Pueblos perdidos
![[Img #42383]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2019/6841_11406351_456891044487104_2375094084608673259_o.jpg)
Después de semanas tan largas como años aquella chica parecía predispuesta a quedar conmigo. Nunca fue tan trabajoso y elaborado un sí. Me contó que tenía una sorpresa para la primera cita si la pasaba a buscar y yo ya me veía abriendo un regalo con torpeza y cara de bobo diciendo que no hacía falta y que cuánto me gustaba. Solo los niños los abren con la dignidad de la ilusión y la inocencia. Cuando llegué me dijo que la sorpresa consistía en ir a Otero de Sariegos. No sé la cara que debí de poner, pero añadió rápidamente que no estaba muy lejos. Previamente había mostrado sus reticencias a salir ese día de fiesta, por lo que yo no entendía las razones que nos podían llevar a ir de guateque a un pueblo distinto del que éramos. Más allá de la intimidad que encontramos en uno en el que nadie nos conoce. Por lo menos a mí. Pronto comprendí, que allí tampoco la conocía nadie a ella. Lo primero que me preguntó fue que si me gustaba. Mi respuesta de que bueno, que era guapa, nos estábamos conociendo y que esa era la primera vez que quedábamos y que había más chicas, aparte de enfadarla, no la resultó pertinente. Se refería a esas casas destruidas de barro y adobe. Cuando quiso que nos bajáramos del coche, en medio de la nada, con el silencio gritando, y todo envuelto en la más absoluta oscuridad, pensé que nunca más insistiría a una chica que me dice que no por muy morena y buena que estuviera. La miré y salí con decisión y como controlando la situación. Todo iba bien hasta que, poniéndose de acuerdo, un gato hizo presencia y un pequeño árbol se mecía a la cadencia del viento. Tuvo que insistir mucho para que saliera otra vez del coche en el que me había refugiado después de semejante asalto. Ahí me di cuenta de que esa aventura iba a durar poco, no por miedo a infartar de otro susto como ese, sino porque ya habíamos llegado al desarrollo por el que pasan todas las relaciones sin ni siquiera haber empezado: primero está uno detrás del otro, y luego cuando ése ya pasa de todo, es el otro el que se engancha y tira de los dos. Cuando me relajé, paseamos y nos llenamos de barro mis zapatos y sus bailarinas. Me tranquilicé tanto que a base de respirar aire tan puro y limpio se me aparecieron señoras mayores sentadas a la puerta de sus casas, hombres moviendo el arado oxidado, niñas impulsándose en el columpio y niños ayudando a sus madres que limpiaban las ropas en la pila del pozo. Daba un poco de pena y a la vez era bonito. Como recordar los veranos en el pueblo y esos amores eternos de dos estaciones.
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Después de semanas tan largas como años aquella chica parecía predispuesta a quedar conmigo. Nunca fue tan trabajoso y elaborado un sí. Me contó que tenía una sorpresa para la primera cita si la pasaba a buscar y yo ya me veía abriendo un regalo con torpeza y cara de bobo diciendo que no hacía falta y que cuánto me gustaba. Solo los niños los abren con la dignidad de la ilusión y la inocencia. Cuando llegué me dijo que la sorpresa consistía en ir a Otero de Sariegos. No sé la cara que debí de poner, pero añadió rápidamente que no estaba muy lejos. Previamente había mostrado sus reticencias a salir ese día de fiesta, por lo que yo no entendía las razones que nos podían llevar a ir de guateque a un pueblo distinto del que éramos. Más allá de la intimidad que encontramos en uno en el que nadie nos conoce. Por lo menos a mí. Pronto comprendí, que allí tampoco la conocía nadie a ella. Lo primero que me preguntó fue que si me gustaba. Mi respuesta de que bueno, que era guapa, nos estábamos conociendo y que esa era la primera vez que quedábamos y que había más chicas, aparte de enfadarla, no la resultó pertinente. Se refería a esas casas destruidas de barro y adobe. Cuando quiso que nos bajáramos del coche, en medio de la nada, con el silencio gritando, y todo envuelto en la más absoluta oscuridad, pensé que nunca más insistiría a una chica que me dice que no por muy morena y buena que estuviera. La miré y salí con decisión y como controlando la situación. Todo iba bien hasta que, poniéndose de acuerdo, un gato hizo presencia y un pequeño árbol se mecía a la cadencia del viento. Tuvo que insistir mucho para que saliera otra vez del coche en el que me había refugiado después de semejante asalto. Ahí me di cuenta de que esa aventura iba a durar poco, no por miedo a infartar de otro susto como ese, sino porque ya habíamos llegado al desarrollo por el que pasan todas las relaciones sin ni siquiera haber empezado: primero está uno detrás del otro, y luego cuando ése ya pasa de todo, es el otro el que se engancha y tira de los dos. Cuando me relajé, paseamos y nos llenamos de barro mis zapatos y sus bailarinas. Me tranquilicé tanto que a base de respirar aire tan puro y limpio se me aparecieron señoras mayores sentadas a la puerta de sus casas, hombres moviendo el arado oxidado, niñas impulsándose en el columpio y niños ayudando a sus madres que limpiaban las ropas en la pila del pozo. Daba un poco de pena y a la vez era bonito. Como recordar los veranos en el pueblo y esos amores eternos de dos estaciones.






