Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 12 de Enero de 2019

Las amistades ficticias

                     

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El estreno del año se acompaña de pequeñas modificaciones en nuestra rutina. Propósitos más bien. Razones de estacionalidad recitan el refrán “año nuevo, vida nueva”. Y hombre, lo de una transformación radical, así, como que parece exagerado, pero la ruptura con pequeñas cosas que distraen de otras más grandes, acepto que es buena terapia.

 

Me he aplicado a esta visión más sencilla de los buenos propósitos en los que nos sumimos recién tomadas las uvas. Mi primera ruptura con el pasado más reciente ha sido salirme de unos cuantos grupos de mensajería tipo WhatsApp. No lo hago por ningún prejuicio hacia las personas que las componen, muchos de ellas, buenos, cuando no, excelentes amigos. Si analizo a fondo los contenidos de estas relaciones,  llego a constatar  la total ausencia de enemistades manifiestas.

 

Esta mi primera decisión del año se sumerge en aguas más profundas. Tengo el concepto de la amistad como una de las mayores sublimaciones de la persona. Y, además, por ventura, una de las más cercanas a nosotros en lo físico, en lo palpable. La amistad es un festival de sentimientos y sentidos que hay que degustar como se merecen. Nos regalan la vista, sobre todo, pero también el oído, el tacto, el aroma, y de forma más metafórica, el gusto.

Pero como está ocurriendo al socaire de los abusos en el uso de las nuevas tecnologías,  y su mascarón de proa, las redes sociales, ese maravilloso concepto de la amistad se degrada progresivamente. Una nómina escasa de buenos, pero buenos, buenos… amigos, era motivo de jactancia para cualquiera. La amistad es elitista por naturaleza. Lo demás, pueden ser conocidos, coincidentes, grados de relación personal que pueden resultar plenamente satisfactorios en la reciprocidad de sensaciones. Pero a un amigo de verdad, el íntimo, así, en singular, es difícil, quizás imposible,  enmarcarlo en grupos numerosos. Un amigo es devoción en estado puro, porque hacia él las obligaciones se mimetizan en lo más obvio. Es una individualidad reñida a muerte con las masificaciones.  

 

La amistad llega en muchos casos a situarse por encima de la fraternidad. Ese compadre sin lazos de sangre, ata y libera - ambas cosas al mismo tiempo-, más que la coincidencia de apellidos.  Siquiera sea por el recurrente argumento  de que al uno te lo imponen y al otro lo eliges.

 

Me solivianta cómo los tiempos que corren han frivolizado el más noble sentimiento que exportamos. Amigo se ha convertido en una palabra manoseada hasta la impudicia. Como todo, ya no es cuestión de calidad, sino de cantidad. Eres reconocido en ese patio digital de vecindad por el número de amigos virtuales  que te conceden tal honor, mediante un abúlico toque táctil en una pantalla. Un amigo siempre respetará tu privacidad. Hoy, para serlo de alguien, conforme a los cánones de la dictadura tecnológica, no tienes otra que la de estar continuamente sobreexpuesto: si desapareces un minuto del escenario, eres ser inerte en el limbo del anonimato. Cuando  escuchas las sorprendentes apologías hacia famosos o influencers (otro palabro revestido de la cursilería intelectual que es el apropiamiento de idiomas ajenos) con amistades y visitas por millones, caes en la perplejidad de hasta qué punto se pudre la más hermosa de nuestras virtudes: la capacidad para hacer amigos analógicos, de los de carne y hueso, de los que se tocan, se dejan abrazar, te ríen o te lloran, en definitiva, te obsequian con momentos de gloriosa compañía.  

 

Han sido tiempos de Navidad. Antaño, para recuerdo en calenda tan señalada, lo habitual era un tarjetón, christmas, le llamábamos en buen y racional anglicismo. Un trazo manual de letra nos retrataba un estado de ánimo, incluso en el sucinto texto de felicitación.  Si la relación era potente y el contacto lejano, una conferencia telefónica proverbial en su brevedad, por aquello de las tarifas, acercaba con la voz lo que era imposible para la vista.

 

El móvil no ha cesado estos días atrás en el timbrazo de nuevos mensajes. Bastantes procedentes de remitentes que no acerté a localizar por su identificación con un número telefónico. Casi todo felicitaciones y buenos deseos, quiero creer que sinceros, aunque carentes de las emociones que sí  encontré en un abrazo a pie de calle o de comida de camaradería, o en la emotiva voz de una llamada telefónica. Y casi todos, decorados con un montón de figurines, les llaman emoticonos, alusivos a las fiestas ya dejadas atrás, o de corazones que nunca podrán suplir un bien dicho te echamos de menos.

 

Son éstas mis razones para abjurar de modernos formulismos de amistad acomodaticia y ficticia, sin calor, sin proximidad, traducida en simbologías infantiles y palabras huecas en letras de molde, cada una igual a la siguiente, carentes del trazo lleno de sugerencias. No quiero practicar la amistad de ese modo. Me niego a devaluarla hasta tal extremo. Mis amigos, los de verdad, sé que están ahí y que me tendrán ahí, en esa  abstracción en la que han convertido hoy un mundo que, sin haber pasado mucho tiempo, fue real.

                                                                                                        

                                                     

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