Joaquín Serrano Serrano
Viernes, 21 de Junio de 2013

Andrés Martínez Oria. Flores de Malva

Crítica publicada en la Revista Astórica número 31 del Centro de Estudios Astorganos Marcelo Macías


Andrés Martínez Oria. Flores de Malva, Astorga, Centro de Estudios Astorganos 'Marcelo Macías', 2011


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El escritor y profesor afincado en Astorga, Andrés Martínez Oria, nos vuelve a deleitar con sus hermosas prosas. Y digo ‘vuelve’ porque lo suyo es la fecundidad. O tenía el cajón muy lleno cuando empezó a mostrarlo, o su fertilidad es asombrosa, y más prodigiosa aún dentro de la calidad, de la orfebrería de su escritura.


Había tenido, antes, premios literarios en relatos, había escrito diversos tipos de artículos de crítica, de viajes…, pero su primera obra larga es de 2007, ‘Más allá del olvido’, seguida inmediatamente por ‘ El raro extravío del viajante Eterio en el pinar de Xaudella’ (2008) y por los tres relatos de ‘Silencio púrpura’, del mismo año y coronados por las 519 páginas sobre los Panero en su ‘Jardín perdido’, de 2009. Era para acabar exhausto, pero el sudor producido por la inmersión  en esa familia astorgana y en todo el siglo XX lo ha enjugado en un libro totalmente diferente. Como aquel Neruda que vuelve a sus ‘Odas elementales’ tras su ‘canto general’, nuestro Martínez Oria vuelve a lo sencillo y cercano tras la zambullida en la historia, literatura, cultura y vidas de los Panero.


‘Flores de malva’ es un libro de viajes que “se acabó de imprimir en Astorga el día 10 de agosto de 2011”, y si quieren ustedes hacerse una idea, por empezar por algún lado, piensen en aquel viaje a la Alcarria que hizo y al que le puso prosa el gallego Cela, o piensen en aquella excursión a ‘El río del olvido’, contada minuciosamente por la pluma del leonés Julio Llamazares. Así también, Andrés Martínez Oria sale un “diez de junio jueves de Corpus Christi” (p.25), a “la del alba, es decir, a primera hora, antes de asomar el sol” (p.9), “ligero y a buen paso (…) Apenas lleva en la mochila otra cosa que lo necesario, un plano, un libro, unas manzanas y un poco más” (p.11).


Sale de Astorga, “ciudad de esas con obispo pero sin gobernador civil, estampa de lealtades, nostalgia de siglos y laureles, arrieros y hortelanos, canónigos y frailes, chovas y piedras viejas” (p. 10). Va  hacia el sur, hacia la Sequeda, y recorrerá o se detendrá en Celada, Cuevas, Matanza, Valderrey, Villa Odila, Bustos, Tejados, Tejadinos, Penilla; Curillas, y Monfrontino, localidades tan pequeñas y tan cercanas no solo en lo geográfico. Transcurrido el día zapateando dichos pueblos, vuelve a casa “en la noche incipiente” (p. 202) y “no deja se pensar en la gente (…) tan escasa y discreta que va por la vida sin meter un ruido” (p.202).


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Nos toca ya resaltar algunos aspectos de esas doscientas páginas. Diríamos que es habitual en estos libros de viajes  encontrar descripciones y alusiones a flora y fauna; lo que no sé si es normal es el exhaustivo conocimiento de tantas plantas y animales que muestra el caminante. Diríamos que es normal en estos libros reproducir los diálogos con las gentes con las que se encuentra; lo que no sé si es normal es mostrar tanta cercanía, tanta empatía, tanto respeto a esas gentes, y el lograr reproducirlo en tan breves frases y expresiones de sus mujeres y hombres.


Hay un ingrediente de una especial profundidad al viaje y son las referencias culturales, históricas, las vidas del pasado, la ventana abierta a los antepasados, que también tuvieron sus problemas, sus pleitos, sus vidas. Al final del libro, en plan reconocimiento, alude el escritor a los autores de aquellos documentos utilizados, don Augusto Quintana, José Jiménez Lozano, Luis Alonso Luengo,  Leopoldo Panero, varios diccionarios. Lo acertado de Martínez Oria no es que introduzca en el relato cada referencia en su momento, eso es y debe ser lo normal; lo más atinado es la forma de huir de la jactancia en tales referencias; un leve toque de humor, una cauta ironía que nos permite acercarnos a esos datos sin los espinos de la vanidad, sin el rechazo contra la ostentación.


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En este sentido quiero resaltar algo más: la cercanía sentimental a lugares y personas, el punto de vista del caminante. Hay escritores a los que imaginamos en un cómodo pedestal viendo pasar ‘por allá abajo’ los personajillos con los que se encuentran o los títeres de los que hablan, y que, de esta manera, resultan minimizados, o acaso ridiculizados. Hay otros escritores que miran desde muy abajo y maximizan al personaje, lo idealizan, para ellos, todos son héroes de grandes hazañas, y por ello muy inaccesibles. El punto de mira del caminante Andrés Martínez Oria se sitúa a la altura de los ojos, cada persona con la que contacta, cada mujer y hombre que tropieza en su caminar es un ser al que considera de igual a igual, al que respeta sin entrar en intimidades, pero al que mira y trata de entender y de ponerse en su lugar. Se puede ver, por citar ejemplos, cuando habla de Rosalina (en Tejadinos), de Pedro y su novia (en Matanza)…


Y ya que estamos en detalles concretos, vamos a subrayar algunos otros: en el capítulo dedicado a ‘Penilla’ se alude a Rogelio, el protagonista de su primera novela,  ‘Más allá del olvido’; en el pueblo de ‘ Tejadinos’ se logra un hermoso capítulo, desde el inicio, con descripción minuciosa y cincelada, muy del estilo de la pluma de Martínez Oria, párrafo muy elaborado, el léxico bien elegido, frase perfecta, avance de la información, la misma pintura del personaje de Rosalina; los detalles curiosos en cada localidad, sean datos históricos, sea lo de los cementerios civiles, sea lo del toro del capítulo 2, el gallo de Valderrey, el lagarto de Curillas, la garduña del final…; y, lógicamente, no se puede pasar por alto el nuevo acceso a los Panero, al llegar a Villa Odila, dejando vivo el recuerdo de las últimas horas de Leopoldo.


De manera que, ya para terminar, Martínez Oria, con este nuevo libro nos ha mostrado que no solo sabe reconstruir episodios tristes y excepcionales como en ‘Más allá del olvido’; no solo sabe contar ‘El raro extravío del viajante Eterio en el pinar de Xaudella’; no solo es capaz de entrar en la tragedia del 11 M, o en las vicisitudes espirituales de un sacerdote enamorado, o de darnos una visión cercana a un estudiante en París (en los tres relatos de ‘Silencio Púrpura);  y no solo es capaz de dar vida a toda una familia famosa durante un siglo, en ‘Jardín Perdido’, sino que se ha pegado a la tierra, a lo cercano, a la flora y fauna, a las gentes sencillas de las tierras áridas, y con su cuidadísimo –pero no barroco- estilo nos ha ofrecido verdaderas flores en sus ‘Flores de malva’. Es un ejemplo de cómo se puede hacer literatura de la grande con materia pequeña; ese es el secreto del creador, lograr ricas perlas donde otros solo ven banalidades; un nuevo noventayochismo, una manera nueva de observar, ver, valorar lo pequeño, cotidiano y cercano.


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