Eloy Rubio
Viernes, 19 de Abril de 2019

San Juanín: "cien metros de emoción contenida y de esfuerzo, casi sin aliento"

No importó la lluvia que en la mañana de este Viernes Santo ha vuelto hacer acto de presencia en Astorga: San Juanín corrió. La Real Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno y María Santísima de la Soledad enfiló la baja de la Estación a las 8,45 horas con todos los pasos que componen la Procesión del Encuentro con los plásticos preparados para colocárselos a las imágenes si la lluvia arreciaba.

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Paulino Sutil. (Fragmento del pregón de la Semana Santa del año 1995)

 

En este amanecer del Viernes Santo, nadie en Astorga necesite de despertador. La emoción, el encanto y la tradición más viva cada año, sirve de empujón para salir a la calle. Todavía soñolientos... pues la alborada ha sido larga y tensa, la noche inolvidable. Pero en la Plaza Mayor ya están todos: grandes y sobre todo pequeños a los que hay que enseñar la tradición del ENCUENTRO, de un San juanín que corre. No cabe duda, es uno de los momentos más entrañables, más enraizados en el sentimiento de la Pasión de Astorga.

 

Ya quedan atrás aquellos años cuando todavía se divisaban estrellas en la noche y los amaneceres eran frescos y fuertes, pero quizás el ENCUENTRO, más íntimo y emotivo. Ahora ya son las diez de la mañana. Bien es verdad que hace rato, horas, que la Cofradía, así llamada de los Judíos de Puerta Rey, recorre calles y esquinas. Pendón y crespones, túnicas y cruces negras (austeridad y luto); pasos entrañables de Cañinas y amiguetes; apóstoles cobardes y arrepentidos. Pero sobre todo ELLA, en dolor y amargura, ojos llorosos y tristes, corazón sereno... allí está: Calle Pío Gullón, calle de la santa amargura:

 

Se ha abierto paso en las filas

una doliente mujer.

Tu madre te quiere ver

retratado en sus pupilas.

 

Y San Juanín que sale a la Plaza: manto rojo al viento, manos temblorosas, corazón tenso... 100 metros de emoción contenida y de esfuerzo, casi sin aliento : ¡María, está ahí .... Ya viene!

 

 

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Tras el Ayuntamiento aparece el Nazareno "con la túnica morada y la cara ensangrentada", despacio, dolorido... Un encuentro hecho en dolor y amor y sobre todo aceptación. Sólo se siente el latido del corazón, el leve choque de las andas, la mirada del Hijo y de la Madre. No hay tiempo... a seguir. Suenan de nuevo los tambores camino del Sur, Puerta del Rey y María, la madre al lado de su Hijo:

 

sin un sollozo, sin un gemido;

mustia la frente, mudos los labios.

Como una imagen de eterna angustia

camina la madre hacia el Calvario.

 

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Roberto Pazzi. (Fragmento de 'Evangelio de Judas' p. 221-226)

 

  —¡Ahora escúchame bien, Poncio Pilatos! Regresa­rás a tu provincia con este volumen, donde queda re­flejado, a grandes rasgos y con muchos detalles por definir que estableceremos juntos, todo lo que deberás realizar. Apenas sople el viento favorable empren­derás el viaje hacia Cesárea. Si quieres salvar tu vida debes acusarte y acusarme de la muerte de Jeshua de Nazareth. ¿Cómo? Entregándoles a todos los historia­dores de Judea, de Siria y Egipto la versión de los he­chos que ahora te explicaré y que está resumida aquí, como documento reservado sólo para ti y que deberás destruir dentro de un año. Todos tendrán que recibir esta versión como la única verdadera: escribas, epigra­fistas, gramáticos, retóricos, exégetas de la Biblia, doc­tores de la ley, sabios, analistas, maestros de las es­cuelas. Todos aquellos que de alguna forma tengan relación con la escritura y los papeles de papiro, de carta pécora, los pergaminos, el mármol, la cerámica, la arenisca, las tablillas de cera, en definitiva cualquier espejo donde repose la fatigada palabra oral y se com­plazca de morir en la paz del signo escrito que perma­nece.

 

 Así pues, Jeshua murió en Jerusalén durante la semana de la Pascua hebrea, en el decimonoveno año de mi reinado, crucificado sobre la cruz tras un proce­so regular que tú le promoviste por la culpa de lesa majestad del emperador romano.

 

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Pilatos, en una pausa del viejo que parecía sonreír de satisfacción, pidió permiso para sentarse. Lo que oía era demasiado absurdo, tenía que tratarse de una nueva argucia, otra trampa. Obtenido el permiso pa­ra sentarse, prosiguió escuchando a Tiberio.

 

 

—Durante la fiesta de los hebreos, en Jerusalén, ¿no había tal vez algún condenado a muerte que pu­dieras liberar mediante un acto de mi clemencia so­berana, para contraponer a Jeshua en la elección del pueblo?

 

 

—Sí, César, había Barrabás, un conspirador; Di­mas, un ladrón; Gesta, un asesino y ratero...

 

 

—Basta, tres son demasiados para oponerlos a Jeshua: el enfrentamiento sucedió sólo entre él y Ba­rrabás. De modo que lo haremos así: el pueblo habrá aclamado con grandes voces que mataras a Jeshua y en cambio salvaras a Barrabás. Los otros dos serán crucificados junto a Jeshua. Sí. Me parece bien, ¿no lo crees? —preguntó Tiberio con una ligera sonrisa de complicidad. Poncio Pilatos asintió con un gran mo­vimiento de su cabeza, secándose el abundante sudor del cuello con el pliegue de la túnica.

 

 

“Entonces, sobre la cruz, uno de los dos ladrones, diría más bien Dimas, profesará su fe en él. Cuando ya empiece la agonía de Jeshua le harás beber vina­gre que le ofrecerá uno de nuestros centuriones. Pero él lo rechazará. Mientras tanto los soldados se juga­rán su túnica roja, como esa con la que te estás secan­do el sudor —Pilatos, atemorizado, dejó caer la ropa: un relámpago maligno había pasado por la mirada de Tiberio—. El camino para subir al monte del su­plicio habrá sido largo y marcado por encuentros con sus discípulos más queridos, pero el más angustioso será el encuentro con su madre. Recuerda bien que después, en la hora de la muerte, se producirá una sacudida de terremoto tan terrible que se sentirá en muchos lugares de Oriente y también más allá... casi hasta Capri... —el rostro de Tiberio se contrajo de manera horrorosa y perdió completamente su extra­ña alegría. De nuevo su cara oscura y amenazadora lo acosaba como tres días atrás—: Pero ¿estás verda­deramente seguro, Poncio Pilatos, de que jamás lo has hecho crucificar?... ¡Cuidado, ya sabes lo que os espera si me habéis mentido todos juntos! ¡El verdu­go ya está listo!

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—¡César, tú mismo has oído a mis acompañantes! ¿Cómo podría haberles avisado para que te mintie­ran si he permanecido aquí a tu lado cuando los hi­ciste llamar? —imploró Poncio Pilatos.

 

—Prosigamos entonces... Es importante que sobre la cruz haya una inscripción en latín: “Jeshua nazare­no rey de los Judíos.”

 

Su ruina es la palabra escrita. Durante el proceso tú le preguntarás más de una vez si él es el rey de los Judíos. El callará dos veces, luego te contestará con una extraña habilidad: “Tú lo has dicho.” Para acentuar la gravedad de la responsabili­dad de los hebreos en este proceso y distanciarnos un poco de un acto que es claramente injusto según nuestro derecho y que en un futuro —aquí Tiberio pareció husmear el aire y apretar la nariz como si ol­fateara un olor— nos haría sospechosos, tú, Poncio Pilatos, tendrás que cumplir un gesto de distancia- miento ostentoso de aquellos fanáticos del Sanedrín de Jerusalén. Había pensado sugerirte uno más bien simbólico. Si quieres, incluso te lo leo, me parece que ha quedado bien... —Tiberio, con un matiz de vani­dad literaria que nadie le había observado nunca, empezó a leer la historia de cómo Pilatos, tras la sen­tencia de muerte, se hizo traer un gran bacín de plata y un ánfora de agua, y se lavó públicamente las ma­nos ante el pueblo en señal de querer quedar inmune de la sangre de aquel justo que era Jeshua.

 

 

Cautivado por el placer de lo que había escrito y quizá incluso por la esperanza de recibir un halago de su aterrorizado oyente, Tiberio proseguía sin dia­logar ya con Pilatos. Y a los oídos de Pilatos llegaba la evocación de la escena de la última cena con el anuncio de la muerte a traición por parte de uno de sus más fieles secuaces. Luego, durante la cena, el momento solemne de la fundación de un poder que ellos, los doce, representarían por todas partes hasta el final de los tiempos. Fue en aquel momento cuan­do Tiberio, levantando los ojos, interrumpió la lectu­ra y le preguntó con un ligero titubeo:

 

 

—Poncio Pilatos, ¿te gusta lo que he escrito? —aquella pregunta extravió al procónsul de Judea en la búsqueda frenética y vana de un adjetivo entusias­ta. Decepcionado, Tiberio, ya sin buscar el aplauso, añadió una severa recomendación—: ¡Sobre todo no te olvides de difundir y transmitir esta invención del poder de sus herederos! Es el detalle fundamental de toda nuestra falsificación.

 

 

Tras obtener suficientes garantías sobre este pun­to, Tiberio prosiguió con la explicación detallada, a través de páginas y páginas, del final de Jeshua y de lo que había hecho y dicho en los momentos más destacados de su vida. Pilatos no perdía una sílaba, tenso como estaba cuando cruzó el umbral de la sala, incapaz de calcular el tiempo que había pasado des­de que se sentó para escuchar lo que iba a ser para la historia la vida de un oscuro fanático que vivió en la provincia de Judea bajo el proconsulado de Poncio Pilatos y el reinado de Tiberio. Finalmente Tiberio le­yó las últimas palabras y enrolló el volumen, sellán­dolo con su anillo. Le tendió el rollo a Poncio Pilatos, mirando fijamente el frágil envoltorio, fascinado co­mo nunca lo había estado por el poder de la escri­tura. Era el texto que podía salvar, con su mentira oficial y amplificada —en relación a la que Judas enunció en sus papeles para acrecentar el odio de su gente contra los romanos—, la verdad del secreto de Jeshua. Porque ni con el mayor esfuerzo de su imagi­nación Tiberio alcanzaría a sospechar que la avidez de poder de los discípulos de Jeshua, una vez en po­sesión del evangelio de Judas, pudiera ser tan fuerte hasta el extremo de hacerles no sólo aceptar sino in­cluso buscar la alianza con un heredero del empera­dor romano.

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Cuando, dentro de unos siglos y en alguna parte, se encontrara el evangelio de Judas, la culpa de Tibe­rio que él mismo se había atruibuido por amor hacia Jeshua, evitaría al mundo la réplica del mal del Impe­rio en un nuevo poder de los sacerdotes de Jeshua. Consideraba que su mentira sistemática sería pro­videncial, a diferencia de la mentira nacionalista de Judas, y que los herederos de aquél, ansiosos por gobernar el mundo con las palabras del Nazareno transcritas y traicionadas por el zelota, no podrían realizar su sueño de alianza estratégica con el Impe­rio frente a un Imperio romano marcado ya por Tibe­rio con el asesinato de Dios. Sólo podía responderle así a Jeshua, que quería redimirlo del mal del poder: cargándose con la culpa de la cruz que no tenía. La verdad de que a Jeshua no lo habían matado los fari­seos y Poncio Pilatos sino que había desaparecido, tal vez resucitado en alguna otra parte de la tierra, como una divinidad que no tenía dónde detenerse y que no aventajaba a ningún pueblo, vencería silenciosamen­te sobre todos los intentos de sus evangelistas para distorsionarla. Aquel hombre, que sólo había habla­do y actuado sin querer escribir o permitir que se es­cribiera nada, finalmente no moriría en las páginas de alguna regla para ofender al mundo con el juicio entre buenos y malos.

 

 

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Tiberio se daba cuenta de estar repitiendo la obra de Augusto, si bien con un gesto opuesto al suyo: Augusto había destruido el poema de Cornelio Galo y de este modo había realizado su profecía, él, en cambio, había falsificado la historia de Jeshua para poder salvar su verdad. Ambos gestos se cruzaban en un punto, en la humillación de la escritura ante la vida. Mientras las primeras luces del alba llegaban ya para iluminar las paredes de la habitación, Tibe­rio, ahora ya a punto de despedirse de Poncio Pilatos, le dirigía la última pregunta:

 

 

—¿Recuerdas qué nombres tenían los discípulos preferidos de Jeshua?

 

 

—Me parece recordar solamente a Jaime, Mateo, Juan, Felipe y Pedro, de quien alguien dijo que era el rival de Judas —contestó Pilatos.

 

 

—Corteja de manera discreta los ambientes de sus secuaces.

 

Dentro de dos generaciones, si has observa­do bien mis instrucciones, podrán empezar a surgir las historias sobre la vida de Jeshua y tal vez se las atribuirán precisamente a esos discípulos.

 

 

Pilatos se encontraba en la puerta cuando Tiberio volvió a llamarlo:

 

 

—Poncio Pilatos, alabo tu discreción pero permí­teme una última curiosidad. ¿Te has preguntado por qué motivo he decidido hacer lo que te acabo de or­denar? —la voz del emperador parecía la profunda y ronca voz de siempre, la de un viejo cansado, a veces incapaz de ocultar una especie de resentimiento con­tra su interlocutor, pero también amable y a la vez incluso fascinante.

 

 

—Realmente no, César, todavía no he tenido tiempo.

 

 

—No te preocupes, no pierdas el tiempo pregun­tándotelo y toma como válida esta respuesta que yo mismo te doy: siento celos de ti porque has podido conocer personalmente a ese hombre. Por ello he transformado tu verdad y te obligo a la mía, yo que jamás lo he visto... —Tiberio rió con una carcajada es­pantosa—. Has podido comprobar que, como dicen, Tiberio está realmente muy enfermo y que no hay ninguna lógica en sus actos. Pero se me ha ocurrido otro detalle para añadir: en el momento de la muerte de Jeshua resultaría de gran efecto dramático que los muertos en Jerusalén resucitaran y vagaran por la ciudad asustando a los vivos, y que el sol y la luna se oscurecieran y que en muchos lugares de la tierra los hombres advirtieran una sacudida de terremoto... —de nuevo, los ojos de Tiberio giraban terribles alre­dedor de sus órbitas y lo miraban fijamente como si todavía quisiera acusar al pobre Poncio Pilatos de la muerte de aquel hebreo—. Pero ahora vete, Poncio Pilatos, ahora marcha de veras, si no el día te sor­prenderá todavía aquí mientras hablamos.

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