El retorno de los mesías
Otra vez metidos de hoz y coz en proceso electoral. Ahora con el formalismo de la campaña oficial. No sé muy bien a qué viene cumplimentar este periodo, cuando se lleva meses inmersa en ella. Es mejor dejarse de tapujos y trampantojos legalistas que a nadie, a estas alturas, engañan. Y si se trata de ordenar los espacios electorales en las televisiones, las parrillas están lo suficientemente colmadas día a día de entrevistas, tertulias y escenificaciones, que los protocolos suenan a recochineo.
Es lo que hay, que diría el moderno, como mensaje de resignación a la ciudadanía. Y lo peor es que hay más, porque despejar las incógnitas de la ecuación compuesta de la gobernabilidad estable, inauguradas en 2016, con cuatro o cinco partidos en liza, se antoja teorema de alta matemática. Aviso a navegantes es que tampoco habrá sorpresa si las elecciones, como acaeció ya, entran en la peligrosa fase de frivolidad reiterativa, con el reiterado llamamiento a las urnas por mor de imposibles acuerdos de legislatura o coaliciones gubernamentales formalizadas con argamasas ideológicas de imposible conjunción en el largo plazo. Elegir gobernantes, el acto supremo de cualquier democracia, demanda sus dosis adecuadas. Lo reiterativo es cansino. Hoy, en España, y los precedentes están todavía que arden, se confabula con quien sea, más para restar que para sumar, más para descolocar que para poner.
Son estrategias éstas que han llevado al ciudadano a una polarización malsana en la política de calle y de foro. No se confronta, se descalifica directamente. El ayer adversario ha pasado a enemigo. Las lógicas desavenencias se mutan en cordones sanitarios contra el oponente, como apestado en cuarentena permanente. El contagio del miedo parece más rentable en votos que un atisbo de esperanza. Esa es la mercancía.
No ha hecho falta esta primera semana de campaña oficial para corroborar lo que viene de mucho más atrás: que los contendientes con más representación potencial en las encuestas andan a la greña en claves, no de propuestas aliviadoras de las tensiones y problemas de los electores, léase paro, sanidad, educación, sino de lesionar con lenguaje barriobajero los liderazgos rivales. La urna solo es emblema de democracia si sirve a mis intereses, es el recado que bulle en el subconsciente de una clase política hipnotizada por los muestreos y revestida de hooliganismo. Todo con el afán maniqueo del yo o la hecatombe.
Cambios de talante que viajan para atrás en la historia. Por poco conocimiento que se tenga de ella, se ven cada vez con más nitidez puntos en común con el atribulado siglo XIX, forjador de la maldición de las dos Españas. Así, en lo propio, se rodean de la aureola mesiánica de todos los salvapatrias, otra característica decimonónica, propia de los espadones intachables de los que se salpicó la centuria de marras, con los dramáticos resultados que conocimos en décadas posteriores. España va camino de recobrar el pulso de una estratagema de cuartelazos, ahora en sede de partido, a través de su intrincada red de asesores, y antes en regimientos de militares ociosos, desahogándose en jugar a la política integrados en los equipos de los caciques de turno. La malhadada Transición del 78 hizo olvidar este esperpento de la política. Conviene no olvidarlo si se quiere recuperar la cordura. Los españoles sabemos el enorme esfuerzo que es construir una democracia desde la dictadura. Debe servirnos de lección magistral e inolvidable en el testimonio que supone depositar el voto sin reticencias.
Sin embrago, estamos en la eterna polarización derecha/izquierda, con los subsidiarios buenos/malos, o centralistas/periféricos, o corruptos/honrados, y tantos otros como se puedan imaginar (sin el respectivamente diferenciador en todos los casos). Ha vuelto a triunfar el eslogan de campaña asentado en la indisimulada superioridad sobre los otros. No hay concesión a moderaciones que aplaquen pasiones y reconduzcan razones. Se descalifican entre sí, partidos que, en la mente de todos está, formarán coaliciones si los réditos y ansias de poder lo imponen. Todo vale. La ética hacia el ciudadano es moral hueca. Mentir, y ellos lo saben hacer, sigue siendo conducta indecorosa en el código de cualquier relación personal.
Y aún tienen la desfachatez de preguntarse, en estado de pura inocencia, cómo han irrumpido opciones políticas de más que dudoso jaez democrático, que voltean sus cálculos. Sus excesos, sus trolas, sus pasotismos, sus olvidos, han sido el combustible que ha hecho funcionar este motor que contamina en exceso, pero que suena redondo en orejas que ya solo se conforman con oír la engañosa musiquilla de nuevos embustes en ciernes.
Otra vez metidos de hoz y coz en proceso electoral. Ahora con el formalismo de la campaña oficial. No sé muy bien a qué viene cumplimentar este periodo, cuando se lleva meses inmersa en ella. Es mejor dejarse de tapujos y trampantojos legalistas que a nadie, a estas alturas, engañan. Y si se trata de ordenar los espacios electorales en las televisiones, las parrillas están lo suficientemente colmadas día a día de entrevistas, tertulias y escenificaciones, que los protocolos suenan a recochineo.
Es lo que hay, que diría el moderno, como mensaje de resignación a la ciudadanía. Y lo peor es que hay más, porque despejar las incógnitas de la ecuación compuesta de la gobernabilidad estable, inauguradas en 2016, con cuatro o cinco partidos en liza, se antoja teorema de alta matemática. Aviso a navegantes es que tampoco habrá sorpresa si las elecciones, como acaeció ya, entran en la peligrosa fase de frivolidad reiterativa, con el reiterado llamamiento a las urnas por mor de imposibles acuerdos de legislatura o coaliciones gubernamentales formalizadas con argamasas ideológicas de imposible conjunción en el largo plazo. Elegir gobernantes, el acto supremo de cualquier democracia, demanda sus dosis adecuadas. Lo reiterativo es cansino. Hoy, en España, y los precedentes están todavía que arden, se confabula con quien sea, más para restar que para sumar, más para descolocar que para poner.
Son estrategias éstas que han llevado al ciudadano a una polarización malsana en la política de calle y de foro. No se confronta, se descalifica directamente. El ayer adversario ha pasado a enemigo. Las lógicas desavenencias se mutan en cordones sanitarios contra el oponente, como apestado en cuarentena permanente. El contagio del miedo parece más rentable en votos que un atisbo de esperanza. Esa es la mercancía.
No ha hecho falta esta primera semana de campaña oficial para corroborar lo que viene de mucho más atrás: que los contendientes con más representación potencial en las encuestas andan a la greña en claves, no de propuestas aliviadoras de las tensiones y problemas de los electores, léase paro, sanidad, educación, sino de lesionar con lenguaje barriobajero los liderazgos rivales. La urna solo es emblema de democracia si sirve a mis intereses, es el recado que bulle en el subconsciente de una clase política hipnotizada por los muestreos y revestida de hooliganismo. Todo con el afán maniqueo del yo o la hecatombe.
Cambios de talante que viajan para atrás en la historia. Por poco conocimiento que se tenga de ella, se ven cada vez con más nitidez puntos en común con el atribulado siglo XIX, forjador de la maldición de las dos Españas. Así, en lo propio, se rodean de la aureola mesiánica de todos los salvapatrias, otra característica decimonónica, propia de los espadones intachables de los que se salpicó la centuria de marras, con los dramáticos resultados que conocimos en décadas posteriores. España va camino de recobrar el pulso de una estratagema de cuartelazos, ahora en sede de partido, a través de su intrincada red de asesores, y antes en regimientos de militares ociosos, desahogándose en jugar a la política integrados en los equipos de los caciques de turno. La malhadada Transición del 78 hizo olvidar este esperpento de la política. Conviene no olvidarlo si se quiere recuperar la cordura. Los españoles sabemos el enorme esfuerzo que es construir una democracia desde la dictadura. Debe servirnos de lección magistral e inolvidable en el testimonio que supone depositar el voto sin reticencias.
Sin embrago, estamos en la eterna polarización derecha/izquierda, con los subsidiarios buenos/malos, o centralistas/periféricos, o corruptos/honrados, y tantos otros como se puedan imaginar (sin el respectivamente diferenciador en todos los casos). Ha vuelto a triunfar el eslogan de campaña asentado en la indisimulada superioridad sobre los otros. No hay concesión a moderaciones que aplaquen pasiones y reconduzcan razones. Se descalifican entre sí, partidos que, en la mente de todos está, formarán coaliciones si los réditos y ansias de poder lo imponen. Todo vale. La ética hacia el ciudadano es moral hueca. Mentir, y ellos lo saben hacer, sigue siendo conducta indecorosa en el código de cualquier relación personal.
Y aún tienen la desfachatez de preguntarse, en estado de pura inocencia, cómo han irrumpido opciones políticas de más que dudoso jaez democrático, que voltean sus cálculos. Sus excesos, sus trolas, sus pasotismos, sus olvidos, han sido el combustible que ha hecho funcionar este motor que contamina en exceso, pero que suena redondo en orejas que ya solo se conforman con oír la engañosa musiquilla de nuevos embustes en ciernes.