Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 27 de Abril de 2019

Los mejores amigos

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Tenemos como el mejor amigo al perro. Certeza bien ganada para el cánido. La más simbólica de nuestras mascotas es de una fidelidad tan demostrable, que el calificativo que sigue a su mención, habitualmente, es perruna. La lealtad es virtud constatada y constatable en estos adorables animales que son fuente permanente para el hombre de enseñanzas en los dos conceptos, y que nosotros, los autodenominados humanos, tantas veces ignoramos, lo que nos hace, indudablemente, inferiores en el noble apartado de la generosidad. El instinto, a veces, tiene ese puntito de superioridad sobre la razón.

 

Difiero aposta entre fidelidad y lealtad porque las entiendo distintas. La primera es la gratuidad máxima y pura de la admiración y del amor. El fiel jamás confronta con el otro o los otros. Asume en la euforia o en el silencio todas las máximas del más próximo. Por eso, puede ubicarse en los predios del miedo. La segunda, no. La aprecio más honrada. Admite y exige la negativa molesta cuando la propuesta encierra posibles  perjuicios para el proponente. Es íntima amiga del aviso y de la advertencia, siempre que guarden para sí todo desinterés.

 

Más acorde con la afirmación expresada emerge otro amigo universal. La persona está  encargada de demostrar la fidelidad, sí, de las perrunas. Puede romperse, de acuerdo, pero conforme a cánones estéticos, que son más superficiales. A cambio, cuando regala el deleite del aprendizaje de culturas intemporales, de narraciones inmortales y sublimaciones de la inteligencia, se hace indispensable el resto de la vida. Y siempre estará ahí. ¿No adivinan qué puede ser? Se ha dejado el reguero de muchas y clarificadoras pistas, pero dudas, si las había, despejadas: el libro.

 

Un libro es compañía deseable en soledad, como los amores apasionados, pero no desmerece entre las multitudes si los contenidos abstraen. Puede ser camarada en los apretujamientos del transporte público o en el bullicio  del bar. Por supuesto, siempre mejor, en la intimidad de una biblioteca, donde el ensimismamiento de la compañía, es contagio a su disfrute.   

 

Leer parece una actividad pasiva. Enorme error de apreciación, pues las sensaciones de reciprocidad trabajan a toda máquina. La capacidad de interconexión con el lector está en esa bendita capacidad para asombrar, para dialogar entre uno y sus párrafos, o sus frases, o sus sentencias. Es aconsejable, incluso, la relectura, ya que en el repaso se pueden, seguro que se descubren, revelaciones escondidas en el anterior hojeo.  

 

El libro guarda para sí la caja de los cinco sentidos. La vista de un título o un autor preferido o desconocido es un poderoso imán: ansías poseerlo. Los ojos llevan por sus rutas misteriosas a descubrir verdades o incentivar las dudas que ponen en la antesala del saber. El tacto, pureza sensual al pasar páginas, percibir en la epidermis la calidad o rudeza del papel. El olfato, presente en ese aroma inconfundible de tomo viejo o de tomo nuevo, de la tinta tiznada en las yemas de los dedos. El gusto, huidizo de los preceptos tradicionales del paladar, sin embargo, se bifurca a las zonas más insondables de la mente. ¿Y el oído? ¿Quién puede decir que un libro no habla? Sucede que hay que saber escucharlo.

 

El amigo tiene casas propias:  la librería; comercio, desgraciadamente, en retirada. Se deja ver en enormes centros comerciales con fines mercantilistas. Es el gélido acto de comprar y vender. En el palacete de las tiendas especializadas, la propiedad se hará acompañar de una conversación erudita, hipnótica, con el tendero, conocedor de su oficio, magnífico guía en la elección. Recuerdo que tiempo ha escribí que un librero de cabecera se asemeja a un médico del alma. Y cuando envejecen, reposan en asilos llamados librerías de viejo, con olor a papel sobado una y mil veces por manos avarientas en la ventura de leer.  Apilados sin orden ni concierto, son la cita con los bibliófilos  en busca del tesoro escondido de un título descatalogado o de una edición única, orgullo de coleccionista. Queda la residencia propia, donde el que gusta de leer, cada poco se ve angustiado en la conquista de nuevo espacio para su depósito, pues es  objeto que nunca se tira a la basura: sería traicionar su impagable lealtad.

 

Empezó el escrito con la alusión a la amistad inquebrantable del perro. Imaginemos una tarde de perros, fría, lluviosa, oscura, metidos en el calor del hogar, con un libro entre las manos y un perro, el propio, adormilado, calentándonos los pies, o acurrucado en el sofá contra nuestras ancas. Aquí termino.

                                                                                                                    

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