Andrés Martínez Oria
Domingo, 23 de Diciembre de 2018

Chafariz de Lisboa

Este sábado se presentó en la Ergástula de Astorga la reciente novela 'Chafariz de Lisboa', de Andrés Martínez Oria. Ofrecemos una de las secuencias en las que está organizada la novela que narra el encanto y la fascinación de la belleza, que resulta como vehículo hacia el amor. Más parece la reviviscencia de un amor, por medio de la evocación de los lugares donde el encantamiento fue vivido. La novela ficciona lo que podía haber sido, y como diría Eliot: son "ecos de pisadas que todavía retumban en la memoria."

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También ahora ha llovido, esta agua que cae lavando las estatuas y las piedras viejas. Lisboa es desde aquí una ciudad tranquila sobre colinas, siete, dicen, como Roma y Jerusalén, con su río ancho y callado, directo al mar como los ríos grandes. Los ríos, como las vidas, han de ser observados desde su nacimiento a su desembocadura, para tener una visión cabal. Hay ríos cortos, que mueren pronto, y otros que contemplan una larga geografía. Hay vidas y vidas. Qué busco al hacer público lo que pasó, me digo, de espaldas al público; si, además, apenas pasó nada. ¿Es legítimo seguir, debo hacerlo? Quizá más que la verdad en sí, a veces tan poco interesante, es un impulso raro lo que nos mueve a hablar, qué otra cosa podría ser, trato de dominar la voz, sus tonos y arpegios imprevisibles, para dar con el matiz capaz de atraer y persuadir, ah, es verdad lo que dices, y me conmueve tanto, eso busco, exactamente, coger con fuerza al que escucha y no soltarlo hasta el final, de la obertura al compás último de la suite, quisiera conservar esa voz persuasiva, no importa el sitio ni el tiempo, solo la voz evocadora, no importa la verdad o la invención, solo la voz embaucadora de principio a fin, decir por ejemplo, y al punto ser creído, he vuelto en octubre, un año después, y es como si regresara para instalarme en los escombros de una ruina, ya no veré a Vicente Guedes, que ha muerto, ni estará Lucila, que se fue con otro y es como si hubiera muerto, a veces creo haber asistido a su funeral, lo sueño y me acongoja como si hubiera sucedido, me veo llorándola en los Prazeres, no está sobre todo aquella luz herida que hacía más sublime la belleza, nada viene a paliar esta desolación que se empeña en hacer de la belleza una verdad anterior al mundo, quisiera hablar y no me sale la voz que debiera dar alma a una aceptable oración fúnebre, he pasado por el Martinho da Arcada, ese café de siempre, antes de venir al muelle, y me he sentado en la mesa donde solía encontrarme con Guedes, he vuelto para esperar, empezamos a hablar del horizonte porque es el camino más corto para llegar al corazón, al rincón del mostrador siguen viniendo los funcionarios de entonces, a tomar su café de media mañana, de pie, comentando en pequeños grupos los avatares del día, hoy no han venido aquellos muchachos del instituto con su profesor, a ver el sitio donde acudía Pessoa, a esa hora estaba solitario el salón decorado como a principios de siglo, espejos, mesas de mármol, bancos tapizados de cuero y sillas de madera, han respetado quizá la mesa en su rincón y puesto fotos suyas en las paredes, había pasado entonces la hora del café de media mañana y estaba solo en el Martinho da Arcada, fijando en la memoria las primeras percepciones de Lisboa. Pienso con algo de nostalgia en aquello, mientras veo las gaviotas acosar a las palomas que se han posado en la estatua del rey José. A lo mejor suena aún aquel fado, ese tipo de música que hace temblar el agua mientras el mundo pasa alrededor indiferente y Lucila está callada a mi lado, aunque nadie más la vea. También era bella la pintora sentada en el pedestal de la estatua. Luz verde, luminosa, en la neblina de primera hora. A ese café no solo vino Pessoa, también Eça de Queiroz y hasta Cardoso Pires. Una cadena de ignorados, en crisis, enfermos o borrachos. En dos siglos largos, qué no habrán visto esas piedras. 

 

Cuántas veces he ido luego hasta Alfama, por la Rua da Alfandega. La primera mañana, me deslumbraron las palmeras casi africanas del parque y pensé que Lisboa era una ciudad del sur, blanca y azul. Así la vi, blanca y azul, entre palmeras, a la luz deslumbrante de la tormenta. Hasta la casa dos Bicos llegaban los turistas alemanes siguiendo al guía, fotografiaban no sé si las palomas posadas en las piedras o qué arquitecturas imaginables. Pasé bajo el Arco das Portas do Mar y subí hasta Cruzes da Sé, y luego, por Sao Joao, hasta el Chafariz de El-Rei, y me quedé mirando flores y caños secos, evocando navegaciones esculpidas en piedra, dándole vueltas a la palabra; chafariz, repetía, rumiando aquella sonoridad. Pensando a lo mejor en otras cosas.

 

Cuando volví al Terreiro do Paço, estaba la muchacha sentada aún en las gradas, la bicicleta al lado, pintando ese rincón del café, la arcada, mientras el rey seguía mirando a lo lejos. La soledad hacía más bella a la pintora, estudiante quizá de Bellas Artes, proyecto de artista ajena a la tibieza desabrida de la mañana. También mi soledad era propicia para reconocer su belleza. ¿No tendrá frío, me dije, sentada en el mármol, tan sola? Divagaciones para una estatua ecuestre con muchacha sentada, titularé ese cuadro, mientras miro a la gente que pasa, jóvenes indolentes, turistas que van a sentarse en la terraza donde tantas veces había ido a comer pasta italiana, ravioli, canelones, junto a la efigie del rey que vivió el terremoto y reconstruyó esto, la Baixa, a los acordes de Pombal; tres días de esfuerzo y más de mil personas para trasladar en un carro, desde el Arsenal del Ejército, a este José que apunta al río desde el 6 de junio, conmemoración de su natalicio, también el mío, de 1775; tópica exaltación broncínea de una monarquía asesinada, escribí, mientras miraba a la muchacha que pintaba aquel rincón de la plaza. Sigue batiendo el agua entre las dos columnas que aguardan la llegada de un rey y un Imperio nuevo, entre la bruma de octubre.  

 

Venía melancólico a Lisboa, santos del cielo, ir a la taberna a curarnos de la embriaguez, y desde la primera luz vi en el agua reflejos premonitorios de la ciudad. Llegaba el Lusitania a la estación de Oriente, los trenes de los sueños van por vías muy raras, con catedrales de vidrio, mientras Lisboa amanecía por barrios de cieno y pintadas de cochambre, camino de Santa Apolonia. Ya en los años treinta del pasado siglo era el Poço do Bispo un lugar feo, solitario y triste, leo en un folleto, que solo gustaba a poetas como Pessoa. No hacía mucho que había amanecido, y era incierta la lucha de la bruma con la luz. Por esa quiebra iba yo. Había llovido por la noche en toda la geografía imaginada, se inundaba el mundo, pero la ciudad parecía renacer en una atmósfera germinal, prometedora. Estaba sin nada en la mochila, esa sensación de saberse vacío e imposibilitado, cuando decidí venir; quizá porque había leído al azar algo así, «Ciudad donde la vida acaba y vuelve a empezar», un tópico que podría decirse de cualquier ciudad y casi de cualquier sitio, y sin embargo había activado los impulsores de dentro. Y elegía la soledad, si no para escribir, alargar el suplicio, al menos para encontrarme después de una experiencia desalentadora, mirarme en el espejo y preguntar, como en un chiste, quién es ese que me suena tanto. Me alejaba para librarlos de mi exasperación, también soy un poco neurasténico y no hago fácil la vida alrededor. Y estaba aquí. El tren reducía la velocidad para entrar en las vías de Santa Apolonia despacio, como transcurre todo en Portugal, y aproveché para cerrar la maleta, dejando a mano el libro que había estado leyendo y la tableta gráfica, esta tecnología exasperante y necesaria. 

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