A propósito de una tarde
![[Img #37992]](upload/img/periodico/img_37992.jpg)
“Ella –la que me amaba– cerró los ojos. Tarde. Tarde de campo, azul. Tarde de alas y vuelos” (Pablo Neruda)
Habíamos venido para acompañar. Desde la calle, casi directamente, pasamos al pequeño patio. Él estaba ligeramente apoyado sobre el muro encalado de blanco, vestido y listo ya para la misa. Me acerqué y le di la mano. Lo siento, le dije con un hilo de voz, quizá demasiado delgado. Seguidamente, le palmeé con cierta indecisión el brazo, cerca del hombro, queriendo posiblemente infundirle fuerzas, ayudarle mínimamente, y me quedé a su lado, callado, con la mirada en el suelo, sin saber qué hacer. Al poco, levanté la mirada y, más por mí que por él, se me ocurrió exclamar: ¡vaya vista! Entonces, sin tan siquiera girarse, como desengañado de todo, como si ya nada le importara, me señaló la portezuela metálica y me dijo: pasa por ahí y vete hasta la punta de allá. Y yo le obedecí, llegué hasta la punta, donde los muros convergen, justo al borde mismo del barranco.
Acodado en el muro, con la ropa del tendedero rozándome levemente la cabeza, a veces el cuello, me quedé mirando la ría. El agua estaba quieta, serena, apenas se ondulaba; parecía una lámina de metal, de acero bruñido. Las barcas, todas distintas, en tamaño y en forma, no se mecían, o al menos yo no las veía mecerse, y estaban vacías, sin nadie en ellas, como olvidadas. Enfrente, tenía el astillero, donde me dijeron que se construían barcos modernísimos, de última generación. Y a la izquierda, solo un poco a la izquierda, se extendía el puente que sorteaba a la ría. Por el puente, se veían pasar, pequeños, diminutos, igual que si fueran juguetes, los coches y los camiones. Entre los pilares, lejos, muy lejos, había un barco, la mitad en el mar, la mitad en el cielo.
Mientras miraba, noté que el cansancio del viaje iba remitiendo. La sangre, loca hasta hace nada, había parado de golpearme en las sienes y en la punta de los dedos. La mente se me vaciaba de toda desazón y dejaba de bullir, se quedaba en calma, serena. Todo en mí se estaba aquietando. Entonces, me volví ingrávido y me vi allá abajo, en una de aquellas barcas –la de los remos azules– navegando por la ría, pasando bajo el puente, por entre los pilares, y llegando al barco lejano, en pleno mar, sintiendo en la cara el viento, totalmente libre.
Pero, de pronto, escuché una voz que me llamaba, y todo se desvaneció, como el vaho. Había llegado la hora de ir a misa. Así que me reincorporé y regresé al patio. Ya había mucha gente. En medio, atendiendo a unos y a otros, sonriendo, estaba su hija. Sonreía, y sin embargo, en sus ojos, acuosos, cristalinos, un poco hundidos, descubrí el dolor, un dolor grande, intenso, profundo. El verdadero dolor. Ese dolor que desborda la palabra ‘dolor’, todas las palabras. Que es inefable. Y me imaginé que, a pesar de que hablaba, no paraba de hablar, y de que sonreía, debía sentirse flotando, entre el revuelo de sus palabras y las palabras de los otros que le hablaban, en el aire denso, pastoso de la tarde, desconectada de la realidad, sola, así como a veces nos sentimos en los sueños.
Ascendimos trabajosamente por la calle en cuesta y empedrada hasta la iglesia. Cuando llegamos, todo el mundo estaba esperando. Nosotros también esperamos. Pero no tardaron en abrir la puerta y entramos casi en tropel. Avanzamos en la semioscuridad del templo en busca de un banco donde acomodarnos. Nos acomodamos en uno de los primeros bancos. En el primero estaban ellos, el padre y la hija, juntos, de pie. Algunos se acercaban y les daban el pésame. Los dos, firmes, enteros, lo agradecían, sobre todo ella, que siempre acababa sonriendo. Sin embargo, poco después, antes de que llegara el féretro, de que lo deslizaran por el pasillo central hasta cerca del altar, vi cómo ella no pudo más: el dolor contenido, oculto, rompió el dique y se derramó por sus mejillas; se hizo visible, incluso audible. Fue solo un momento, un mal momento, porque enseguida se repuso y volvió a sonreír.
La misa fue breve, acabó pronto. En el cementerio tampoco se tardó tanto, todo fue muy rápido. Antes de marchar, pasamos por la casa para despedirnos. Yo no entré en el salón, como los demás, sino que salí al patio, donde solo había una persona, nadie más. Me tomé la libertad de abrir la portezuela y de ir hacia donde había estado antes de la misa. Volví a mirar la ría. Estaba como antes, todo igual: el mar plano, las barcas quietas. Era una postal, una hermosa postal, la que yo enviaría. Esta vez apenas pude recrearme, porque enseguida me reclamaron. Era necesario regresar.
De camino de vuelta, me abstraje, y, superpuesto a la carretera, lo vi a él, como si fuera de niebla, apoyado en el muro mirando la ría al día siguiente por la mañana, temprano, cuando despuntaba el sol. No podría dormir y se habría levantado, incluso antes del primer claror. Seguramente, estuviera viendo cómo algunas barcas ya surcaban la ría entre la bruma, cómo la brisa agitaba a las que aún permanecían amarradas, cómo el sol le arrancaba destellos dorados a las pequeñas olas de plata, cómo nada había cambiado, todo seguía igual que antes, como cuando ella estaba.
No, el mundo no se había derrumbado, la tierra continuaba girando y la vida marchaba, tan normal. Y quizá eso no lo estaría entendiendo. Y menos todavía que la ría estuviera tan hermosa, más hermosa que nunca.
![[Img #37992]](upload/img/periodico/img_37992.jpg)
“Ella –la que me amaba– cerró los ojos. Tarde. Tarde de campo, azul. Tarde de alas y vuelos” (Pablo Neruda)
Habíamos venido para acompañar. Desde la calle, casi directamente, pasamos al pequeño patio. Él estaba ligeramente apoyado sobre el muro encalado de blanco, vestido y listo ya para la misa. Me acerqué y le di la mano. Lo siento, le dije con un hilo de voz, quizá demasiado delgado. Seguidamente, le palmeé con cierta indecisión el brazo, cerca del hombro, queriendo posiblemente infundirle fuerzas, ayudarle mínimamente, y me quedé a su lado, callado, con la mirada en el suelo, sin saber qué hacer. Al poco, levanté la mirada y, más por mí que por él, se me ocurrió exclamar: ¡vaya vista! Entonces, sin tan siquiera girarse, como desengañado de todo, como si ya nada le importara, me señaló la portezuela metálica y me dijo: pasa por ahí y vete hasta la punta de allá. Y yo le obedecí, llegué hasta la punta, donde los muros convergen, justo al borde mismo del barranco.
Acodado en el muro, con la ropa del tendedero rozándome levemente la cabeza, a veces el cuello, me quedé mirando la ría. El agua estaba quieta, serena, apenas se ondulaba; parecía una lámina de metal, de acero bruñido. Las barcas, todas distintas, en tamaño y en forma, no se mecían, o al menos yo no las veía mecerse, y estaban vacías, sin nadie en ellas, como olvidadas. Enfrente, tenía el astillero, donde me dijeron que se construían barcos modernísimos, de última generación. Y a la izquierda, solo un poco a la izquierda, se extendía el puente que sorteaba a la ría. Por el puente, se veían pasar, pequeños, diminutos, igual que si fueran juguetes, los coches y los camiones. Entre los pilares, lejos, muy lejos, había un barco, la mitad en el mar, la mitad en el cielo.
Mientras miraba, noté que el cansancio del viaje iba remitiendo. La sangre, loca hasta hace nada, había parado de golpearme en las sienes y en la punta de los dedos. La mente se me vaciaba de toda desazón y dejaba de bullir, se quedaba en calma, serena. Todo en mí se estaba aquietando. Entonces, me volví ingrávido y me vi allá abajo, en una de aquellas barcas –la de los remos azules– navegando por la ría, pasando bajo el puente, por entre los pilares, y llegando al barco lejano, en pleno mar, sintiendo en la cara el viento, totalmente libre.
Pero, de pronto, escuché una voz que me llamaba, y todo se desvaneció, como el vaho. Había llegado la hora de ir a misa. Así que me reincorporé y regresé al patio. Ya había mucha gente. En medio, atendiendo a unos y a otros, sonriendo, estaba su hija. Sonreía, y sin embargo, en sus ojos, acuosos, cristalinos, un poco hundidos, descubrí el dolor, un dolor grande, intenso, profundo. El verdadero dolor. Ese dolor que desborda la palabra ‘dolor’, todas las palabras. Que es inefable. Y me imaginé que, a pesar de que hablaba, no paraba de hablar, y de que sonreía, debía sentirse flotando, entre el revuelo de sus palabras y las palabras de los otros que le hablaban, en el aire denso, pastoso de la tarde, desconectada de la realidad, sola, así como a veces nos sentimos en los sueños.
Ascendimos trabajosamente por la calle en cuesta y empedrada hasta la iglesia. Cuando llegamos, todo el mundo estaba esperando. Nosotros también esperamos. Pero no tardaron en abrir la puerta y entramos casi en tropel. Avanzamos en la semioscuridad del templo en busca de un banco donde acomodarnos. Nos acomodamos en uno de los primeros bancos. En el primero estaban ellos, el padre y la hija, juntos, de pie. Algunos se acercaban y les daban el pésame. Los dos, firmes, enteros, lo agradecían, sobre todo ella, que siempre acababa sonriendo. Sin embargo, poco después, antes de que llegara el féretro, de que lo deslizaran por el pasillo central hasta cerca del altar, vi cómo ella no pudo más: el dolor contenido, oculto, rompió el dique y se derramó por sus mejillas; se hizo visible, incluso audible. Fue solo un momento, un mal momento, porque enseguida se repuso y volvió a sonreír.
La misa fue breve, acabó pronto. En el cementerio tampoco se tardó tanto, todo fue muy rápido. Antes de marchar, pasamos por la casa para despedirnos. Yo no entré en el salón, como los demás, sino que salí al patio, donde solo había una persona, nadie más. Me tomé la libertad de abrir la portezuela y de ir hacia donde había estado antes de la misa. Volví a mirar la ría. Estaba como antes, todo igual: el mar plano, las barcas quietas. Era una postal, una hermosa postal, la que yo enviaría. Esta vez apenas pude recrearme, porque enseguida me reclamaron. Era necesario regresar.
De camino de vuelta, me abstraje, y, superpuesto a la carretera, lo vi a él, como si fuera de niebla, apoyado en el muro mirando la ría al día siguiente por la mañana, temprano, cuando despuntaba el sol. No podría dormir y se habría levantado, incluso antes del primer claror. Seguramente, estuviera viendo cómo algunas barcas ya surcaban la ría entre la bruma, cómo la brisa agitaba a las que aún permanecían amarradas, cómo el sol le arrancaba destellos dorados a las pequeñas olas de plata, cómo nada había cambiado, todo seguía igual que antes, como cuando ella estaba.
No, el mundo no se había derrumbado, la tierra continuaba girando y la vida marchaba, tan normal. Y quizá eso no lo estaría entendiendo. Y menos todavía que la ría estuviera tan hermosa, más hermosa que nunca.






