Ángel Alonso Carracedo
Viernes, 16 de Marzo de 2018

A ella

           

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“Todo el que haya amado sabe las acepciones resplandecientes que contienen las tres letras de esta palabra: ella”. Así narraba tan sucintamente Víctor Hugo, en 'Los Miserables', los arrebatos del enamorado. Y decía bien, tres letras, porque en el abecedario antiguo, la doble ele era reconocida con identidad propia como elle. Lo recordarán mis coetáneos.  


Ella es un pronombre personal injustamente proscrito en nuestro idioma, pues cede tributo de pleitesía gramatical al equivalente masculino él. Es una conjugación en tercera persona que reivindica el femenino con la rotundidad del derecho propio, sin necesidad de los manejos torticeros del oportunismo político y el 'lobbismo' mediático.  
La palabra ella asume lo abstracto y lo concreto. Es alegría y es añoranza. Recrea presencias  y dulcifica ausencias. Es estado de permanente pensamiento e inspiración. Aúna sueños de pasado, presente y futuro, en gloriosa victoria frente al tiempo.


Atesora en tanta cortedad admiraciones escondidas y visibles, pues jamás se podrá asociar al despectivo 'esa'. Ni puede confrontarse en el mismo campo a ese él que, tantas veces, deja escapar muecas de menosprecio. Ella solo concede terreno a la sorpresa bondadosa y a la euforia. Y en su simbiosis con el equivalente masculino, explota en maravillosas complementariedades personales que enaltecen el ser humano.


El español, dicho ha quedado, la ignora en la relación gramatical de pronombres personales, pero el inglés la da categoría propia con el término she, pronunciado golpeando lengua contra paladar, como quien degusta un exquisito manjar, y dejando escapar un silbido de admiración ante sus múltiples manifestaciones de belleza, como un piropo musical. En francés es elle, para nosotros, sonora y deliberadamente ambiguo, pero es que el 'charmé', literariamente,  esconde todo el encanto del juego seductor entre él y ella, donde los equívocos y las certezas se mimetizan en la poética escenificación de conquistas y rendiciones amorosas. Y en italiano, del que dicen es el idioma para enamorar, se identifica con lei, que, así de buenas a primeras, nos llega al oido como palabra ilustre, sensualmente imaginada en mujeres como la Loren, o la Magnani, o la Lisi, o la Bellucci, o en los ámbitos de las costumbres, con la sagrada acepción en el país transalpino de la 'mamma'.


En las parcelas del amor, ella es reina indiscutible. Se configura y mimetiza en sus múltiples categorías. Atiza el fuego de las pasiones carnales. Reposa en la admiración filial y el altruismo maternal. Escribe poesía en el asombro platónico  Se atavía de múltiples guiños en las escuetas relaciones de simples manos entrelazadas y de miradas cansadas, pero cómplices, en  la madurez y en la vejez. Siembra de admiración la inteligencia preclara de la intuición femenina. Admira el valor de la hembra luchadora, aguerrida e invicta.


Todos los hombres nos hemos enamorado de alguna mujer que no ha necesitado nombre propio, sino esa simple referencia a ella. Es el orgullo de una maravillosa posesión. Sí, posesión, porque ese él y ese ella, en comunión, forman un nosotros que se funde en lo nuestro. 

 
Cuántas veces hemos proclamado exultantes y ufanos frases que han brotado desde lo más hondo, como ella apareció en mi vida y la dio un nuevo sentido; sin ella habría sido un don nadie; la vida carece de razones sin ella; ella es el motor, el pulmón, el alma y corazón de la familia; llegaron los tiempos duros, pero la voluntad inquebrantable de ella nos mantuvo unidos y animosos. Siempre hay un ella que no necesita de mitología alguna, que es valor absoluto en sí mismo.  Siempre hay un ella que nos hace comprender y vivir el amor. Ella, guarda dentro de sí todos los nombres de mujer y las variantes vitales de esposa, hija, madre, abuela, hermana, amiga…  Por eso, que es tanto, ella es la palabra más hermosa y completa, pese a su simplicidad, que se pueda encontrar en los diccionarios de cualquier lengua, idioma o dialecto.


Si empecé con una cita literaria, habrá que terminar con otra, que vuelve a rondar la magnificencia de la palabra homenajeada. Es original de Mark Twain y pone broche final a su opúsculo 'Los Diarios de Adán y Eva'. Quédensela. Brota en el imaginario del autor en la tumba de nuestra primera madre, como un epitafio de su bíblica pareja: “Dónde quiera que ella estuviese, allí estaba el Edén”.  Desde siempre, y por siempre,  ella.     
       
                                                                                                                  

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