Texto: Mario Paz González. Foto: Elena Rodríguez
Domingo, 29 de Julio de 2018

Como una sombra palpitante

 

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Ahora usted lo sabe y podría rememorarlo de un modo más cabal (¿cabal?), pero no entonces, cuando la ignorancia ajena de lo que sucedía le exasperaba sobremanera. Porque, si en un principio no hubiera podido imaginarlo, ahora tenía la certeza de que ellos, su hijo, nuera y nietos se habían confabulado contra usted para quitárselo de en medio.

 

Y es que el asunto había comenzado lenta e imperceptiblemente, cuando, cierto día, al mirar el techo de su habitación, usted vio un puntito negro. Nada que mereciese demasiada atención, una araña, una mancha... Aunque se movía (entonces no la mancha), se paseaba con insolencia por la pared recién encalada dos meses atrás. Difícilmente podía ser una araña con aquella forma oblonga, cabeza y patas pequeñas y un caparazón moteado y de tono coriáceo. 

 

Inicialmente se había quitado el zapato decidido a exterminarlo, pero luego, en un repentino acto de misericordia, suspiró, lo tomó con la yema de los dedos y lo sacó a la calle depositándolo con cuidado en la acera, sano y salvo, porque aquel bicho también tenía derecho a la vida, qué demonio.

 

El caso es que, al cabo de unos días, regresó. No sabría decir si exactamente el mismo u otro, porque para entonces las manchas móviles ya parecían ser dos. Y, al llegar después de oír misa una mañana de domingo, se habían multiplicado por lo menos hasta la media docena. A partir de ese momento usted decidió que era mejor eliminarlos arrojándolos sin el menor escrúpulo desde el alféizar de la ventana, pues usted, buen observador, había descubierto en ellos la facultad de volar. No era que molestasen, no, no era eso, pero de algún modo no le agradaba que enturbiasen el blanco inmaculado de su cuarto. 

 

Mientras, los suyos parecían ignorar el asunto y usted también prefería eludirlo para evitar suspicacias, especialmente en las comidas, para no resultar inoportuno a ojos de su nuera. Incluso sus nietos, tan perspicaces para todo lo fútil, se movían tranquilamente por la casa sin mencionar el, cada vez más evidente, oscurecimiento progresivo que sufrían las paredes bajo aquel jaspeado de diminutos seres que se desplazaban como una sombra palpitante.

 

Pero el disimulo resultaba hiriente. Como las bromas de Fermín, su compañero de partida, carpintero jubilado que examinó a petición suya, cuando los otros no estaban, las contraventanas y los dinteles de las puertas en busca de alguna rendija u oquedad. Recuerda cómo después se permitía, entre dominó y dominó, comentar algo (la sorna era evidente) relativo a películas de invasiones marcianas para añadir que, si eso lo tranquilizaba, echase insecticida en los rincones y tras los muebles, y que no se preocupase, coño, que bichos los hay hasta en las mejores familias.

 

Pero aquello no solucionó nada y, con el paso de las semanas, las paredes comenzaban a negrear exhibiendo manchas cada vez mayores, espesos nubarrones multiformes, cúmulos que se disolvían o se reagrupaban formando caprichosos dibujos. 

 

Retomar toda rutina parecía imposible, aunque los demás continuasen, incomprensiblemente, sin quejarse. Simples operaciones como afeitarse, lavarse o sentarse a la mesa se habían convertido en tareas arduas, en las que el mero hecho de retirarlos de la maquinilla, la esponja o el plato le provocaba unas nauseas que para qué. Aunque su hijo insistiese con condescendiente y falsa amabilidad en que necesitaba comer, su nuera lo mirase con recelo y los nietos bromeasen sin pudor sobre las locuras del abuelo. 

 

Hubiera preferido no salir más de casa y encerrarse a exterminarlos, porque la cosa iba irremediablemente a peor. Como la noche en que usted, víctima de un insomnio cada vez más pertinaz, se dirigió a la cocina para beber un poco de leche y los vio emerger impunemente sobre los anaqueles de la nevera. La arcada le hizo soltar el vaso con un desagradable estallido de cristales, que despertó a toda la familia. 

 

O aquella otra ocasión, cuando usted aguardaba a Fermín y, sentado al borde de la cama, pudo comprobar cómo el oscurecimiento de su cuarto se había acentuado todavía más  tras aquella imparable progresión de los bichos. Ahora se habían adueñado del vidrio de la ventana, cegándola casi por completo por lo que usted decidió entretenerse eliminándolos, no por inquina o placer, sino más bien, por la necesidad de asomarse al exterior, de huir de aquella atmósfera enrarecida que, poco a poco, se había tornado irrespirable. Pero resultaba imposible acceder al cierre de la ventana, oculto bajo la espesa costra de insectos que se movían sin parar con el desagradable chasquido del roce de sus caparazones. Intentó alzar el cuello para buscar en los resquicios que quedaban junto al marco hasta que vio a Fermín, parado frente a la puerta, como esperando algo, ignorante de todo lo que ocurría. Comenzó entonces a sentirlos escalando bajo el pantalón, un cosquilleo palpable y ascendente. Ya no había forma de distinguir la ventana o la puerta del resto de la pared ante la masa hormigueante que trepaba por los muebles y el dosel de la cama. La oscuridad lo ganaría todo en pocos minutos, los suficientes para que la lámpara quedase cubierta y todo fuera negro. Así que usted comenzó a golpearse y a gritar, pero entonces pensó que quizás sería mejor relajarse y aguardar un final que no tardaría en llegar como al cabo todo llega.

 

Como entonces vio aparecer a sus hijos por la puerta, con Fermín y aquellos hombres de blanco. Como ahora, semanas, quizás meses después, llegan los horarios de visita, las duchas frías, los shocks eléctricos y la hipócrita perplejidad que asoma en los rostros de los suyos al verlo y que esconde la satisfacción de haberse librado de usted. Porque ahora usted lo sabe, pese a la ignorancia ajena, sabe que los bichos seguirán con su conquista impertérrita de la casa, pero, al menos aquí, se siente a salvo, entre las paredes acolchadas, el cristal que lo aísla y lo protege del exterior y de los sueños donde, en ocasiones, todavía le parece verlos arrastrarse por el suelo o trepar por las paredes. A veces siente una oleada que sube desde el fondo del pecho y lo empuja a huir, pero entonces los enfermeros, los correajes, la punzada (un dolor agudo traspasándolo desde el antebrazo a todo el cuerpo) y el sopor que, de pronto, lo invade y lo domina todo, una bajada de la luz y, en la penumbra, un lento descender al abismo del sueño hasta un nuevo despertar que tal vez, algún día, no llegará.

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