CUENTOS DE LA NAVIDAD DE AHORA
Micipuchi conoce la Navidad
Los niños /as también tienen sus cuentos específicos de esta época invernal navideña. Suelen ser momentos estos que piden compañía y calor frente a la afrentosa tormenta y las bajas temperaturas. Precisamente por ello quienes por cualquier causa quedan fuera de este cobijo y transitan por esa penuria, son motivo de atención en este tipo de cuentos, que pretenden educar la sensibilidad en la compasión universal, animal o humana.
![[Img #41207]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2019/9003_5741_arbol-de-navidad-astorga-057.jpg?34)
Hacía un buen rato que no dormía, se desperezó y dio un paseo por sus dominios. Era rubio, de ojos azules y con grandes manchas blancas que realzaban su estampa. Su caminar era lento, con pasitos cortos, de vez en cuando iniciaba un suave trote que detenía en una décima de segundo, mientras sus bigotes tensos oteaban, en todas las direcciones.
Al pasar por la puerta de salida deslizó su lomo contra la vieja gatera, que estaba fuera de uso, pero al rozarla, la tabla que había servido para cerrarla se desvencijó y cayó al suelo, quedando sujeta por uno de los clavos.
Aunque Micipuchi se asustó y de un salto se puso en medio del pasillo, la curiosidad quiso que no tardara mucho en volver a husmear lo acaecido.
Primero con mucha precaución después con valentía cruzó por el agujero libre y se encontró en el pasillo de de la casa.
Era una segunda planta de un edificio centenario, en la que la escalera aun seguía como en su época dorada, con los suelos de mosaico y una barandilla de madera, un poco desconchada en su pintura marrón. En el rellano de la escalera, sólo había la puerta de la gatera.
El gato sintió la necesidad de correr al verse libre y emprendió una veloz carrera escalera arriba. Al llegar al último peldaño había una pequeña puerta medio entornada por la cual se coló. Entró en un habitáculo lleno de trastos sin ningún orden, ni colocación. Anduvo un rato olisqueando todo, sin encontrar nada que le llamase la atención, sólo un par de viejos olores a roedores, que intentó seguir la pista, pero que se difuminaban a los pocos centímetros. Casi por casualidad descubrió un rayito de luz que se colaba por un agujero.
Micipuchi se acercó y aunque vio que era un poco pequeño, no se resistió a asomarse por él. Lo primero que notó fue una fuerte sensación de frío, que le hizo retroceder, unos segundos, hasta que el olor a libertad lo hizo pasar por el estrecho orificio, no sin algunos aprietos, pues los años de buena vida le habían acarreado algún kilo de más. Una vez fuera, le fue muy fácil llegar al fondo del viejo solar de la farmacia de Primo Núñez y desde allí a la Plaza Mayor.
![[Img #41208]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2019/3154_gonzalez-iglesias-029.jpg?21)
En el reloj Colasa y Juan Zancuda, daban las ocho de una fría mañana de diciembre.
El gato se sentó en medio de la plaza y estuvo un rato mirando a su alrededor. No había pasado mucho rato desde que estaba allí cuando, un fenómeno nuevo para él le llamó la atención. Del cielo comenzaban a caer unos gigantescos copos de nieve. Primero se asustó pero luego intentaba jugar con ellos dándoles con las patitas delanteras y corriendo a su encuentro, luego al comenzar a estar todo blanco se revolcaba entre ellos. No tardó en comprender que estaba empapado en agua y con la nieve se había borrado su rastro oloroso por lo que no sabía volver a su casa. Buscó un sitio donde guarecerse y fue cuando descubrió un árbol brillante en medio de la plaza. Hasta allí fue a buscar donde cobijarse y a los pies del pino, debajo de una manta que tapaba los anclajes de sujeción, allí encontró cobijo.
Al poco rato de hallarse resguardado, fue recobrando la temperatura del cuerpo y un ligero sopor se fue apoderando de él y se quedó dormido.
Pasado un rato, unas voces le despertaron, venían de la oficina de un banco cercana donde un transeúnte era echado a la calle junto con todos sus enseres, una mochila, una manta y unos cartones. Un hombre con barba blanca y con una cazadora roja se afanaba en recoger sus pertenencias. Recogió la mochila, sin hacer caso al hombre que lo estaba increpando cada vez más sobresaltado, luego, sacudió la manta rebozada en nieve y la enrolló atándola con una cuerda que sacó de un bolsillo, la ató a la mochila y se la echó a la espalda dejando los cartones allí tirados.
Al rato, llegó el empleado de la limpieza cargado con el carro de trabajo, donde llevaba el cepillo y la pala. Recogió los cartones y dio unos escobajos a la plaza, recogiendo con el cogedor y vaciándolo en el carrito. Soplándose las manos agarró el carrito y con rapidez desapareció camino a la plaza de Santocildes. El gato lo siguió con la mirada desde su escondite, sin atreverse a salir.
Allí permaneció sentado al cobijo del árbol un buen trecho de la mañana mientras la nieve caía, con pequeños intervalos en la plaza, tiñéndola de blanco resplandeciente.
La gente cruzaba por delante sin ver nada más que el suelo inmaculado, dejando un rastro de pisadas, que en poco tiempo eran borradas por gigantescos copos.
A eso del medio día se llenó de niños que salían de todas las direcciones corriendo y chillando, como poseídos por el diablo, corrían unos detrás de los otros, en una guerra de bolas de nieve, de todos contra todos.
Las madres iban detrás de ellos esquivando las balas blancas y heladas que con demasiada frecuencia hacían blanco. Una vez que la plaza quedo toda pisada, se acabó la batalla y en unos minutos quedó sola.
En el reloj los maragatos dieron las dos de la tarde, en pocos minutos Micipuchi, que aun no había salido de su escondrijo, se volvió a quedar solo mirando en su alrededor y sintió algo de pena `por tanto silencio. La nieve dejó de caer, como sí se hubiese asustado de tanto bullicio y se hubiese marchado para otro país.
![[Img #41211]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2019/4457_gatos-decorando-destruyendo-arbol-navidad-4.jpg?23)
Una punzada de hambre recorrió el estomago del viejo gato, hasta entonces no se había acordado de su tazón lleno de leche. Fue en este momento cuando decidió dar por finalizada su pequeña excursión y regresar a su cómoda casa. Salió de debajo del árbol de Navidad con la cola bien alta, las orejas tiesas y su majestuoso paso. No había llegado a la mitad del camino cuando, él que era un gato de pedigrí, y no le podían pasar estas cosas, un can de gran tamaño le cortó el camino sin saber de dónde, ni por dónde había salido, menos mal que aun estaba bastante ligero y en cuestión de decimas de segundo ya estaba otra vez debajo del pino. El perro lo siguió hasta allí y rompiendo una rama llegó hasta el pie del árbol. Claro que para aquel entonces nuestro Micipuchi estaba en la rama más alta mirando burlonamente al chucho. El perro permaneció debajo del pino ladrando un rato hasta que un muchacho, se le acercó con la correa en la mano, fatigado después de llevar un rato persiguiendo a su mascota. Él, lo sujetó con una mano mientras enganchaba el arnés al collar y dando un fuerte tirón, sacó de allí al perro.
El gato siguió un ratito en lo alto de la rama mirando para la plaza, pero de pronto un ligero temblor le recorrió el cuerpo y erizó su pelo mientras una sensación de mareo se apodero de él. Cerró los ojos e intentó sujetarse en la rama. Clavó las uñas y se aferro fuertemente a la rama mientras se encogía y ovillaba.
Así permaneció mucho rato sin saber qué hacer, pues el pánico no le dejaba ni bajar, ni maullar.
El silbido de su dueña se oyó resonar en toda la plaza llegando a los finos oídos de Micipuchi que loco de alegría maulló, con todas sus fuerzas para poder ser oído por su salvadora.
En un segundo la plaza se llenó de niños ataviados con gorros rojos con pompones blancos, cantando villancicos, tocando zambombas, saltando, gritando y corriendo. Se acercaban a los pocos paseantes, a las tiendas que permanecían abiertas y en una milésima de segundo rodearon a la dueña del felino que no se percató del maullido de su mascota. En cuanto se vio libre volvió sus pasos sobre el camino andado y se oyó el sonido del viejo postigo cerrándose.
El gato desesperado se levantó y se abalanzó al vacio golpeándose con las ramas, muy asustado intentó asirse a una rama pero solo logró clavar una zarpa en la madera. El resultado obtenido fue lamentable, pues la uña no aguantó el peso y se arrancó de raíz. Un dolor agudo recorrió todo el cuerpo mientras caía al vacio, no pudiendo hacer nada para evitarlo. A unos dos metros escasos una gruesa rama, le amparó el golpe y fue cuando pudo asirse y sujetarse. Titiritando de frio se ovilló, y lamiendo el reguerito de sangre que manaba de su uña, se dejó adormilar mientras recuperaba las fuerzas.
Había vuelto a nevar copiosamente y la plaza era un manto blanco, la gente se había marchado, las pocas tiendas aun permanecían abiertas, pero ya estaban recogiendo para irse para sus casas, de vez en cuando cruzaba la plaza alguien deprisa y embozado, alguna vez pasaba alguna familia cargada con paquetes de regalo.
Colasa y Juan Zancuda permanecían mudos y sus ropas maragatas habían dado paso a gruesas vestiduras blancas, hasta la maza con la que dan las horas llevaba una boina de nieve.
Las farolas, hacía un rato que llenaban de sombras las bocacalles adyacentes por las que desaparecía el último empleado de los almacenes que guardaba las llaves en su pelliza mientras unos suaves mitones abrigaban sus heladas manos.
Por una de las calles se acercaba una sombra, que poco a poco, fue tomando la forma de un hombre cargando con un hatillo. Fue mirando en todas las direcciones y al ver que estaba solo en la plaza se dirigió al árbol. Primero lo rodeó y luego lo estuvo observando por unos minutos.
![[Img #41209]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2019/7492_inmaculada-ofrenda-floral-072.jpg?27)
El gatito que lo vio llegar, reconoció al mendigo desalojado del cajero, haciendo un esfuerzo sobregatuno, maulló con todas sus fuerzas. El maullido llego nítidamente a los oídos de Nicolás, que así se llamaba el mendigo, y éste con gran avidez lo descubrió entre las ramas. Se acercó al árbol y enseguida encontró al misino. Miró a su alrededor y en un cubo de basura encontró una vieja caja de fruta, la recogió y la usó como alza para subirse y poder asir al animalito.
Una vez estuvo en su poder comprobó que apenas latía y que estaba aterido de frio. Se desabotono el tabardo rojo y metió al gato en su costado, recogió sus escasos útiles y se adentró en el cajero, del cual había sido expulsado por la mañana. Allí permaneció un buen rato, hasta que Micipuchi, sacó el hocico para ver dónde estaba. El mendigo, al verle, se le llenaron de agua los ojos, el gatito salió de su costado y fue cuando le vio la uña arrancada. Rebuscando entre sus cosas, sacó un bote de Povidona Yodada y se lo aplicó a la herida mientras le soplaba amorosamente.
La escena fue observada desde el otro lado de la puerta del cajero. Unos golpes sacaron a los dos protagonistas de su mundo, Nicolás se asustó creyendo que era otra vez el empleado que lo iba a arrojar, una noche como esa, no quería pasarla en la intemperie. Al fin era Noche Buena.
La puerta se abrió y por ella apareció una mujer algo mayor tapada con una toquilla de crochet de lana, el gato una vez la vio se puso a ronronear, mientras le pasaba por entre los pies.
La mujer, loca de alegría por haber recuperado a su amigo, lo alzó y lo acariciaba mientras le susurraba al oído. Dándose cuenta de la situación de desamparo del hombre le ofreció el calor de su hogar así como compartir la cena con su familia y la comida de Navidad.
Hacía un buen rato que no dormía, se desperezó y dio un paseo por sus dominios. Era rubio, de ojos azules y con grandes manchas blancas que realzaban su estampa. Su caminar era lento, con pasitos cortos, de vez en cuando iniciaba un suave trote que detenía en una décima de segundo, mientras sus bigotes tensos oteaban, en todas las direcciones.
Al pasar por la puerta de salida deslizó su lomo contra la vieja gatera, que estaba fuera de uso, pero al rozarla, la tabla que había servido para cerrarla se desvencijó y cayó al suelo, quedando sujeta por uno de los clavos.
Aunque Micipuchi se asustó y de un salto se puso en medio del pasillo, la curiosidad quiso que no tardara mucho en volver a husmear lo acaecido.
Primero con mucha precaución después con valentía cruzó por el agujero libre y se encontró en el pasillo de de la casa.
Era una segunda planta de un edificio centenario, en la que la escalera aun seguía como en su época dorada, con los suelos de mosaico y una barandilla de madera, un poco desconchada en su pintura marrón. En el rellano de la escalera, sólo había la puerta de la gatera.
El gato sintió la necesidad de correr al verse libre y emprendió una veloz carrera escalera arriba. Al llegar al último peldaño había una pequeña puerta medio entornada por la cual se coló. Entró en un habitáculo lleno de trastos sin ningún orden, ni colocación. Anduvo un rato olisqueando todo, sin encontrar nada que le llamase la atención, sólo un par de viejos olores a roedores, que intentó seguir la pista, pero que se difuminaban a los pocos centímetros. Casi por casualidad descubrió un rayito de luz que se colaba por un agujero.
Micipuchi se acercó y aunque vio que era un poco pequeño, no se resistió a asomarse por él. Lo primero que notó fue una fuerte sensación de frío, que le hizo retroceder, unos segundos, hasta que el olor a libertad lo hizo pasar por el estrecho orificio, no sin algunos aprietos, pues los años de buena vida le habían acarreado algún kilo de más. Una vez fuera, le fue muy fácil llegar al fondo del viejo solar de la farmacia de Primo Núñez y desde allí a la Plaza Mayor.
En el reloj Colasa y Juan Zancuda, daban las ocho de una fría mañana de diciembre.
El gato se sentó en medio de la plaza y estuvo un rato mirando a su alrededor. No había pasado mucho rato desde que estaba allí cuando, un fenómeno nuevo para él le llamó la atención. Del cielo comenzaban a caer unos gigantescos copos de nieve. Primero se asustó pero luego intentaba jugar con ellos dándoles con las patitas delanteras y corriendo a su encuentro, luego al comenzar a estar todo blanco se revolcaba entre ellos. No tardó en comprender que estaba empapado en agua y con la nieve se había borrado su rastro oloroso por lo que no sabía volver a su casa. Buscó un sitio donde guarecerse y fue cuando descubrió un árbol brillante en medio de la plaza. Hasta allí fue a buscar donde cobijarse y a los pies del pino, debajo de una manta que tapaba los anclajes de sujeción, allí encontró cobijo.
Al poco rato de hallarse resguardado, fue recobrando la temperatura del cuerpo y un ligero sopor se fue apoderando de él y se quedó dormido.
Pasado un rato, unas voces le despertaron, venían de la oficina de un banco cercana donde un transeúnte era echado a la calle junto con todos sus enseres, una mochila, una manta y unos cartones. Un hombre con barba blanca y con una cazadora roja se afanaba en recoger sus pertenencias. Recogió la mochila, sin hacer caso al hombre que lo estaba increpando cada vez más sobresaltado, luego, sacudió la manta rebozada en nieve y la enrolló atándola con una cuerda que sacó de un bolsillo, la ató a la mochila y se la echó a la espalda dejando los cartones allí tirados.
Al rato, llegó el empleado de la limpieza cargado con el carro de trabajo, donde llevaba el cepillo y la pala. Recogió los cartones y dio unos escobajos a la plaza, recogiendo con el cogedor y vaciándolo en el carrito. Soplándose las manos agarró el carrito y con rapidez desapareció camino a la plaza de Santocildes. El gato lo siguió con la mirada desde su escondite, sin atreverse a salir.
Allí permaneció sentado al cobijo del árbol un buen trecho de la mañana mientras la nieve caía, con pequeños intervalos en la plaza, tiñéndola de blanco resplandeciente.
La gente cruzaba por delante sin ver nada más que el suelo inmaculado, dejando un rastro de pisadas, que en poco tiempo eran borradas por gigantescos copos.
A eso del medio día se llenó de niños que salían de todas las direcciones corriendo y chillando, como poseídos por el diablo, corrían unos detrás de los otros, en una guerra de bolas de nieve, de todos contra todos.
Las madres iban detrás de ellos esquivando las balas blancas y heladas que con demasiada frecuencia hacían blanco. Una vez que la plaza quedo toda pisada, se acabó la batalla y en unos minutos quedó sola.
En el reloj los maragatos dieron las dos de la tarde, en pocos minutos Micipuchi, que aun no había salido de su escondrijo, se volvió a quedar solo mirando en su alrededor y sintió algo de pena `por tanto silencio. La nieve dejó de caer, como sí se hubiese asustado de tanto bullicio y se hubiese marchado para otro país.
Una punzada de hambre recorrió el estomago del viejo gato, hasta entonces no se había acordado de su tazón lleno de leche. Fue en este momento cuando decidió dar por finalizada su pequeña excursión y regresar a su cómoda casa. Salió de debajo del árbol de Navidad con la cola bien alta, las orejas tiesas y su majestuoso paso. No había llegado a la mitad del camino cuando, él que era un gato de pedigrí, y no le podían pasar estas cosas, un can de gran tamaño le cortó el camino sin saber de dónde, ni por dónde había salido, menos mal que aun estaba bastante ligero y en cuestión de decimas de segundo ya estaba otra vez debajo del pino. El perro lo siguió hasta allí y rompiendo una rama llegó hasta el pie del árbol. Claro que para aquel entonces nuestro Micipuchi estaba en la rama más alta mirando burlonamente al chucho. El perro permaneció debajo del pino ladrando un rato hasta que un muchacho, se le acercó con la correa en la mano, fatigado después de llevar un rato persiguiendo a su mascota. Él, lo sujetó con una mano mientras enganchaba el arnés al collar y dando un fuerte tirón, sacó de allí al perro.
El gato siguió un ratito en lo alto de la rama mirando para la plaza, pero de pronto un ligero temblor le recorrió el cuerpo y erizó su pelo mientras una sensación de mareo se apodero de él. Cerró los ojos e intentó sujetarse en la rama. Clavó las uñas y se aferro fuertemente a la rama mientras se encogía y ovillaba.
Así permaneció mucho rato sin saber qué hacer, pues el pánico no le dejaba ni bajar, ni maullar.
El silbido de su dueña se oyó resonar en toda la plaza llegando a los finos oídos de Micipuchi que loco de alegría maulló, con todas sus fuerzas para poder ser oído por su salvadora.
En un segundo la plaza se llenó de niños ataviados con gorros rojos con pompones blancos, cantando villancicos, tocando zambombas, saltando, gritando y corriendo. Se acercaban a los pocos paseantes, a las tiendas que permanecían abiertas y en una milésima de segundo rodearon a la dueña del felino que no se percató del maullido de su mascota. En cuanto se vio libre volvió sus pasos sobre el camino andado y se oyó el sonido del viejo postigo cerrándose.
El gato desesperado se levantó y se abalanzó al vacio golpeándose con las ramas, muy asustado intentó asirse a una rama pero solo logró clavar una zarpa en la madera. El resultado obtenido fue lamentable, pues la uña no aguantó el peso y se arrancó de raíz. Un dolor agudo recorrió todo el cuerpo mientras caía al vacio, no pudiendo hacer nada para evitarlo. A unos dos metros escasos una gruesa rama, le amparó el golpe y fue cuando pudo asirse y sujetarse. Titiritando de frio se ovilló, y lamiendo el reguerito de sangre que manaba de su uña, se dejó adormilar mientras recuperaba las fuerzas.
Había vuelto a nevar copiosamente y la plaza era un manto blanco, la gente se había marchado, las pocas tiendas aun permanecían abiertas, pero ya estaban recogiendo para irse para sus casas, de vez en cuando cruzaba la plaza alguien deprisa y embozado, alguna vez pasaba alguna familia cargada con paquetes de regalo.
Colasa y Juan Zancuda permanecían mudos y sus ropas maragatas habían dado paso a gruesas vestiduras blancas, hasta la maza con la que dan las horas llevaba una boina de nieve.
Las farolas, hacía un rato que llenaban de sombras las bocacalles adyacentes por las que desaparecía el último empleado de los almacenes que guardaba las llaves en su pelliza mientras unos suaves mitones abrigaban sus heladas manos.
Por una de las calles se acercaba una sombra, que poco a poco, fue tomando la forma de un hombre cargando con un hatillo. Fue mirando en todas las direcciones y al ver que estaba solo en la plaza se dirigió al árbol. Primero lo rodeó y luego lo estuvo observando por unos minutos.
El gatito que lo vio llegar, reconoció al mendigo desalojado del cajero, haciendo un esfuerzo sobregatuno, maulló con todas sus fuerzas. El maullido llego nítidamente a los oídos de Nicolás, que así se llamaba el mendigo, y éste con gran avidez lo descubrió entre las ramas. Se acercó al árbol y enseguida encontró al misino. Miró a su alrededor y en un cubo de basura encontró una vieja caja de fruta, la recogió y la usó como alza para subirse y poder asir al animalito.
Una vez estuvo en su poder comprobó que apenas latía y que estaba aterido de frio. Se desabotono el tabardo rojo y metió al gato en su costado, recogió sus escasos útiles y se adentró en el cajero, del cual había sido expulsado por la mañana. Allí permaneció un buen rato, hasta que Micipuchi, sacó el hocico para ver dónde estaba. El mendigo, al verle, se le llenaron de agua los ojos, el gatito salió de su costado y fue cuando le vio la uña arrancada. Rebuscando entre sus cosas, sacó un bote de Povidona Yodada y se lo aplicó a la herida mientras le soplaba amorosamente.
La escena fue observada desde el otro lado de la puerta del cajero. Unos golpes sacaron a los dos protagonistas de su mundo, Nicolás se asustó creyendo que era otra vez el empleado que lo iba a arrojar, una noche como esa, no quería pasarla en la intemperie. Al fin era Noche Buena.
La puerta se abrió y por ella apareció una mujer algo mayor tapada con una toquilla de crochet de lana, el gato una vez la vio se puso a ronronear, mientras le pasaba por entre los pies.
La mujer, loca de alegría por haber recuperado a su amigo, lo alzó y lo acariciaba mientras le susurraba al oído. Dándose cuenta de la situación de desamparo del hombre le ofreció el calor de su hogar así como compartir la cena con su familia y la comida de Navidad.