Bruno Marcos
Sábado, 13 de Julio de 2013

Lorca en León



Cuando yo era adolescente amanecí un cegador día del mes de agosto con media cara vuelta para el otro lado, de tal forma que desde el perfil izquierdo se me veía parte del derecho. Me sobresaltaba al verme en los espejos y, por la calle, me espantaba en el reflejo de los escaparates. Sólo encontró mi madre un odontólogo con la consulta abierta en los tórridos días de verano. Cuando entré en aquella consulta me dio la sensación de ir hacia atrás en el tiempo y, sentado en el sillón que más parecía de barbero, contemplaba la orla de señoritos de pajarita, peinados de petróleo y bigotitos belle epoque. En un momento dado, mientras por la ventana abierta se oían las conversaciones de los que en la calle Ordoño comían helados y el bufido asmático de algún automóvil recalentado, apareció de entre las penumbras uno de esos jóvenes de la orla pero cincuenta o sesenta años después de aquel retrato. Renqueando y tembloroso el dentista, cada vez que se acercaba a mi dentadura, me pedía que le señalase de nuevo la muela afectada no fuera que me sacase otra de las sanas. Yo, que siempre he creído mucho mucho en la ciencia médica, no pasé miedo. Más bien disfruté de ese estancamiento del tiempo que tiene lo viejo, de esa placidez de lo caduco parado antes de desaparecer haciéndose la ilusión de que algo dure.



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Me hago la fantasía yo de que aquel señor que me quitó la única pieza que me falta de la dentadura fuera el amigo leonés de Lorca, Luis Sáenz de la Calzada, que le acompañó en la correrías teatrales por todas las esquinas de España y que fue pintor, escritor y, a la sazón y por lo que descubro ahora, dentista.


Federico García Lorca pasó por León con su teatro La Barraca, precisamente en un agosto pero del año 1933 para representar Fuenteovejuna. Cuenta Sáenz de la Calzada que a Federico se le olvidó la cuartilla que leía antes de las representaciones explicando el objeto de la misión y el resumen de lo que se iba a presentar. Por lo que dice aquel olvido le disgustó mucho al poeta y se desquitó recitando prodigiosamente a Machado.


Alguien, que no era un espectador normal sino el joven Victoriano Crémer, asistió a la representación y escribió: "Yo también conocí a Federico. (...) Era, efectivamente, un muchacho explosivo, clamoroso... Le recuerdo embutido en su azul uniforme proletario: la testa poderosa, las cejas densas, la mirada navegante. Sobre el tablado del viejo teatro municipal escenificó el romance de Machado La casa de Alvargonzález (sic). Federico aparecía apoyado al filo de una bambalina, y con su voz densa, que tenía el acento fresco y oscuro de un agua entre espadañas, iba recitando los versos del romance, mientras en escena los personajes representaban la tragedia. El público obrero le seguía conmovido, acaso sin entender del todo lo que el juego dramático representaba. Pero algo extraño, impresionante, como una mano desnuda sobre el corazón contenía los alientos del cónclave profano... Yo le recuerdo bien. No transmitía alegría, ni comunicaba bullicios. Era como una trasfusión de su propia tristeza y una penetrabilidad del presentimiento trágico de la muerte, lo que hendía los duros pechos espectadores... Y cuando la voz callaba, todo él aparecía transido de dolor antiguo."


Además existe otro testimonio del paso del granadino universal por la ciudad, se trata de la entrevista de Pérez Herrero para un diario de la época llamado 'La Mañana'. Pérez Herrero se encuentra con él en la calle Ancha, a la salida del hotel. " 'Moreno de verde luna' como el Camborio de su romance", lo describe. Todo lo que se habla en esa entrevista es enteramente insólito. Claro que el Lorca de 1933 no es el Lorca de hoy y pesan sobre él los muchos lustros de mitificación.



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Es difícil imaginárselo tan al norte por muy agosto que fuera, tal lejos de sus lunas bajando a la fragua, de sus gitanos, de sus Soledades Montoya, de todo lo primero suyo.


Pero el andaluz universal anduvo las siete leguas, y no sólo como poeta en Nueva York sino también en Cuba, Argentina y muchos otros sitios, incluidos todos los rincones de la piel de toro.


Sorprende pensarle por la calle ancha y más, como se cuenta en la entrevista de Pérez Herrero Herrero, sentado en una sillita pequeña en un rincón de la catedral mirando las vidrieras toda una mañana: "Ante la catedral no sé qué decir. El silencio es la mejor respuesta. Una palabra no haría otra cosa que profanar la grandeza de su luz, su poesía, la maravilla de sus muros de cristal y la majestuosidad de sus bóvedas. Esta mañana me la pasé toda en ella, sentado en una silla baja, como una beata visionaria, bañándome en el fervoroso anhelo que es toda su estructura".


Por lo visto se mostró en León triste y profundo y jovial y dicharachero. Con sus juegos de lenguaje inventivo embromaba a la camarera del hotel París y, en la entrevista, con opiniones fulminantes despachaba las figuras de Valle-Inclán y Azorín, y despotricaba contra el arte político, incluso aseguraba que Alberti había vuelto hecho un mamarracho de la Unión Soviética para hacer pésimos poemas bolcheviques.

Por extraño que parezca el Lorca del 1933 defiende un arte independiente de la política, él que, por supuestas cuestiones políticas, sería bárbaramente asesinado tres años después, a la orden del muy castizo y estremecedor ¡Dadle café, mucho café!, de un demoníaco Queipo de Llano.

Pero quién sabe la verdad de las cosas, todo aparece, a medida que se mira más de cerca, más revuelto y confundido en aquel embrollo de locuras y crueldades sin fundamento. Incluso, Luis Rosales, afirmó en una entrevista con un micrófono oculto en los años sesenta que Federico quería una dictadura militar que acabara con todo el terror y los asesinatos de unos y de otros.

Lorca pasó por León, como por muchos otros sitios, con su polisón de nardos, sin quedarse en ningún sitio porque alguien le quitó de la vida.

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