Texto: Manuela Vidal Vallinas. Foto: Elena Rodríguez Domínguez
Domingo, 26 de Agosto de 2018

Lo difícil es devolver la dureza a los ojos

Manuela Vidal Vallinas (Quintana del Marco, León) poeta y narradora, indaga en la palabra y sus abismos para conocer y reconocerse, ser o no de un tiempo y una voz que se dice sugiriendo. Participante activa y organizadora de eventos culturales variados con parte de su obra recogida en revistas culturales y antologías. Componente del colectivo poético En Boca de Mujer, de la Bañeza y comarca.

 

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"—No, no hablo del amor, cuando me refiero al patriotismo. Hablo del miedo. El miedo del otro. Y las expresiones de ese miedo son políticas, no poéticas: odio, rivalidad, agresión. Crece en nosotros, ese miedo, crece en nosotros año a año[…]". ÚrsulaK. Leguin;  'La mano izquierda de la oscuridad'.


Lo difícil es devolver la dureza a los ojos, a los miembros rígidos y atemorizados hasta hacer olvidar las consignas y el rastro del miedo, las retahílas de frases acomodadas que declaman las voces turbias. Las mismas que empezaron esparciendo el temor con el agua de los surtidores y que lo hicieron saltar de entre el torrente y su música hasta volverlo himno, canción, consigna, proclama, por cada rincón de Heliorto.


No fue fácil percatarse de ello y por eso en poco tiempo, hubo banderas del color de las ideas y hubo gente de manos rudas y valientes portándolas al sol, sonriendo laxos, en las plazas. Se acabó el laboreo en común. Los estandartes de textura sedosa y dulce se ablandaban entre sus manos ya dúctiles. Las mismas manos con las que producían riqueza para los torturadores, en tortuosas rutinas programadas, aceptadas con comodidad.


La resignación y la felicidad se equivocaban al inclinar ligeramente la cabeza, frente a otro, en un saludo.

 

Pequeños gestos. Señales. La palabra emigró como lo hacen las aves, en bandadas, buscando el calor en otras bocas donde la cordura sonara como gárgara reverberando en lo oscuro.


Domesticarlos, de esta manera, con el temor fue más sencillo que manipular la luz y los espejos para que devolvieran nadies. Multiplicar los soles. Alterar los tiempos naturales hasta confundir y enterrarlos en olvido.

 

Poderosos propósitos con los que doblegar los cuerpos firmes y curvarlos en su propia sombra. Penumbra última. Intemperie de luz. Enredo y desmemoria.


Entregados en generar haces de luz afilados y punzantes como espadas, con la misma claridad con que los cegaban y con la que acabarían por vaciar sus conciencias, eran felices. Sentían así la alegría entre los dientes.

 

Efímera e insuficiente siempre. Necesaria. Ablandar la masa, deshacer la dureza de manos y ojos, de pasos o pensamientos, acarrearla con temor y volverla maleable, superflua, revertía poder a cada miembro de su cuerpo, sintiéndose íntegros. Imperturbables. Poderosos. Ignorantes de que el poder también sabe de lo incompleto o deforme.


Haber sido fecundado en un período de Intemperie, con los tiempos de luz ya alterados, no proporcionaba certeza alguna en Heliorto, reino reproductor de ceguera dominado por los cuatro soles, y así, con la incertidumbre de saberse distinto, a él, con su sordo-ceguera, el mundo se le agarró a las manos sin más remedio que con ellas aprender la vida.


Aprehenderse de ella, la misma que, dándose por derrotado, estaba a punto ahora en medio de aquel cuarto, de rendirlo a la muerte.


Nunca sus ojos vieron otro rostro, nunca la luz manipulada. Nunca sus oídos supieron de rumor o susurro alguno. Nunca de ponzoñosas voces o de verbo dulce y amoroso. Nunca, su boca, supo del sonido. Nunca de añoranza .


Sintió el calor de los soles en sus carnes magras, el dolor que arrastran las horas de las arenas, cuando tolvaneras violentas succionaban el aire y se vuelve tarea imposible respirar.


Del metal conoció el calor y el frío, de la madera el crecer y el paso del tiempo cómo se cierra y se anilla. Al agua, la que portaba en su música el veneno primero, le sustrajo el pensamiento. Construyó series enteras de razonamientos limpios que solo podía transmitir a través de las manos. Firmes. Erguidos. Tardíos.

 

Incomprensibles relatos escritos con su manos para el resto de seres, ya conciencias programadas, dolientes para él, a quienes hablaba de esa manera, escribiéndolas en la textura rizosa de la luz, la misma que ellos, para cegar, multiplicaban. Mensajes lanzados con la esperanza de que, en alguna parte, algún otro fuera capaz de comprenderlos. Tan solo una conciencia no atrapada para darle sentido a todo aquel sufrimiento.


Sentir a la gran masa morir era, para él, pobre impedido en el que nadie reparaba , la peor de las torturas.


De haber podido hubiera gritado, hubiera desatado hordas ingentes de canciones hasta acallar aquellas músicas que no cesaban en la megafonía de los autobuses, de los ferrocarriles, de los altavoces de las calles, todo aquello que los iba deshaciendo lenta y cruelmente.


Doblegar el terror de aquellas lenguas le otorgaba razón de ser en ese tiempo dormido.


De haber sabido alguien transcribirle la rabia y el verbo, habría comprendido su existencia ahora que ya todo estaba decidido.


Pero no había tiempo para adquirir conocimientos ajenos. Extinguir la comunicación fue el primero de los objetivos de aquellos que necesitaban dominar a los demás para ser. Nadie aprendió el lenguaje del vuelo, de la caricia en las manos, nadie reparaba ya en el vibrar de las sensaciones, nadie entendería, de haberlo visto, que le lloraran los ojos con una inmensidad de mar sin un por qué, ni que todo aquello supusiese para él, el hombre incompleto, la masa deforme, el ser que hablaba con las manos, la falta de aire. La asfixia.


No había tiempo para el otro.


Se extinguían los tiempos para uno mientras en Heliorto amanecían los días rendidos a la ceguera de luz de los cuatro soles.


Adelantar el tiempo de la penumbra última fue su decisión más valerosa. Estaba decidido a no esperar más y legar su nombre, el nombre propio que solo se dice en esa región de los mundos cuando la muerte llega despojada de luz. Extendió la cuerda hasta una viga y la anudó fuerte. Sobre ella habría de escribir con los dedos vivos, rápidos, fugaces, su nombre, haciéndolo vibrar en el aire en el momento último previo a abandonar la vida.

 

Le urgía dejar impreso el rastro de su existencia antes que una nueva tolva de violenta arenisca se alzase succionando la vida o una nueva amanecida volcara a las calles ordenadas hileras de seres con los pasos presurosos y previstos. Desnudos sus pies sobre una silla. La soga en su cuello. Y las manos en la cuerda cuando un vibrar ajeno delató la presencia de un otro. La inquietud se alargó rígida, expectante. Aquel crujir de pasos que le alcanzaron las manos llegó para él como llega la esperanza.

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