Concierto
![[Img #42498]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2019/6366_pilar-dsc_0079.jpg)
De niño te gustaba oír el mundo
José Gutiérrez
Oigo una palabra con sabor a castañas, a caldo de berza, a monotonía machadiana tras las ventanas de mi antigua habitación al norte, a los campos, a la reguera, al colegio de las monjas y a La Corona con su depósito en la cima.
Oigo hablar de rodilla en la radio.
Y mi mente se puebla de aroma de pucheros, de croquetas friéndose, de “María Pilar, pasa la rodilla.”; y la niña, la adolescente a quien sus amigas llamaban Pili, que sonaba menos a señora, empuñaba a regañadientes el trapo de cocina para, quién iba a decirle en aquellos entonces, limpiar, fijar y esplendorear la mesa, la encimera, los armarios, los quemadores de la cocina, muchos años antes de aplicarse a lo mismo con el idioma desde las aulas, unas y otro tan zarandeados hoy en día.
De niño se hace acopio de impresiones. Los ojos ven más lejos, no los laceran aún las dioptrías o la vista cansada; pero también son capaces de apreciar lo menudo, lo que luego olvidamos o desvemos a propósito.
De niños nos registran, nos aleccionan, nos abruman:
“¡Así no se coge! ¡Así no se pasa! ¡Así no se escurre!”.
Oigo rodilla en la radio. No había vuelto a decir esa palabra.
Cambié lluvia por cal, oscuridad de invierno por sol extenuante, el verde por el azul. Los fréjoles por las judías, el guaje por el niño, la pota por la olla, el pardal por el gorrión, achiperres por trastos, lambrión por goloso. Tanto y tantos.
Y la rodilla se desdobló en bayetas y paños que no sé si ya cojo, paso y escurro adecuadamente.
Ni siquiera soy Pili ni soy María Pilar.
Tiempo pasado, encerrado en la bola de cristal de una palabra casi muerta. Con sus copos de nieve, con su misa del gallo, con su frío en las manos, con sus monjas modernas.
Tiempo pasado que bien pasado está, no es cuestión de mirarse la espalda y dejar de avanzar.
La memoria debe tener su sitio una vez hechas las paces, saldadas las deudas y reparados los daños para cerrar las heridas personales, familiares o ciudadanas. En ese momento su existencia se vuelve subterránea y aflora cuando menos se lo espera uno. Entonces se llenan los sentidos de olores, de sonidos insólitos, de música de epidermis, la vida que se recupera cuando de repente oímos una palabra nunca más pronunciada cuya melodía desgranan violines de aromas, pianos de voces muertas, violas de geografías que el tiempo ha vulnerado hasta hacerlas irreconocibles, tubas de oficios que no llegaron a franquear el siglo veinte, fagots que traen consigo tiendas de ultramarinos, cines derribados, recreativos de las tardes interminables de los sábados, chelos de teatro y magostos, trompetas de excursiones y cesta de la merienda, castañales y viñas. Toda la orquesta en feliz convocatoria de espíritus y remembranza.
Oír una palabra y celebrar lo que fuimos al compás de sus letras, lo que fraguó lo más hondo de nosotros mismos, lo que nos distingue y nos hermana, madre, lengua. Da igual de qué rincón, si urbano o rural, todos tenemos uno.
Dejémoslo latir. Escuchemos su verdad inmarchitable. La única. La nuestra. La que queda en esa seda ajada que llamamos memoria. Que llamamos mirada. La caja de tesoros que guardaremos siempre.
De niño te gustaba oír el mundo
José Gutiérrez
Oigo una palabra con sabor a castañas, a caldo de berza, a monotonía machadiana tras las ventanas de mi antigua habitación al norte, a los campos, a la reguera, al colegio de las monjas y a La Corona con su depósito en la cima.
Oigo hablar de rodilla en la radio.
Y mi mente se puebla de aroma de pucheros, de croquetas friéndose, de “María Pilar, pasa la rodilla.”; y la niña, la adolescente a quien sus amigas llamaban Pili, que sonaba menos a señora, empuñaba a regañadientes el trapo de cocina para, quién iba a decirle en aquellos entonces, limpiar, fijar y esplendorear la mesa, la encimera, los armarios, los quemadores de la cocina, muchos años antes de aplicarse a lo mismo con el idioma desde las aulas, unas y otro tan zarandeados hoy en día.
De niño se hace acopio de impresiones. Los ojos ven más lejos, no los laceran aún las dioptrías o la vista cansada; pero también son capaces de apreciar lo menudo, lo que luego olvidamos o desvemos a propósito.
De niños nos registran, nos aleccionan, nos abruman:
“¡Así no se coge! ¡Así no se pasa! ¡Así no se escurre!”.
Oigo rodilla en la radio. No había vuelto a decir esa palabra.
Cambié lluvia por cal, oscuridad de invierno por sol extenuante, el verde por el azul. Los fréjoles por las judías, el guaje por el niño, la pota por la olla, el pardal por el gorrión, achiperres por trastos, lambrión por goloso. Tanto y tantos.
Y la rodilla se desdobló en bayetas y paños que no sé si ya cojo, paso y escurro adecuadamente.
Ni siquiera soy Pili ni soy María Pilar.
Tiempo pasado, encerrado en la bola de cristal de una palabra casi muerta. Con sus copos de nieve, con su misa del gallo, con su frío en las manos, con sus monjas modernas.
Tiempo pasado que bien pasado está, no es cuestión de mirarse la espalda y dejar de avanzar.
La memoria debe tener su sitio una vez hechas las paces, saldadas las deudas y reparados los daños para cerrar las heridas personales, familiares o ciudadanas. En ese momento su existencia se vuelve subterránea y aflora cuando menos se lo espera uno. Entonces se llenan los sentidos de olores, de sonidos insólitos, de música de epidermis, la vida que se recupera cuando de repente oímos una palabra nunca más pronunciada cuya melodía desgranan violines de aromas, pianos de voces muertas, violas de geografías que el tiempo ha vulnerado hasta hacerlas irreconocibles, tubas de oficios que no llegaron a franquear el siglo veinte, fagots que traen consigo tiendas de ultramarinos, cines derribados, recreativos de las tardes interminables de los sábados, chelos de teatro y magostos, trompetas de excursiones y cesta de la merienda, castañales y viñas. Toda la orquesta en feliz convocatoria de espíritus y remembranza.
Oír una palabra y celebrar lo que fuimos al compás de sus letras, lo que fraguó lo más hondo de nosotros mismos, lo que nos distingue y nos hermana, madre, lengua. Da igual de qué rincón, si urbano o rural, todos tenemos uno.
Dejémoslo latir. Escuchemos su verdad inmarchitable. La única. La nuestra. La que queda en esa seda ajada que llamamos memoria. Que llamamos mirada. La caja de tesoros que guardaremos siempre.