José Miguel López-Astilleros
Domingo, 17 de Marzo de 2019

Adolescentes y hábito de lectura

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Hace unos días me hallaba tomando café con mi amigo Heriberto en una cafetería de los extrarradios de la ciudad. Una pareja de jóvenes, cuya edad rondaba los dieciocho años, hojeaba un periódico local con desgana mientras acababan sus respectivas consumiciones. Solo leían los titulares, a juzgar por la velocidad con la que pasaban las páginas. Al llegar a la sección de cultura, la chica le preguntó al chico que quién sería ese tal Juan Ramón Jiménez. Él se encogió de hombros y ella pasó la hoja, sin que el desconocimiento les llevara a ninguno a seguir leyendo para averiguar la respuesta. 

 

Le hice un comentario a mi amigo sobre la indigencia cultural de los jóvenes de hoy, lo cual propició un debate sobre los motivos de la anécdota que habíamos presenciado. Heriberto, en su calidad de profesor, me respondió.

 

-Lo peor no es la ignorancia, sino la falta de hábito lector para haber continuado leyendo el artículo, y así haber dado cauce a la curiosidad que les hubiera permitido conocer al menos la identidad del poeta. 

 

Me interesé por su planteamiento animándolo a que profundizara en su argumentación, máxime porque él era un lector voraz y trataba diariamente con jóvenes. 

 

-Del mismo modo que nos habituamos desde la infancia a lavarnos las manos antes de cada comida, así mismo debemos habituarnos a leer. Si esto sucede dentro de la familia, aumentan las posibilidades de que perviva en el tiempo: de padres lectores es probable que nazcan hijos lectores. En ausencia de tal condición, debería ser el colegio el que, por medio de la autoridad intelectual que tiene el profesor en esta etapa, consiguiera crearlo; como suele suceder, por otra parte, con cierta frecuencia hasta que los niños alcanzan los doce años, según le escuché a un viejo maestro hace tiempo, y comienza la confusión de la adolescencia, salvo excepciones.

 

Heriberto acercó la taza a sus labios con la mirada puesta en la pareja. Mientras sorbía su café, le pregunté por qué no había continuidad en el camino emprendido hasta entonces, qué es lo que ocurría. Posó la taza en el plato y continuó.

 

-Tenemos que distinguir entre lectura como placer y como medio para adquirir conocimientos. El hábito lector está relacionado con la primera, que es la que ha predominado hasta ahora, en cambio en los institutos no siempre sucede así; por ejemplo, las lecturas obligatorias a menudo distan años luz de ser algo placentero, debido a que, muchas veces, nada tienen que ver con las geografías interiores con las que los alumnos se identifican; no olvides que en ese período de la existencia uno busca la luz allá donde se encuentre, y esto es precisamente lo que les tenemos que proporcionar, libros que tengan que ver con el enigma del mundo al que se enfrentan con los ojos de algo que está cambiando dentro de ellos, convirtiéndolos en recién llegados, torpes e inseguros; libros que les permita entender y descubrir la corriente de la vida a la que pertenecen, y sobre todo, que estén cifrados en un lenguaje exigente pero cercano, sin caer en la ramplonería de lo vulgar. Tiempo habrá para comenzar a disfrutar de los clásicos medievales en versión original, cuando la madurez haya templado el espíritu y el dominio del lenguaje. Si fracasamos en esto, dicho aprendizaje será sustituido por pasatiempos (preferentemente electrónicos, cuando no de otro tipo menos inocente), que les abocará a la superficialidad en la interpretación de la realidad que se cierne sobre ellos. 

 

Lo interrumpí para decirle que había oído hablar de planes de lectura en los centros educativos, para atender las demandas que planteaba, y que por lo tanto…

 

-¡Ah! Desde luego. Siempre que alguien saca a colación dichos planes, termino por preguntar con ironía exagerada: ¿para alumnos o profesores? Quiero decir que solo un lector apasionado tendrá éxito (y no siempre), con su ejemplo y con la vehemencia que ponga en sus exposiciones, nada hay más efectivo. Aunque es obvio que una buena y nutrida biblioteca, tanto en el centro educativo como en el barrio o en casa, ayuda muchísimo, sobre todo como hilo conductor de esa avidez lectora contagiada por otro lector, que tendrá unas excelentes condiciones de cultivo en ella. 

 

Me felicité por la autocrítica que había desatado en él, pero le sugerí que tal vez hubiera factores ajenos a todo lo expuesto, más importantes y sutiles.

 

-Por supuesto que sí. Los adolescentes reaccionan ante unos estímulos y modelos que reciben de una sociedad de la que todos formamos parte, escasamente proclive a la lectura, quizás porque sea más fácil caer en la tentación de que alguien haga el esfuerzo por nosotros, dejándonos usurpar nuestra imaginación personal y única, que se desarrolla en la lectura; de ahí la aceptación popular de las versiones cinematográficas de novelas, cuentos o dramas. De cualquier modo, debemos aceptar que no todos vamos a ser lectores. Lo importante es que hayamos tenido la posibilidad de haber descubierto sus bondades, para luego decidir por nosotros mismo si nos aporta algo mantener dicho hábito a lo largo de nuestra existencia, sea por necesidad o provecho.

 

Antes de que saliéramos de la cafetería, se acercó a la pareja del periódico, para comunicarles que Juan Ramón Jiménez había sido un afamado loco peligroso del siglo pasado, y que había asesinado a sus siete hijos. Sonreí porque su instinto de profesor no le permitió marcharse a gusto sin que ambos terminaran la tarde sin saber quién era JRJ. A través del cristal observamos cómo volvían sobre aquel artículo para leerlo. Me hizo un guiño y continuamos el paseo charlando sobre nuestras lecturas recientes.

 

 

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