María José Cordero
Viernes, 15 de Junio de 2018

Café, café

 

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Era un remanso de paz, sólo el viento parecía perturbar, de tarde en tarde, el pequeño espacio, el refugio inalienable que, escogido a voluntad, hacía perpetuar un estado de gracia propio del que hubiera alcanzado la felicidad como si sostuviera el sutil peso de una pluma.

 

Había alcanzado la sabiduría del sentir de las cosas cotidianas, de los minutos intensos compartidos en el ámbito de la amistad, esos que no caducan si no que crecen al arrullo de la nostalgia y bajo el amparo de la alegría.

 

Tiempo atrás, leyendo a Bertrand Russell y su proclama sobre la felicidad, descubrió lo sencillo y, a su vez,  necesario para la supervivencia. Algo a lo que no le daba importancia porque era inherente a su ser, a su manera de estar en este mundo. El motivo, el anhelo: la pasión.

 

Difícil traducir a palabras lo que uno siente cuando el corazón se ensancha, cuando vives tan intensamente una locura continua que no abarcas. Él se sentaba frente al lienzo y dibujaba con su mano, su pincel y su imaginación. Todo su mundo, e incluso el orbe, se paralizaban. Las horas no sucedían y, por lo tanto, no existía el reloj, ni el tiempo, ni siquiera la ‘nada’ cartesiana. Era un fluir interminable, una desazón esperanzadora que le proyectaba hacia el futuro, ese lugar inexistente, incierto, al que vestía de esperanza.

 

A su lado, todo era verdad, no había incertidumbre. Nos contagiaba su energía, pues emanaba de él de forma desbordante, profusa.

 

No sabría explicar el gusto de su sola presencia. No sabría decir, después del tiempo transcurrido, qué era exactamente lo que te fascinaba de aquél hombre íntegro, cabal, intenso como el café, que bebía siempre sin azúcar porque, al contrario que Cunqueiro, opinaba que lo dulce lo despojaba de su  profundidad, de su hechura, le escamoteaba el punto de auxilio cuando, en las reuniones, tenía que salir en defensa de su colmado brebaje.


 
Su desbordante sentido del humor derrochaba ternura, era una especie de joya de la corona, un diamante finamente pulido con multitud de aristas que nos alejaba de la intemperie del tedio, de la orfandad de lo inútil y nos acercaba insistentemente al lado azul de la amistad: Café para ti, amigo.

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