Tres cadáveres exquisitos
Un cadáver no tan exquisito
Tres cadáveres exquisitos es una composición a tres en "cadavre exquis "; una definición que ostenta la primera composición, allá por los surrealistas franceses de Bretón, Louis Aragón & company: "Le cadavre - exquis boira le vin nouveau ". Tres escritores que intentan seguir el juego de la anfisbena, mordiéndose la cola el uno al otro, o al mismo uno, sin que esto tuviera resabios oníricos freudianos. Lo navideño bebe de esa madera cíclica antecristiana y se recupera en la repetición contra toda doctrina. Estos magos son tres como los de verdad y empezamos por López Astilleros que presenta el oro para el niño. Esperemos que no el equivocado. "Nazca el niño negativo, / nadie ,nunca, nada, no."
![[Img #41048]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/12_2018/7759_tumblr_kxt789wwdv1qa5s05o1_400.jpg?42)
Hacía veinte años que los tres amigos decidieron reunirse el 25 de diciembre de cada Navidad, para compartir una cena en un restaurante cuya decoración estaba dedicada al ferrocarril. En ningún momento se plantearon cómo ni con qué objeto inauguraron dicha costumbre, ni tampoco qué celebraban, si es que celebraban algo. Quizás tuviera la misión de confirmar el pacto de silencio y olvido suscrito entre ellos la noche de un 24 de diciembre, cuando contaban diez años. Sea como fuere, jamás hablaron sobre el asunto. Por el contrario, se dedicaban a hacer los comentarios más intrascendentes que pudieran encontrar en su memoria, como si trataran de ganar una carrera hacia la nada, sin meta ni llegada siquiera.
—Bueno, aquí estamos un año más, amigos —dijo Oscar, a la vez que extendía su mano derecha abierta hacia un lugar indefinido entre Fernando y Wilhelm.
Tras los abrazos y apretones de manos, ya sentados en sus respectivos lugares, Oscar les propuso, para amenizar la jornada entre plato y plato, participar en el juego del cadáver exquisito, que tanto habían practicado de niños. Lo pasarían bien recordando viejos tiempos. Para tal cometido extrajo un bolígrafo y un pequeño bloc del bolsillo interior de su americana. Él escribiría unas cuantas líneas, Fernando leería las últimas y continuaría en otra hoja distinta, y por último Wilhelm haría lo mismo partiendo a su vez de las últimas del texto anterior, como bien recordaban. Hacia el café y los chupitos uno de ellos leería en voz alta el resultado completo. La proposición fue aceptada y recibida con júbilo por ambos, de modo que Oscar esperaría a terminar el primer plato para comenzar la primera parte, eso sí, colocando su servilleta sobre el papel, con el fin de mantenerla incógnita.
![[Img #41049]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/12_2018/3695_image-4_1177441819.png?45)
Tras dar fin a su crema de marisco, Oscar escribió:
“El cadáver exquisito beberá el vino nuevo, les dijo el ceremonioso Marco Polo a sus dos perseguidores, mientras ascendía a toda prisa por la ladera del terraplén de los vientos, creyendo que estaba a punto de ser alcanzado por la piedra de David y el zarpazo del trastornado Hoffmann. Cuando llegara a la Casa de la bruja, situada junto a la vía del tren, frente a la minúscula garita abandonada del guardabarreras, no se lo pensaría dos veces, penetraría hasta el salón principal, donde clavaría su bandera lunar como prueba de su valentía y conquista, y tomaría posesión del reino selenita. Sin embargo, el vértigo amarillo de su sangre desbocada no le impidió darse cuenta, según se acercaba, de que la odiosa y superior envergadura física de los dos contrincantes se la había jugado, pues sus rostros burlones de pérfidos machos cabríos asomaban ya por una abertura del tejado desvencijado. Tras recuperar el resuello, recorrieron todas las habitaciones guardando silencio absoluto en cada una de ellas durante algunos minutos, condición indispensable para escuchar las pesadillas de sus antiguos moradores, atrapadas entre sus paredes. Creyeron que así descubrirían el crimen perpetrado hacía décadas por el loco de la sonrisa amable, según le habían oído decir alguna vez al jefe de estación. Discutieron si el culpable era el visitante desalmado del pelo rojo y mirada violeta, el mendigo despreciado con rencores en los párpados o la reina frígida de los corazones glaciales. La disputa concluyó cuando escucharon el pitido del tren en la lejanía. Subieron entonces al desván para ver pasar el correo de las 11.30 desde la ventana, de la cual solo quedaba el marco calcinado con restos de pintura verde. “
Oscar copió sus últimas palabras en una hoja aparte, la arrancó y se la pasó a Fernando, quien tras degustar su magret de pato, continuó:
“Subieron entonces al desván para ver pasar el correo de las 11.30 desde la ventana, de la cual solo quedaba el marco calcinado con restos de pintura verde. Desde allí solían admirar al inalcanzable monstruo serpentino, que siempre aparecía deslumbrante al doblar la última curva. Imaginaban el rugido heroico de la Locomotora Diesel 4000 devorando el espacio vacío y el infinito ferruginoso de las líneas paralelas. Con qué ímpetu seccionaba los cráneos de los suicidas y evaporaba las despedidas a su paso por los andenes. Cómo arrollaba a las criaturas oscuras de los túneles de cartón piedra, y con qué determinación se ponía en marcha ante el banderín levantado del jefe de estación, esculpido en plomo policromado. El espectáculo grandioso del minúsculo dinosaurio resucitado siempre los dejaba convulsos, sobre todo al germano coronado de fuego. Quien maldijo con toda su alma al bandido que osara retirar de aquel escaparate navideño su deseo más ferviente.”
Fernando se disculpó por su falta de imaginación, copió así mismo sus últimas palabras en la hoja que le tendió Oscar y la colocó delante de Wilhelm. Cuando este terminó de paladear los últimos restos de su tarta de turrón, tomó el último sorbo de vino nuevo y completó el relato del siguiente modo:
“Quien maldijo con toda su alma al bandido que osara retirar de aquel escaparate navideño su deseo más ferviente. Así pues, la noche de las estrellas rutilantes, el endriago bermejo y sonrisa franca, acompañado por la cara oculta de sus dos satélites mudos, se personó, antes de dar la media noche en el reloj del ayuntamiento, frente a la vidriera de sus anhelos. Al comprobar que el gemido mecánico de la sierpe fabulosa había enmudecido, arrebatada hacia remansos más íntimos y ajenos, montó en cólera como un grifo hambriento de alas doradas y pico afilado, con sed de venganza y reparación. De regreso al otro lado de la ciudad, cuando atravesaban el puente medieval del río Fauces, se enfrentó a un subdelirio de piel rojiza que le había supurado de sus orejas puntiagudas. Lo tomó con sus poderosas garras y dejó que el agua inquieta le mordiera las vísceras hasta llegar al delirio pleno, púrpura, y sumergirlo para siempre. Solo así recuperó la forma humana y el sueño de los días venideros.”
El camarero, que había escuchado la lectura final a Oscar, mientras servía los cafés y los chupitos, pudo observar sus rostros de estupefacción. Diríase que una niebla incomprensible se hubiera cernido sobre sus almas y los hubiera dejado al desamparo de un juez terrible a punto de despertar. Como en efecto ocurrió. Nada más quedarse los tres a solas, ya sin la presencia inoportuna del camarero, a los pocos minutos, Oscar, Fernando y Wilhelm recibieron al mismo tiempo sendos wasaps en sus teléfonos móviles, idénticos los tres, que leyeron aterrorizados en silencio.
“El azar ha querido que esta noche descubra por fin al asesino de mi padre, el empleado de la juguetería que una Nochebuena regresaba a casa con algunas copas de más, vestido de Papá Noel, tras entregarle el tren del escaparate al hijo de un famoso cirujano, cuyo cuerpo encontré ahogado al día siguiente sobre las aguas gélidas del río. Sepa el homicida, que esta noche no concluirá sin haberse convertido él mismo en un cadáver no tan exquisito como el que lo ha incriminado.”
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Hacía veinte años que los tres amigos decidieron reunirse el 25 de diciembre de cada Navidad, para compartir una cena en un restaurante cuya decoración estaba dedicada al ferrocarril. En ningún momento se plantearon cómo ni con qué objeto inauguraron dicha costumbre, ni tampoco qué celebraban, si es que celebraban algo. Quizás tuviera la misión de confirmar el pacto de silencio y olvido suscrito entre ellos la noche de un 24 de diciembre, cuando contaban diez años. Sea como fuere, jamás hablaron sobre el asunto. Por el contrario, se dedicaban a hacer los comentarios más intrascendentes que pudieran encontrar en su memoria, como si trataran de ganar una carrera hacia la nada, sin meta ni llegada siquiera.
—Bueno, aquí estamos un año más, amigos —dijo Oscar, a la vez que extendía su mano derecha abierta hacia un lugar indefinido entre Fernando y Wilhelm.
Tras los abrazos y apretones de manos, ya sentados en sus respectivos lugares, Oscar les propuso, para amenizar la jornada entre plato y plato, participar en el juego del cadáver exquisito, que tanto habían practicado de niños. Lo pasarían bien recordando viejos tiempos. Para tal cometido extrajo un bolígrafo y un pequeño bloc del bolsillo interior de su americana. Él escribiría unas cuantas líneas, Fernando leería las últimas y continuaría en otra hoja distinta, y por último Wilhelm haría lo mismo partiendo a su vez de las últimas del texto anterior, como bien recordaban. Hacia el café y los chupitos uno de ellos leería en voz alta el resultado completo. La proposición fue aceptada y recibida con júbilo por ambos, de modo que Oscar esperaría a terminar el primer plato para comenzar la primera parte, eso sí, colocando su servilleta sobre el papel, con el fin de mantenerla incógnita.
Tras dar fin a su crema de marisco, Oscar escribió:
“El cadáver exquisito beberá el vino nuevo, les dijo el ceremonioso Marco Polo a sus dos perseguidores, mientras ascendía a toda prisa por la ladera del terraplén de los vientos, creyendo que estaba a punto de ser alcanzado por la piedra de David y el zarpazo del trastornado Hoffmann. Cuando llegara a la Casa de la bruja, situada junto a la vía del tren, frente a la minúscula garita abandonada del guardabarreras, no se lo pensaría dos veces, penetraría hasta el salón principal, donde clavaría su bandera lunar como prueba de su valentía y conquista, y tomaría posesión del reino selenita. Sin embargo, el vértigo amarillo de su sangre desbocada no le impidió darse cuenta, según se acercaba, de que la odiosa y superior envergadura física de los dos contrincantes se la había jugado, pues sus rostros burlones de pérfidos machos cabríos asomaban ya por una abertura del tejado desvencijado. Tras recuperar el resuello, recorrieron todas las habitaciones guardando silencio absoluto en cada una de ellas durante algunos minutos, condición indispensable para escuchar las pesadillas de sus antiguos moradores, atrapadas entre sus paredes. Creyeron que así descubrirían el crimen perpetrado hacía décadas por el loco de la sonrisa amable, según le habían oído decir alguna vez al jefe de estación. Discutieron si el culpable era el visitante desalmado del pelo rojo y mirada violeta, el mendigo despreciado con rencores en los párpados o la reina frígida de los corazones glaciales. La disputa concluyó cuando escucharon el pitido del tren en la lejanía. Subieron entonces al desván para ver pasar el correo de las 11.30 desde la ventana, de la cual solo quedaba el marco calcinado con restos de pintura verde. “
Oscar copió sus últimas palabras en una hoja aparte, la arrancó y se la pasó a Fernando, quien tras degustar su magret de pato, continuó:
“Subieron entonces al desván para ver pasar el correo de las 11.30 desde la ventana, de la cual solo quedaba el marco calcinado con restos de pintura verde. Desde allí solían admirar al inalcanzable monstruo serpentino, que siempre aparecía deslumbrante al doblar la última curva. Imaginaban el rugido heroico de la Locomotora Diesel 4000 devorando el espacio vacío y el infinito ferruginoso de las líneas paralelas. Con qué ímpetu seccionaba los cráneos de los suicidas y evaporaba las despedidas a su paso por los andenes. Cómo arrollaba a las criaturas oscuras de los túneles de cartón piedra, y con qué determinación se ponía en marcha ante el banderín levantado del jefe de estación, esculpido en plomo policromado. El espectáculo grandioso del minúsculo dinosaurio resucitado siempre los dejaba convulsos, sobre todo al germano coronado de fuego. Quien maldijo con toda su alma al bandido que osara retirar de aquel escaparate navideño su deseo más ferviente.”
Fernando se disculpó por su falta de imaginación, copió así mismo sus últimas palabras en la hoja que le tendió Oscar y la colocó delante de Wilhelm. Cuando este terminó de paladear los últimos restos de su tarta de turrón, tomó el último sorbo de vino nuevo y completó el relato del siguiente modo:
“Quien maldijo con toda su alma al bandido que osara retirar de aquel escaparate navideño su deseo más ferviente. Así pues, la noche de las estrellas rutilantes, el endriago bermejo y sonrisa franca, acompañado por la cara oculta de sus dos satélites mudos, se personó, antes de dar la media noche en el reloj del ayuntamiento, frente a la vidriera de sus anhelos. Al comprobar que el gemido mecánico de la sierpe fabulosa había enmudecido, arrebatada hacia remansos más íntimos y ajenos, montó en cólera como un grifo hambriento de alas doradas y pico afilado, con sed de venganza y reparación. De regreso al otro lado de la ciudad, cuando atravesaban el puente medieval del río Fauces, se enfrentó a un subdelirio de piel rojiza que le había supurado de sus orejas puntiagudas. Lo tomó con sus poderosas garras y dejó que el agua inquieta le mordiera las vísceras hasta llegar al delirio pleno, púrpura, y sumergirlo para siempre. Solo así recuperó la forma humana y el sueño de los días venideros.”
El camarero, que había escuchado la lectura final a Oscar, mientras servía los cafés y los chupitos, pudo observar sus rostros de estupefacción. Diríase que una niebla incomprensible se hubiera cernido sobre sus almas y los hubiera dejado al desamparo de un juez terrible a punto de despertar. Como en efecto ocurrió. Nada más quedarse los tres a solas, ya sin la presencia inoportuna del camarero, a los pocos minutos, Oscar, Fernando y Wilhelm recibieron al mismo tiempo sendos wasaps en sus teléfonos móviles, idénticos los tres, que leyeron aterrorizados en silencio.
“El azar ha querido que esta noche descubra por fin al asesino de mi padre, el empleado de la juguetería que una Nochebuena regresaba a casa con algunas copas de más, vestido de Papá Noel, tras entregarle el tren del escaparate al hijo de un famoso cirujano, cuyo cuerpo encontré ahogado al día siguiente sobre las aguas gélidas del río. Sepa el homicida, que esta noche no concluirá sin haberse convertido él mismo en un cadáver no tan exquisito como el que lo ha incriminado.”
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