Isabel Llanos
Miércoles, 06 de Diciembre de 2017

Luces

 

 

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Debo tener cierta obsesión con las luces. No lo había pensado, pero ahora que se ha cambiado la hora y que anochece tan temprano tengo la sensación de que es como volver a casa. Quiero decir que el tipo de luces, artificiales, quizás junto con el frío o la combinación entre la actividad que aún corresponde al momento del día de inicio de la tarde y la falta de luz me lleva a mi infancia. A momentos de tardes a la salida del colegio, de ir a comprar cuadernos y lápices a aquella inmensa papelería de Nistal, donde la gran decisión era elegir entre una  goma de borrar de Nata o de cera, porque en aquellos tiempos una goma de borrar era un acontecimiento realmente importante. Era algo así como tu seña de identidad en el colegio. Y yo era cuidadosa con ellas. Realmente siempre lo he sido con mis cosas, con mis juguetes, con mis libros… A las gomas de borrar ni les quitaba el celofán de colores, se lo iba retirando poco a poco para evitar que se mancharan, incluso llegaba a lavarlas si se iban oscureciendo por el uso. Tener de regalo de Navidad un estuche ¡de tres pisos! era un sueño. Quizás es que las cosas antes tenían otro valor, por la escasez, por las limitaciones económicas o… porque realmente se les daba el valor que tenían. Para comprar una goma de borrar mamá o papá se pasaban un tiempo sin nosotros, fuera de casa. Y el dinero destinado a una goma de borrar no iba para otras cosas, para unas lentejas, por ejemplo. Hace poco, en una red social una persona compartía una foto de su colección de gomas de borrar, recién encontrada en un trasteo de enseres en casa de su madre. Gomas de toda clase de marcas, algunas hoy extintas, con desgastados aleatorios. ¡Hay tantas historias en una goma! O en un objeto. Sin más. Y no soy en absoluto mitómana o materialista. Recuerdo en un trabajo de introspección para una performance “¿qué tres objetos salvarías únicamente de tu casa?”. Me di cuenta de que, sinceramente, no salvaría nada. Podría vivir sin cualquiera de ellos. Y sin embargo, cada vez que me voy de viaje me llevo una maleta enorme atestada y pesadísima. Pero, de verdad, lo único que me importa está en mi cabeza, en mis recuerdos.

 

Estos días en los que el frío hace que pase más tiempo en casa, y me da por ordenar, limpiar, tirar,… al colocar algunas de las cosas me tomo mi tiempo y, con ellas en la mano, recuerdo cómo llegaron a mí. Ayer, en el armario, por ejemplo. Una toquilla de lana blanca que tejió mi abuela. De la misma lana y punto que la mantita que me hizo para el cochecito de paseo cuando era bebé. Pienso en que cuando la estaba haciendo no llegaría a imaginar, ni por un momento, que acabaría en manos de su nieta en un pequeño piso del Eixample de Barcelona. Las toallas que me compró mi madrina a lo largo de los años “para el ajuar”. Ella, que no se casó, que puso su esperanza en que yo viviese los sueños que ella no vivió y que imaginábamos mientras veíamos películas de Rita Hayworth en un viejo televisor en blanco y negro mientras todos estaban acostados ya en la casa, tendría yo unos seis o siete años. Esta semana tenía una sesión de fotos que me pidió una fotógrafa a la que admiro. Muy glam las fotos, muy diva. Cuando las vi, inevitablemente, pensé en enseñárselas, sólo que ya no está. Así que, de nuevo, me percato que lo único que me llevaría, lo único que salvaría serían mis recuerdos, mis memorias.

 

Vamos para fechas menos fáciles, aunque yo me siento afortunada por quién aún tengo, por los niños que, en mi familia, me obligan a mirar con ilusión y fe los zapatos a la puerta de la casa el día de Navidad, que imponen a mi madre las ganas de decorar la casa, con ese ramo leonés a la entrada (ese para mí, lo sé). Hace tiempo que decidí que del vaso por la mitad prefería ver el vaso medio lleno, y la mayoría del tiempo lo consigo. Es igual que a la hora de tomar decisiones. Soy taxativamente dicotómica. Simplemente me pregunto: ¿querría morir habiendo hecho esto o habiéndolo dejado por hacer? Y me resulta muy fácil entonces.

 

Hace pocos días, corrigiendo unos trabajos, había uno que hablaba de los grados y tipos de reacciones ante la inminencia de la propia muerte. Nada nuevo, salvo confirmar que había una mayor aceptación entre aquellos que habían ‘dejado hecho’ todo cuanto habían querido. A mí siempre me fascino aquel título de ‘Confieso que he vivido’ de Neruda. Y quiero morirme así. De hecho, el tener que parar forzosamente el ritmo últimamente me está haciendo más feliz.

 

Creo que hacía muchos años que no tenía, que no me daba más bien, tiempo para hacer cosas por el mero placer de disfrutarlas. Y ahora me siento como si la vida estuviera llena de sabores deliciosos. Disfruto tanto, por ejemplo, con las conversaciones cotidianas con las personas que me cruzo cada día. El mejor regalo de la vida es saber que no estamos solos, sólo hay que saber mirar y escuchar. Quizás es que yo soy muy afortunada, y que la vida ha sido muy generosa conmigo permitiéndome encontrar tantas buenas personas en mi camino, o que en el fondo soy una naíf y sigo viviendo en esos ‘mundos de Yupi’ como me decían las amigas. Quizás. Pero desde algunas perspectivas psicológicas, si la realidad se configura conforme a nuestra propia percepción, entonces yo elijo ésta, que me está funcionando de fábula, oye. Lo demás, será culpa de las luces.

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