es muy impactante, sin embargo, una voz interna me dice que no es tan definitivo. La teoría da cuenta de mucho pero no hace nada para acercarnos a los secretos del Viejo. En todo caso, yo no estoy convencido que El no juega a dados”.
John Wheeler: “La teoría cuántica no me preocupa en absoluto. Es simplemente la manera en que funciona el mundo. Lo que me corroe (…) entender de dónde viene”.
Richard Feyman: “Creo que puedo decir con toda tranquilidad que nadie entiende la mecánica cuántica”.
Eugene Wigner: “No es posible formular las leyes fundamentales de mecánica cuántica de un modo completamente coherente sin hacer referencia a la conciencia”.
Así paseando sin complejos por la mecánica cuántica me encuentro con una noticia que me resulta muy gratificante. Estudiando la obra de Marguerite Duras, una de mis escritoras preferidas, me pareció que su escritura obedece a una estructura matemática. Como yo supe que M. Duras estudió matemáticas pensé que estaba influida en mi percepción por esta información, pero un estudio reciente encontró que la longitud de las frases de un libro siguen, a menudo, un patrón fractal. Serán esos fractales que yo he sentido leyendo la obra de esta escritora.
Para acabar, me gustaría hablar de estos seres vivos, a quien dedico este artículo. Quiero hablar de los animales de laboratorio. Son seres vivos necesarios e imprescindibles para la investigación. En la foto aparece un pequeño e indefenso ratón, ya probablemente transgénico. Tendrá ya un tumor implantado en su cerebro, que ha respirado el humo de tabaco cada hora de su corta vida, ha comido su peso en sacarina y nitrato de sodio, ha sobrevivido un shock insulínico y a un electroshock, se ha reproducido in vitro en el útero de alquiler, ha tomado la viagra, sus fetos han sido tratados con andrógenos y estrógenos, le han infectado con virus de SIDA y Ébola.
Es destino inimaginable e impropio de su especie que sufran los animales de laboratorio pero son necesarios e imprescindibles para que los humanos podamos curarnos de nuestras enfermedades, reproducirnos y seguir viviendo. No podemos hacer nada por ellos. Dedicamos entonces a ellos, de vez en cuando, un pensamiento.
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Hace ya cuarenta años que ni sintetizo ni analizo ninguna molécula en el laboratorio, ni enseño a hacerlo a mis estudiantes.
A mí con la ciencia me pasó algo parecido a lo que le pasó a mi amigo Francisco, un joven fraile franciscano que abandonó su orden considerando que su vocación religiosa no era tan fuerte como para poder basar en ella toda su vida. Pero en veinte años que va que lo conozco, su vida no ha cambiado mucho: observa la pobreza, celibato y obediencia. Sus ocupaciones siguen siendo las mismas: servicio al prójimo con un amor y paciencia infinitos. Nos repartimos mesa y mantel en comunidad en Traperos de Emaus de Pamplona, pero nuestra estancia ahí obedecía a circunstancias diferentes. Francisco sirviendo al prójimo y yo de ‘homeless’. Nunca supe si Francisco seguía siendo creyente y practicante. Lo más desesperante para las mujeres que ejercían de ‘cooperantes’ era su celibato, porque era un vasco joven, bien plantado, con la estatura de héroe, guapo, amable, tranquilo, ecuánime, pero firme y decidido cuando las circunstancias lo requerían. En alguna ocasión me llevó a conocer a sus padres que vivían en un caserío, con blasón, en un pueblo pequeño a cincuenta kilómetros de Pamplona. Ahí, de paso, conocí a algunos tíos y tías suyos que, entre todos, sumaban dos sacerdotes y tres monjas.
Mi abandono de la ciencia sólo en parte coincidía con la razón por la cual Francisco abandonó la orden. No me faltaba la vocación, la cosa es que al cambiar de país, de idioma y de universidad, nunca conseguí poner de nuevo a mi disposición todos los conocimientos que estudié en ruso, lo que me produjo una situación estresante.
Parecía que me faltaban instrumentos para desempeñar mi trabajo a gusto y sin estrés. Aquí me pasó algo parecido a Francisco: que dejó la orden pero seguía siendo fraile. También yo dejé la materia pero no el método: sigo investigando.
Cada mes de octubre cuando empiezan a llover los premios Nobel para los investigadores, quienes los han merecido, me asomo por la ciencia para ver por dónde van las búsquedas. Porque como dijo Karl Popper: “La ciencia será siempre una búsqueda, jamás descubrimiento real. Es un viaje, nunca una llegada”.
Me quedé asombrada que las moléculas que yo manejé hace años no tienen nada que ver con estas que actualmente manejan mis colegas químicos. Son las mismas pero su papel y hasta su significado ha cambiado. Es algo parecido a lo que pasa en nuestra sociedad: somos los mismos pero en una situación diferente. Es que la ciencia, aún sin mí, ha avanzado una barbaridad. Es que los científicos corren más que los futbolistas aunque les pagan bastante menos.
Hace poco hablé con mi amigo Paco sobre posibles mecanismos de comunicación entre las plantas. Y ya tenemos algunas respuestas. La flora puede percibir el rumor del agua, el sonido de mordiscos de algunos insectos fitófagos y como defensa segregar unas toxinas. Al ser sésiles las plantas no pueden desplazarse para huir de un depredador y utilizan ‘volatilomos’ como mecanismos de advertencia y atracción, o como mecanismo de comunicación entre ellas e insectos.
Es posible que a lo largo de la evolución las plantas hayan seleccionado mecanismos de defensa y supervivencia que se activan tras la percepción de señales de peligro procedentes de depredadores localizados en lugares alejados. Estos mecanismos se traducen en un fortalecimiento de barreras de protección, un mayor crecimiento vegetal y desarrollo acelerado de flores y semillas.
Los paleontólogos que estudian los orígenes de nuestra especie, aunque han avanzado mucho en sus investigaciones todavía no saben quién fabricó los utensilios de un periodo llamado Paleolítico medio, situado entre treinta mil y cuarenta mil años antes, y si hacer utensilios provocó el desarrollo de nuestro cerebro o el cerebro ya era suficientemente desarrollado para poder producir estos utensilios. En una de las universidades un investigador ha hecho cascar las piedras a sus estudiantes observando al mismo tiempo los impulsos de sus cerebros producidos en esta actividad.
Yo también he hecho chocar dos piedras encontradas al lado de mi casa. Qué pasó con mi cerebro, esto ya lo notarán mis amigos, lo único seguro que se me ha producido es un ‘hombro congelado’ que no me deja mover el brazo.
Han avanzado mucho los conocimientos sobre alimentación, regulación de hambre y saciedad. La alimentación es una conducta básica de supervivencia, todos los organismos requieren la ingesta de nutrientes y agua, como elementos fundamentales de su metabolismo. Una red compleja de circuitos ‘neuro-hormonales’ se encarga de regular las sensaciones de hambre y de saciedad. La sensación de hambre se produce en el cerebro, no en el estómago. Lo controla el hipotálamo. La diversidad de receptores y neuronas presentes en esta región del cerebro puede aumentar o atenuar la sensación del hambre, según las señales que reciba. Las proteínas son los nutrientes que desencadenan la sensación de saciedad.
Hay que comer de manera saludable y poner atención en lo que se come y con quién se come, porque solemos guiarnos en nuestras costumbres alimenticias por los demás.
Y no podemos olvidar de alimentar nuestro cerebro. Por más nueces que comamos no nos convertiremos en Einstein. Pero resulta indiscutible que la alimentación condiciona nuestra capacidad intelectual. De ahí la importancia de qué comamos, cuándo y con qué frecuencia. La alimentación no sólo influye en la salud, se ha demostrado su efecto en el estado de bienestar y en el rendimiento de la actividad cerebral.
Hay que adaptar la alimentación al ritmo diario de nuestro cerebro y sus exigencias. Un nivel adecuado y estable de glucemia favorece sus funciones mentales. Pero tan importante como el constante suministro de azúcar al cerebro es la llegada a él de oxígeno.
Es necesario un constante aporte de aminoácidos, componentes básicos de proteínas, y de ácidos grasos omega 3, para un buen funcionamiento del cerebro. Se trata de un órgano que trabaja duramente veinticuatro horas al día. Para mantener permanentemente activos sus cien mil millones de neuronas requiere un constante consumo energético. A diferencia del músculo, el cerebro no dispone de una reserva de hidratos de carbono, por esta razón sus requerimientos de glucosa (120 g) deben venir suministrado, sin cesar, por el torrente circulatorio.
“Los humanos somos lo que comemos”, sentenció L. Feurbach, filósofo y antropólogo del S.XVIII. Pero ahora hay que ver qué hace nuestro cuerpo con lo comido. Con estos tópicos como de Feurbach pasa lo mismo que con las ‘recetas de la abuela’. No todas las abuelas eran buenas cocineras y muchas malas cocineras también eran abuelas. Las abuelas cocineras no siempre trataban bien las materias primas, y todavía más desde que descubrieron los ‘beneficios’ de la olla exprés. No preguntaban por qué en la olla todo se cuece más rápido que en un puchero de toda la vida. En la olla todo se cuece más rápido porque se cuece a temperaturas más altas, destruyendo de paso todas las enzimas imprescindibles para un correcto proceso digestivo, algunas vitaminas y algún que otro aminoácido esencial despistado por ahí.
El potaje de Semana Santa, o del Santo Toribio, como ahora lo llaman en Astorga, sale de la olla a la mesa muy sabroso, pero su valor nutritivo (pobres espinacas) ha mermado mucho. Es muy difícil preparar un cocido que no tenga sabor, porque sus mismos ingredientes lo impiden. Pero hace poco me quedé sorprendida por unos cocidos maragatos incomestibles en algunos restaurantes emblemáticos de Astorga. Y como en la ciencia las preguntas son tan importantes como las respuestas, pregunté por qué sucede. Fue un día cualquiera de la semana, no un fin de semana. En un comedor muy maragato sólo tres personas ‘semos europeos’, otro grupo de comensales no muy numerosos eran peregrinos coreanos que han descubierto un apóstol en un país lejano y vinieron a visitarlo, abiertos a todo tipo de experiencias incluidas las gastronómicas.
Probablemente los típicos ‘cocidos maragatos’ ya se adaptan a estos ‘gourmets’ de países muy lejanos por la distancia y por la tradición culinaria. Pronto veremos un letrero. ‘Cocido maragato vegano’, socorro.
Pero ya basta de estar en la cocina, salimos de ella a la ciencia pura y dura.
Menudo lío siguen teniendo los científicos para interpretar la mecánica cuántica que ya ha entrado de lleno en la cultura popular. Pero lo ha hecho con gran frecuencia acompañada de mensajes poco claros y hasta fuertes distorsiones. El otro día me la intentó explicar una vecina, pasando por encima de la función de onda. Y los científicos sugieren que a lo mejor habrá que desarrollar una nueva rama de las matemáticas para poder interpretarla.
Yo a pesar de las explicaciones de mi vecina sigo sin manejarla. Pero lejos de caerme en unos complejos busco corroboración entre algunos premios Nobel que han inventado y desarrollado la famosa teoría.
Empiezo por Albert Einstein: “La mecánica cuántica es muy impactante, sin embargo, una voz interna me dice que no es tan definitivo. La teoría da cuenta de mucho pero no hace nada para acercarnos a los secretos del Viejo. En todo caso, yo no estoy convencido que El no juega a dados”.
John Wheeler: “La teoría cuántica no me preocupa en absoluto. Es simplemente la manera en que funciona el mundo. Lo que me corroe (…) entender de dónde viene”.
Richard Feyman: “Creo que puedo decir con toda tranquilidad que nadie entiende la mecánica cuántica”.
Eugene Wigner: “No es posible formular las leyes fundamentales de mecánica cuántica de un modo completamente coherente sin hacer referencia a la conciencia”.
Así paseando sin complejos por la mecánica cuántica me encuentro con una noticia que me resulta muy gratificante. Estudiando la obra de Marguerite Duras, una de mis escritoras preferidas, me pareció que su escritura obedece a una estructura matemática. Como yo supe que M. Duras estudió matemáticas pensé que estaba influida en mi percepción por esta información, pero un estudio reciente encontró que la longitud de las frases de un libro siguen, a menudo, un patrón fractal. Serán esos fractales que yo he sentido leyendo la obra de esta escritora.
Para acabar, me gustaría hablar de estos seres vivos, a quien dedico este artículo. Quiero hablar de los animales de laboratorio. Son seres vivos necesarios e imprescindibles para la investigación. En la foto aparece un pequeño e indefenso ratón, ya probablemente transgénico. Tendrá ya un tumor implantado en su cerebro, que ha respirado el humo de tabaco cada hora de su corta vida, ha comido su peso en sacarina y nitrato de sodio, ha sobrevivido un shock insulínico y a un electroshock, se ha reproducido in vitro en el útero de alquiler, ha tomado la viagra, sus fetos han sido tratados con andrógenos y estrógenos, le han infectado con virus de SIDA y Ébola.
Es destino inimaginable e impropio de su especie que sufran los animales de laboratorio pero son necesarios e imprescindibles para que los humanos podamos curarnos de nuestras enfermedades, reproducirnos y seguir viviendo. No podemos hacer nada por ellos. Dedicamos entonces a ellos, de vez en cuando, un pensamiento.






