Pijas al aire
![[Img #39258]](upload/img/periodico/img_39258.jpg)
No recuerdo bien si fue el otro año o hace dos cuando después de una de esas visitas a la casa de la cerveza, el pertinente abandono del establecimiento porque la camarera quería cerrar y el consiguiente paso por la gasolinera para adquirir dos o tres botellas de una cerveza tan mala que el propio envase imitaba a un paquete de cigarrillos, pues se podía leer de modo borroso “Beber esto perjudica gravemente a su salud y la de los que están a su alrededor” mi amigo y yo, apoltronados en el sofá, con la tele puesta y el volumen en mute, disertamos sobre lo que disertan los hombres hechos y derechos como nosotros: nada de la Bolsa, política, mujeres y apuestas, sino de cuántas veces practicábamos la masturbación. En esas estábamos –en el sesudo estudio del quererse a sí mismo- cuando abrió la puerta un tercer amigo, que como no podía ser de otra forma se sumó a la conversación, y vaya si se sumó, nos quitó la palabra y no nos la devolvió hasta que con pelos y señales nos explicó que él necesitaba el más absoluto silencio para concentrarse y que si ahora no estaba enfrascado en una paja universal de las que hacen época era porque hablábamos a voz en grito y así era imposible izar su bandera. Por decir nos dijo que se encontraba leyendo los libros de Antonio Salas y que cuidado porque nos vigilaban todo el tiempo, tenían acceso a todas las claves y fotos y mensajes que enviábamos y hasta podían inculparnos en delitos que ni imaginamos por repulsivos. La conversación había virado hacia la intimidad de las personas y yo entre vaso y vaso recordaba que el artículo que protegía aquello era el dieciocho de la Constitución y que prefería sentirme vigilado para así cuidar lo que hacía y no entrar en cualquier vicio. Después haciendo como de moderador di paso para que hablara el otro chico que llevaba con la mano levantada los últimos cincuenta minutos, el rato exacto que había acontecido desde que nos robaron la palabra. Y el tema. Este amigo comentó que todo eso de la intimidad se la traía al pairo, pues no la necesitaba ni para comer, que “a veces enciendo el Skype y hago una comida romántica con mi novia” llegó a decir. Como aquello parecía una oda a la no intimidad me dio por anunciar que mi deseo era la ex de un amigo, y mientras decía eso me empalmé sin querer, de una forma feliz e involuntaria tal y como brota una seta en otoño y de repente, queriéndolo aún menos también nacía en los pantalones de mis amigos, no sé si una seta, pero sí lo que parecía ser un capullo. Era una escena de lo más homosexual, estaba seguro de que en cualquier momento se podían presentar en nuestra casa los de Telecinco a grabar aquello y ponernos el polígrafo para ver de qué pie cojeábamos si es que lo hacíamos. Nos miramos como descubriéndonos y dimos el paso último de las relaciones entre caballeros, cada uno enseñó la suya y brindamos con un poco de veneno por la puta intimidad.
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No recuerdo bien si fue el otro año o hace dos cuando después de una de esas visitas a la casa de la cerveza, el pertinente abandono del establecimiento porque la camarera quería cerrar y el consiguiente paso por la gasolinera para adquirir dos o tres botellas de una cerveza tan mala que el propio envase imitaba a un paquete de cigarrillos, pues se podía leer de modo borroso “Beber esto perjudica gravemente a su salud y la de los que están a su alrededor” mi amigo y yo, apoltronados en el sofá, con la tele puesta y el volumen en mute, disertamos sobre lo que disertan los hombres hechos y derechos como nosotros: nada de la Bolsa, política, mujeres y apuestas, sino de cuántas veces practicábamos la masturbación. En esas estábamos –en el sesudo estudio del quererse a sí mismo- cuando abrió la puerta un tercer amigo, que como no podía ser de otra forma se sumó a la conversación, y vaya si se sumó, nos quitó la palabra y no nos la devolvió hasta que con pelos y señales nos explicó que él necesitaba el más absoluto silencio para concentrarse y que si ahora no estaba enfrascado en una paja universal de las que hacen época era porque hablábamos a voz en grito y así era imposible izar su bandera. Por decir nos dijo que se encontraba leyendo los libros de Antonio Salas y que cuidado porque nos vigilaban todo el tiempo, tenían acceso a todas las claves y fotos y mensajes que enviábamos y hasta podían inculparnos en delitos que ni imaginamos por repulsivos. La conversación había virado hacia la intimidad de las personas y yo entre vaso y vaso recordaba que el artículo que protegía aquello era el dieciocho de la Constitución y que prefería sentirme vigilado para así cuidar lo que hacía y no entrar en cualquier vicio. Después haciendo como de moderador di paso para que hablara el otro chico que llevaba con la mano levantada los últimos cincuenta minutos, el rato exacto que había acontecido desde que nos robaron la palabra. Y el tema. Este amigo comentó que todo eso de la intimidad se la traía al pairo, pues no la necesitaba ni para comer, que “a veces enciendo el Skype y hago una comida romántica con mi novia” llegó a decir. Como aquello parecía una oda a la no intimidad me dio por anunciar que mi deseo era la ex de un amigo, y mientras decía eso me empalmé sin querer, de una forma feliz e involuntaria tal y como brota una seta en otoño y de repente, queriéndolo aún menos también nacía en los pantalones de mis amigos, no sé si una seta, pero sí lo que parecía ser un capullo. Era una escena de lo más homosexual, estaba seguro de que en cualquier momento se podían presentar en nuestra casa los de Telecinco a grabar aquello y ponernos el polígrafo para ver de qué pie cojeábamos si es que lo hacíamos. Nos miramos como descubriéndonos y dimos el paso último de las relaciones entre caballeros, cada uno enseñó la suya y brindamos con un poco de veneno por la puta intimidad.






