"Una vez más, la ciudad es templo abierto y sus calles oración fervorosa"
Las calles de Astorga han visto pasar en la tarde de este Viernes Santo la comitiva del Santo Entierro, la procesión organizada por la Cofradía de la Santa Vera Cruz. El Palacio de Gaudí ha sido testigo del acto del desenclavo.
![[Img #43147]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/619_img-20190419-wa0044.jpg)
Juan María González Gullón. (Fragmento del pregón de Semana Santa. Año1984)
¿Pedimos unas nubes para la tarde del Viernes Santo? Parecen escenografía apropiada y el más adecuado dosel para cubrir el solemne desfile del Santo Entierro. Horas de luto silencioso, algunas escenas del Calvario y las bandejas con los atributos de la Pasión - durante muchos años portadas por seminaristas - preceden a la urna con la imagen yacente de Jesús. La multitud se agolpa en la plaza Mayor y no falta a lo largo del recorrido procesional. En el desfile, las largas filas de devotos son cerradas por todas las autoridades y la batería de honores. Una vez más, la ciudad es templo abierto y sus calles oración fervorosa que parece nacer en cada piedra.
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![[Img #43149]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/7252_img-20190419-wa0042.jpg)
Pär Lagerkvist. (Fragmento de Barrabás. Pags 149-152)
Cuando Sahak fue crucificado, Barrabás se escondió a cierta distancia, detrás de los matorrales para que su amigo no lo viera desde la cruz. Pero Sahak había padecido de antemano tal tortura que de todas maneras no lo hubiera divisado. Se había procedido así por una antigua costumbre, pensando que el procurador había olvidado de dar la orden. Pero en realidad el amo no había tenido tal intención, si bien no se había preocupado de impartir órdenes contrarias. Y entonces, para mayor seguridad, los verdugos trabajaron como siempre. Ignoraban por qué crimen se había condenado al esclavo y poco les importaba. Se limitaban a la tarea corriente.
La cabeza de Sahak estaba de nuevo semirrapada y sus cabellos de nieve manchados con sangre. Su rostro nada expresaba, pero Barrabás, que lo conocía a fondo, adivinaba lo que habría expresado ese semblante si hubiese podido. Fijaba en él sin cesar su ardiente mirada, si se pudiera decir que una mirada como la de Barrabás era ardiente; pero en aquel momento no era inexacto afirmarlo. Contemplaba también el cuerpo descarnado, del cual, aunque lo hubiera querido, no habría podido apartar la vista. Ese cuerpo era tan magro, tan débil, que resultaba difícil imaginar qué crimen había cometido. Pero sobre el pecho, en el que resaltaban los huesos, las insignias del Estado habían sido marcadas con un hierro candente, para que se viera que se trataba de un delincuente político. En cambio, la placa de esclavo, como algo valía y resultaba inútil, ya no colgaba del cuello de Sahak.
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![[Img #43152]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/8695_img-20190419-wa0046.jpg)
![[Img #43153]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/3742_img-20190419-wa0047.jpg)
El lugar del suplicio, una pequeña colina situada en las afueras de la dudad, se hallaba rodeado de matorrales y malezas. Detrás de uno de aquellos matorrales estaba Barrabás, el liberado. Aparte de él y de los hombres que estaban ocupados en la crucifixión, no había allí ni un solo ser humano; nadie, en verdad, tenía interés en asistir a la muerte de Sahak. La gente se reunía a menudo allí, sobre todo cuando se trataba de un gran criminal. Pero Sahak no había ni asesinado ni hecho nada sensacional; no se lo conocía y se ignoraba la razón de su condena.
Era de nuevo primavera, como el día en que subieron de la mina y Sahak había caído de rodillas gritando: ¡¡Ha venido!” La tierra estaba verde y cubierta de flores, aun en el lugar del suplicio. Brillaba el sol sobre las montañas y sobre el mar, que se extendía cerca de allí. Pero como era mediodía, el calor se tornaba abrumador y, no bien uno se movía en aquella colina impura, verdaderos enjambres de moscas alzaban el vuelo. Cubrían el cuerpo de Sahak, quien no tenía fuerzas de moverse para ahuyentarlas. No, la muerte de Sahak nada tenía de grandiosa, nada que elevara el ánimo.
Era extraño que Barrabás estuviera a tal punto impresionado.
Seguía esa agonía con ojos en que se leía la intención de no olvidar nada, ni el sudor que corría por la frente y los sobacos profundos, ni el pecho que se levantaba con las marcas del hierro candente del Estado, ni las moscas que nadie ahuyentaba. La cabeza se inclinaba y el moribundo respiraba con dificultad. A pesar de la distancia, Barrabás oía cada soplo. A su vez respiraba con dificultad, precipitadamente, y su boca se entreabría como la de su amigo en la cruz. Hasta tenía la impresión de tener sed, como debía de ser el caso del otro. Era singular que Barrabás experimentara todo eso; pero ¡había estado tanto tiempo encadenado a Sahak! Le parecía que aún lo estaba, que de nuevo los vínculos de hierro lo unían al crucificado.
Sahak ahora se esforzaba por hablar; quería decir algo, pedir tal vez que le dieran de beber; pero nadie lo oyó, ni siquiera Barrabás, aunque se esforzaba por oír todo. En realidad, estaba demasiado lejos. Habría podido evidentemente correr hasta la cruz, en lo alto de la colina, llamar a su amigo y preguntarle qué deseaba, si podía socorrerle en alguna forma; y al mismo tiempo podría haber ahuyentado las moscas. Pero no se movió. Quedó escondido detrás de su matorral. Nada hacía, sino mirar continuamente —con la misma expresión febril— la boca de su compañero, entreabierta por el sufrimiento.
![[Img #43154]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/9509_img-20190419-wa0049.jpg)
![[Img #43155]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/7495_img-20190419-wa0050.jpg)
![[Img #43157]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/2252_img-20190419-wa0052.jpg)
A poco resultó visible que la agonía del crucificado estaba llegando a su fin. Ya se veía apenas el movimiento del pecho y desde el sitio en que se hallaba Barrabás no se oía más la respiración. Al cabo de unos momentos, el descarnado pecho dejó de moverse y fue fácil comprobar que Sahak había muerto. Inadvertido, expiró en silencio, sin que la tierra se oscureciera y sin que se produjese el menor milagro. Los que estaban encargados de vigilar la muerte de Sahak nada notaron; recostados en el suelo, jugaban a los dados, exactamente como lo habían hecho la última vez, hacía ya mucho tiempo. Pero ahora no se levantaron súbitamente y no parecieron espantados por la muerte del crucificado. Ni siquiera le prestaron atención. El único que lo advirtió fue Barrabás. Cuando comprendió que todo había terminado, vaciló y se dejó caer de rodillas, como si estuviera rezando.
Era extraño. ¡Qué feliz se habría sentido Sahak si hubiese visto eso! Pero ya estaba muerto.
Por otra parte, aunque Barrabás hubiera doblado las rodillas, no rezaba, pues no tenía a nadie a quien rezar. Quedó allí un momento, arrodillado.
Luego escondió en las manos su consumido rostro de barba gris y sin duda lloró.
Un soldado lanzó una imprecación porque acababa de descubrir que el hombre clavado en la cruz había muerto y que sonaba la hora de bajarlo de la cruz y volver cada uno a su propia casa. Fue efectivamente lo que hicieron.
He ahí exactamente lo que ocurrió cuando Sahak fue crucificado y Barrabás, el liberado, lo vio morir.
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![[Img #43150]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/6007_img-20190419-wa0043.jpg)
![[Img #43147]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/619_img-20190419-wa0044.jpg)
Juan María González Gullón. (Fragmento del pregón de Semana Santa. Año1984)
¿Pedimos unas nubes para la tarde del Viernes Santo? Parecen escenografía apropiada y el más adecuado dosel para cubrir el solemne desfile del Santo Entierro. Horas de luto silencioso, algunas escenas del Calvario y las bandejas con los atributos de la Pasión - durante muchos años portadas por seminaristas - preceden a la urna con la imagen yacente de Jesús. La multitud se agolpa en la plaza Mayor y no falta a lo largo del recorrido procesional. En el desfile, las largas filas de devotos son cerradas por todas las autoridades y la batería de honores. Una vez más, la ciudad es templo abierto y sus calles oración fervorosa que parece nacer en cada piedra.
![[Img #43148]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/7302_img-20190419-wa0037.jpg)
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Pär Lagerkvist. (Fragmento de Barrabás. Pags 149-152)
Cuando Sahak fue crucificado, Barrabás se escondió a cierta distancia, detrás de los matorrales para que su amigo no lo viera desde la cruz. Pero Sahak había padecido de antemano tal tortura que de todas maneras no lo hubiera divisado. Se había procedido así por una antigua costumbre, pensando que el procurador había olvidado de dar la orden. Pero en realidad el amo no había tenido tal intención, si bien no se había preocupado de impartir órdenes contrarias. Y entonces, para mayor seguridad, los verdugos trabajaron como siempre. Ignoraban por qué crimen se había condenado al esclavo y poco les importaba. Se limitaban a la tarea corriente.
La cabeza de Sahak estaba de nuevo semirrapada y sus cabellos de nieve manchados con sangre. Su rostro nada expresaba, pero Barrabás, que lo conocía a fondo, adivinaba lo que habría expresado ese semblante si hubiese podido. Fijaba en él sin cesar su ardiente mirada, si se pudiera decir que una mirada como la de Barrabás era ardiente; pero en aquel momento no era inexacto afirmarlo. Contemplaba también el cuerpo descarnado, del cual, aunque lo hubiera querido, no habría podido apartar la vista. Ese cuerpo era tan magro, tan débil, que resultaba difícil imaginar qué crimen había cometido. Pero sobre el pecho, en el que resaltaban los huesos, las insignias del Estado habían sido marcadas con un hierro candente, para que se viera que se trataba de un delincuente político. En cambio, la placa de esclavo, como algo valía y resultaba inútil, ya no colgaba del cuello de Sahak.
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El lugar del suplicio, una pequeña colina situada en las afueras de la dudad, se hallaba rodeado de matorrales y malezas. Detrás de uno de aquellos matorrales estaba Barrabás, el liberado. Aparte de él y de los hombres que estaban ocupados en la crucifixión, no había allí ni un solo ser humano; nadie, en verdad, tenía interés en asistir a la muerte de Sahak. La gente se reunía a menudo allí, sobre todo cuando se trataba de un gran criminal. Pero Sahak no había ni asesinado ni hecho nada sensacional; no se lo conocía y se ignoraba la razón de su condena.
Era de nuevo primavera, como el día en que subieron de la mina y Sahak había caído de rodillas gritando: ¡¡Ha venido!” La tierra estaba verde y cubierta de flores, aun en el lugar del suplicio. Brillaba el sol sobre las montañas y sobre el mar, que se extendía cerca de allí. Pero como era mediodía, el calor se tornaba abrumador y, no bien uno se movía en aquella colina impura, verdaderos enjambres de moscas alzaban el vuelo. Cubrían el cuerpo de Sahak, quien no tenía fuerzas de moverse para ahuyentarlas. No, la muerte de Sahak nada tenía de grandiosa, nada que elevara el ánimo.
Era extraño que Barrabás estuviera a tal punto impresionado.
Seguía esa agonía con ojos en que se leía la intención de no olvidar nada, ni el sudor que corría por la frente y los sobacos profundos, ni el pecho que se levantaba con las marcas del hierro candente del Estado, ni las moscas que nadie ahuyentaba. La cabeza se inclinaba y el moribundo respiraba con dificultad. A pesar de la distancia, Barrabás oía cada soplo. A su vez respiraba con dificultad, precipitadamente, y su boca se entreabría como la de su amigo en la cruz. Hasta tenía la impresión de tener sed, como debía de ser el caso del otro. Era singular que Barrabás experimentara todo eso; pero ¡había estado tanto tiempo encadenado a Sahak! Le parecía que aún lo estaba, que de nuevo los vínculos de hierro lo unían al crucificado.
Sahak ahora se esforzaba por hablar; quería decir algo, pedir tal vez que le dieran de beber; pero nadie lo oyó, ni siquiera Barrabás, aunque se esforzaba por oír todo. En realidad, estaba demasiado lejos. Habría podido evidentemente correr hasta la cruz, en lo alto de la colina, llamar a su amigo y preguntarle qué deseaba, si podía socorrerle en alguna forma; y al mismo tiempo podría haber ahuyentado las moscas. Pero no se movió. Quedó escondido detrás de su matorral. Nada hacía, sino mirar continuamente —con la misma expresión febril— la boca de su compañero, entreabierta por el sufrimiento.
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A poco resultó visible que la agonía del crucificado estaba llegando a su fin. Ya se veía apenas el movimiento del pecho y desde el sitio en que se hallaba Barrabás no se oía más la respiración. Al cabo de unos momentos, el descarnado pecho dejó de moverse y fue fácil comprobar que Sahak había muerto. Inadvertido, expiró en silencio, sin que la tierra se oscureciera y sin que se produjese el menor milagro. Los que estaban encargados de vigilar la muerte de Sahak nada notaron; recostados en el suelo, jugaban a los dados, exactamente como lo habían hecho la última vez, hacía ya mucho tiempo. Pero ahora no se levantaron súbitamente y no parecieron espantados por la muerte del crucificado. Ni siquiera le prestaron atención. El único que lo advirtió fue Barrabás. Cuando comprendió que todo había terminado, vaciló y se dejó caer de rodillas, como si estuviera rezando.
Era extraño. ¡Qué feliz se habría sentido Sahak si hubiese visto eso! Pero ya estaba muerto.
Por otra parte, aunque Barrabás hubiera doblado las rodillas, no rezaba, pues no tenía a nadie a quien rezar. Quedó allí un momento, arrodillado.
Luego escondió en las manos su consumido rostro de barba gris y sin duda lloró.
Un soldado lanzó una imprecación porque acababa de descubrir que el hombre clavado en la cruz había muerto y que sonaba la hora de bajarlo de la cruz y volver cada uno a su propia casa. Fue efectivamente lo que hicieron.
He ahí exactamente lo que ocurrió cuando Sahak fue crucificado y Barrabás, el liberado, lo vio morir.
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