Luis Miguel Suárez Martínez
Domingo, 06 de Enero de 2019

Melancolía de Lisboa

Andrés Martínez Oria, Chafariz de Lisboa, Madrid, Akrón-EEC, 2018, 206 pp.

 

 

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Tras su segundo libro de viajes, Flor de saúco (2016), y su primera incursión en la poesía, La hoja que cae en espiral (2018), Andrés Martínez Oria regresa a la novela con Chafariz de Lisboa (2018). No se caracteriza el escritor astorgano por la repetición de esquemas narrativos, y tampoco vuelve a hacerlo ahora, si bien esta nueva entrega, en algunos aspectos temáticos y formales, guarda ciertos nexos con Invitación a la melancolía (2014). Formalmente, Chafariz de Lisboa aúna moldes genéricos heterogéneos: libro de viajes, ensayo y diversas variedades de la novela, desde la sentimental y la culturalista, hasta la autoficción y la metanovela. Con ellos se relacionan los diversos hilos argumentales.

 

La historia arranca con la llegada a Lisboa del protagonista, un escritor y profesor ya maduro, que regresa con la vaga esperanza de revivir unos hechos ocurridos un año antes: el encuentro con Lucila, una joven muchacha lisboeta, que le arrastrará a un conflicto interior que se debatirá entre el deslumbramiento por la belleza y el amor. Esta ambigua relación se convertirá en un punto de partida precisamente para reflexionar sobre la belleza y el amor, con las doctrinas de Andreas Capellanus de fondo. Sobre sus protagonistas se proyectarán, a veces en un ejercicio no exento de humor e ironía, numerosos paralelismos literarios (Petrarca y Laura, Cintia y Propercio, César y Cleopatra, etc.) y mitológicos (Acis y Galatea, Pigmalión, Andrómeda, Dafne, Eurídice, Acteón y Diana…). A lo que hay que añadir las numerosas citas y alusiones literarias —de Pessoa, Cesario Verde, Camoens…— que se deslizan en distintos pasajes de la historia.

 

Y es que la literatura impregna de manera sustantiva toda la novela, incluso en su visión de Lisboa. La ciudad va a convertirse, de hecho, en uno de los personajes principales del relato, en ocasiones dejando en un segundo plano la historia de Lucila. Por una parte, la capital lusa se describe con tanta precisión que hasta se ironiza sobre ello (p. 74). Igualmente, se ancla en un tiempo muy preciso, que en algunos momentos puede datarse con toda exactitud (por ejemplo, en la p. 38 se lee la noticia de la entrega del premio Helena Vaz de Silva al escritor Claudio Magris).

 

Pero, por otro lado, la visión de Lisboa que nos transmite el narrador está estrechamente unida a sus escritores. De ahí que en el paseo por sus calles y sus cafés se evoquen una y otra vez los lugares frecuentados por Pessoa, Eça de Queiroz o Cesario Verde, sobre todo —aunque también se aluda a Antero de Quental, Saramago, Cardoso Pires, Torga o Lobo Antunes— e incluso por sus personajes, como el primo Basilio. Tampoco faltan los recuerdos de los escritores españoles como Cervantes o Unamuno. Y es que, como el propio narrador reconoce, ha leído mucho de Lisboa antes de llegar (p. 26). Así pues, la Lisboa real se funde con la Lisboa literaria.

 

 

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En un plano más amplio, Portugal será otro de los motivos centrales de las reflexiones del narrador (sobre todo a través de sus conversaciones con Vicente Guedes): la historia del país, pero también su presente, inmerso en plena crisis, su relación con España —y la doctrina del iberismo defendido por algunos de sus escritores más preclaros—, el ser y el alma de los portugueses, tan íntimamente impregnada de saudade, que no es sino otro nombre de la melancolía (pp. 134, 165…), y que explica asimismo ciertos avatares ideológicos como el sebastianismo. En este último aspecto, como ya se señaló, los nexos temáticos de Chafariz de Lisboa con Invitación a la melancolía son claros. Aparte de que la palabra ‘melancolía’ se reitera de manera significativa en diversas ocasiones (pp. 13, 32, 146, 149, 153, 156, 206…), se remite de manera implícita a aquella obra a propósito del triste fin de Alfonso X (p. 29).

 

El paso del tiempo, tan unido a la melancolía, es otro de los núcleos semánticos del libro. Un tiempo simbolizado en el fluir de las aguas de Lisboa, las del mar, las del río y las de las fuentes a las que alude el título. Más aún que la imagen manriqueña es la de Heráclito la que se impone. Significativamente, el relato comienza con la imagen del protagonista contemplando el agua; sin embargo, ya no es el mismo río, como él mismo reconoce (p. 9). Y puesto que no es posible recobrar el pasado solo puede salvarse en la memoria que, además, suele sublimarlo -“Casi todo es más hermoso en el recuerdo que cuando lo  vivimos” (p. 131)- y luego en la literatura: “El tiempo es necesario que fluya y nos traspase y olvide; y solo el arte puede asomarse un poco a su misterioso transcurrir (p. 190)”. 

 

Por último, hay que destacar la dimensión metaliteraria de la novela, aspecto también unido a su carácter de autoficción. En efecto, el protagonista, cuyo nombre (pp. 52, 114, 158…), oficio y procedencia (p. 10) coinciden con los del autor, inserta en la narración numerosos comentarios sobre el propio proceso de escritura e incluye abundantes apelaciones directas al lector (pp. 11, 49, 104…), algunas de ellas de carácter humorístico (pp. 74, 113…). Todos estos recursos sirven en último término, para jugar con las fronteras entre la realidad -o, más propiamente, realidad novelesca- y ficción; de hecho la primera se acaba integrando en la segunda borrando así sus límites: “Lucila era real y no lo era al mismo tiempo, estaba dentro y estaba fuera, pero no le encontraba el pulso a la escritura” (p. 178).

 

 

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En cuanto a los personajes, solo dos -además del propio Andrés y de la propia ciudad de Lisboa- adquieren un papel relevante: Lucila y Vicente Guedes. En realidad, más que una personalidad individual y precisa, ambos parecen cobrar sobre todo una dimensión simbólica. La joven es la vida espontánea y natural; el viejo marinero, en cambio, encarna la experiencia y la reflexión. De manera que ambos representan los dos polos entre los que el escritor se debate en sus andanzas por Lisboa, pues ya al comienzo había confesado: “El pensamiento suele alejarnos de la existencia; pensar es no saber vivir, no existir” (p. 13). Por otro lado, Guedes, especialmente a través de sus conversaciones, parece personificar el alma de Portugal; y Lucila, por su parte, parece una imagen de la musa o de la inspiración literaria. A propósito de esta dimensión simbólica de la novela, es revelador que en ella se recojan unas declaraciones de Lobo Antunes: “El libro tiene que ser simbólico y vago (…). Las historias muy directas mueren, más tarde o más temprano” (p. 113).   

 

En definitiva, Chafariz de Lisboa funde una amalgama de géneros y ofrece una variedad de enfoques que muestran una vez más la riqueza y la densidad de la narrativa de Andrés Martínez Oria.

 

 

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