Inés Abellaneda
Domingo, 23 de Diciembre de 2018
CUENTOS DE LA NAVIDAD DE AHORA

El peso de la nada

Las navidades casi tienen su propio género literario, desde el cuento grimógeno de 'La pequeña cerillera', de Hans Christian Andersen o el 'Cuento de Navidad' de Dikens, hasta 'Colmillo blanco' de Jack London, pasando por 'Las cartas de Papá Noel', de J. R. R. Tolkien, o 'Un recuerdo de Navidad', de Truman Capote. Navidades de nieve y frío eran las de antes, que incitaban a la lectura al calorcito de una estufa. Ahora sin nieve y escaso el frío, podemos seguir conservando, como un recuerdo atávico, la maravillosa costumbre de leer por navidades.
Para que no falte en sus hogares grillo alguno o 'material memoria', Astorga Redacción publicará cada fin de semana uno o varios cuentos.

 

“¡Ah, este vacío! ¡Este vacío que siento aquí en mi pecho…! Pienso a menudo que si una vez, una sola vez, pudiese estrecharla contra mi corazón, se colmaría plenamente este vacío”.

Goethe. Las penas del joven Werther

 

 

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Antes de bajar la persiana, aparta levemente con la mano la cortina y se asoma a la ventana, muy cerca del cristal, que se empaña con su aliento. Quiere mirar una vez más. Nunca se sabe. 

 

A medio día se había dicho: quizá llegue esta tarde. Y todo el tiempo, mientras limpiaba, recogía la ropa o acababa de adornar el árbol de Navidad, estuvo pendiente de la puerta de casa, de la del portal, de los coches que circulaban por la calle, que aparcaban cerca. Cualquier ruido le hacía detenerse –dejar de fregar el suelo o quedarse quieta con el espumillón en la mano, colgando– y alzar la cabeza, con el oído atento y la respiración contenida, expectante. Varias veces, tras sentir que un coche aparcaba abajo, se acercó a esta ventana del salón para ver, esperanzada en que sería su coche y que lo vería salir por la puerta, elegante y alegre, cargado de regalos. Sin embargo, ninguna de esa veces fue él; siempre salió otro, un desconocido, nada elegante, sin regalos. También, en otra ocasión, escuchó el ruido de la puerta de abajo y al poco rato unos pasos por la escalera, y creyó que no tardaría en sonar el timbre, ese doble timbrazo con el que siempre llamaba. Pero los pasos se fueron apagando y el timbre no sonó.   

 

Su hijo mayor la contemplaba con lástima porque presentía que tampoco llegaría esta Nochebuena, igual que no había llegado la anterior, ni la otra, ni la otra, ninguna desde que se fue aquel verano, cuando estaban en la playa, de vacaciones, tan felices.

 

Y ahora, al caer el día, con el cielo negro, las luces de Navidad ya encendidas, la gente yendo y viniendo, chocándose, riendo, piensa que tampoco hoy vendrá. Se ha hecho demasiado tarde.

 

Baja la persiana y se queda envuelta en las sombras, borrosa, inmóvil, soportando el peso inmenso de la nada, que la llena toda por dentro, como si fuera un cántaro vacío. De la habitación del fondo le llegan las voces y las risas de los más pequeños. Son la fuerza que la empuja a seguir. Mientras enciende las luces del árbol, nota unos pasos quedos que se pierden por el pasillo. Sabe que son del mayor, que la lleva espiando todo el día, atento al estado de su ánimo, hoy especialmente inestable: ahora arriba, al momento abajo.

 

Aunque podrían hacerlo en la cocina, cenan en el salón, con la tele apagada, como a él le gustaba. Es Nochebuena. La niña, esta noche obediente, incluso solícita, ha puesto la mesa. La ha puesto con cuidado, cada cosa en su lugar, todo bien ordenado. A él no le ha puesto nada; su sitito, en la cabecera de la mesa, ha quedado libre, vacío. Sus platos y su vaso, que también este año estaban preparados, se han vuelto a colocar en la alacena. Para otro año será, se dijo ella, como animándose, resignada. De los dulces se ha ocupado el pequeño, que ha ido colocando pacientemente en la bandeja los turrones –dulces y blandos–, los mazapanes, las peladillas, las pasas, los higos. Las pasas y los higos, sus dulces preferidos, los que le llevaban a la Nochebuena de cuando era niño, no ha querido que faltaran, aunque sabe que nadie los probará, salvo ella, que lo hará por él, como para conjurar su ausencia. Después, encienden las velas y colocan el candelabro en medio de la mesa. Las llamas tiemblan; algunas parece que se van a extinguir, pero no, resisten. Antes, de servir el primer plato, el niño y la niña, desbordados de entusiasmo, cantan villancicos. El chico mayor los acompaña, mientras la envuelve con su mirada, como abrigándola, y a ella no le queda otra, a pesar del dolor que le araña las entrañas, que mover los labios y hacer que también está contenta, que no pasa nada.

 

Se desviste despacio, con indolencia, como si temiera acostarse, quedarse sola, a oscuras. Ha estado hasta ahora en la cocina recogiéndolo todo y se nota cansada. Qué grande y qué fría le parece la cama. Qué vacía la siente. Se aovilla como si fuera una niña. El silencio es hondo, hondísimo, sin fondo; la oscuridad, densa, se podría tocar. Escucha con claridad la respiración serena de los niños, profundamente dormidos. Sabe Dios qué cosas estarán soñando. Mientras intuye el desvelo del chico, que advierte todos sus movimientos, los roces con la sábana, hasta su parpadeo, le arden en la boca esas palabras que durante tantas noches, a solas con su dolor, ha pensado que le diría cuando regresara y lo volviera a ver. Cuando lo tuviera delante, cerca, casi los labios rozándose, los alientos confundidos. Palabras que solo él comprendería. Pero por fin el cansancio la vence y se queda dormida.


      
Por la mañana, cuando despierta, la habitación ya no está completamente a oscuras, está en penumbra. A través de las rendijas de la persiana, tamizada por el visillo, penetra una franja de luz gris y mate, sin vida. Se pueden ver muchas cosas, pero difuminadas, sin perfiles. De pronto, siente que le anda por dentro una cosa negra. Una cosa negra y fea que le da tristeza. Se gira y se queda boca arriba, mirando el bulto de la lámpara, recién comprada. Se está dando tiempo para despertarse del todo. Pero esa cosa negra no se le va, sigue ahí adentro, mordiendo. Escucha unas risas apagadas y piensa en los niños pequeños. Se levanta y los ve en el salón jugando con su padre junto al árbol encendido. Es el día de Navidad. Ahora las risas las percibe fuertes, claras, verdaderas. Los ve felices. Y esa cosa negra se encoge, se hace pequeña, aunque no desaparece del todo. Casi sin que se den cuenta, se acerca a la ventana y se asoma. Nieva. El cielo se deshace en copos que caen mansamente. Los tejados están blancos. En las torres de la catedral hay nieve. La calle también está nevada; se ven las rodadas de los coches, pero la nieve aún está limpia, no se ha vuelto negra. El tiempo parece detenido. Y ella ahí, quieta, callada, oyendo el latido de su corazón. Hasta que nota cómo unos brazos fuertes anudan su cintura y un rostro se hunde en su pelo negro ya entreverado de algunas canas. Primero siente en la nuca su aliento tibio y después en su oído escucha como en susurros unas palabras que solo ella sabe lo que significan. Entonces sí. Entonces eso negro ya no está, se ha extinguido, y sonríe, emocionada, dichosa. Y mientras su interior se va llenando de cosas, adivina la presencia de su hijo mayor en la puerta del salón, mirándolos.

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