Tomás Valle Villalibre
Domingo, 27 de Enero de 2019

Las rebajas

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Las puertas se abrieron de par en par, el suelo tembló, las estanterías vibraban y las dependientas se encomendaban a todos los santos que eran capaces de recordar. Miles de personas invaden el centro comercial siguiendo la tónica de todos los años, consistente primero en hacer grandes colas, posteriormente hurgar en los expositores en busca de su tesoro y finalizar peleándose con algún contrincante para conseguirlo. ¡Qué agilidad de piernas! ¡Qué dominio del roce! ¡Qué vértigo!

 

Estamos metidos de lleno en la rebajas de invierno. En las emocionantes, lamentables y nada bienhechoras rebajas. Quiero confesar que este acontecimiento creado para menguar nuestros bolsillos me enferma, no soporto estar más de media hora recorriendo una tienda, pero por alguna razón extraña siempre acabo acompañando a mi mujer o a mis hijas.

 

Hace unos días el plan era pasar la mañana gastando dinero en las rebajas, si se hacía demasiado tarde nos quedaríamos a comer y si acaso, seguiríamos  después del café con la tournée. 

 

Desde el minuto cero empecé a experimentar extrañas experiencias. Solo entrar en la primera de las tiendas perdí de vista a mi familia  entre descomunales montañas de ropa, lo que  podía haberse convertido en un auténtico  caso de busca desesperada. Pero no fue así.

 

Aprovechando que estaba perdido, me dio por echar un vistazo a unas camisas que colgaban de un  expositor, una señora se lanzó sobre mí gritándome que ella la había visto primero. Dios que miedo me entró. Intenté pedir disculpas y decirle que no tenía intención de comprarla, pero ella continuó recriminándome. Me fui intentando salvar la facha. 

 

Con las manos en los bolsillos, como disimulando, para no tener nuevos percances, me acerqué hasta un mostrador en el que una multitud hacía cola para pagar o hacer devoluciones. Por explorar un poco el entorno, me acerqué sin mucho sufrimiento, para ver los perfumes que había sobre el mencionado mostrador. Estando en ello, una mujer intentaba que la dependienta le devolviera el dinero de un vestido que por lo visto tenía un fuerte olor a colonia y manchas de maquillaje. Al final la señora confesó que lo había comprado el jueves para una boda que había tenido el sábado, pero que no le asentaba bien. Me fui de allí alucinando por la situación y convencido que la sacarían los de seguridad o que en su defecto, la dependienta se tiraría por la ventana.

 

Como soy bastante observador, me llamó la atención cómo  la mayoría de los maridos caminan  tras su señora con paso apático y la mirada terrorífica del cordero que llevan al matadero. Entre el bullicio entusiasta de gente que revuelven los montones de ropa, estos maridos asisten de pie al espectáculo con gesto mortificado, sirviendo de perchero al abrigo de la esposa y con un montón de bolsas, mientras que dentro del probador ella explora cómo le queda cada una de las prendas seleccionadas, para salir luego a desfilar delante de ese  hombre con ánimo ceniciento y la falsa ilusión de que muestre  algo de entusiasmo: -¿Pepe, me queda bien este vestido?- preguntaba la señora, envuelta en una falda de un color imposible, que casi me hizo sonrojar. El pobre Pepe le respondió con la misma empatía inerte de una merluza austral congelada, con la esperanza de que tan horrorosa prenda permaneciera en el ropero de su señora hasta las próximas rebajas. 

 

Seguí paseando entre la multitud. 

 

Manolo, gritaba una señora, mira lo que te comprado. “Pruébalo”. “Parece que lo han hecho a tú medida”. “¿No te gusta?”. “¿No me dirás que no te gusta? El pobre Manolo no se atrevió a abrir la boca para opinar sobre la prenda que acababa de adquirir su esposa. Después de ser la sobreviviente  de un más que previsible duelo encarnizado por conseguirla, no sería él quien la contradijera.

 

Transcurrido un abultado espacio de tiempo, pude contactar con mi familia, acoplarme  a  ellas y seguirlas como depositario de varias bolsas. De repente las tres me indican al unísono: “mira que botas más bonitas”. No sería yo quien les llevara la contraria. En ese momento no solo dejé de ser el escolta, sino que me dejé atrapar por el furor adquisitivo. Cogí las botas, una sudadera, unos calzoncillos… La cuestión es ser positivos y participar. Participar en las rebajas, que para algo las grandes cadenas se han gastado la pasta en esos cartelones: “Rebajas desde el 20% de descuento hasta el 50% o hasta el 70%”. ¡Qué son las rebajas leche!

 

(Nota del autor: Cualquier parecido con la realidad puede ser  pura casualidad)

 

 

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