A propósito de mi abuela
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“La pasión de dominar es la más terrible de todas las enfermedades del espíritu humano”. (Voltaire)
Era una noche fría de invierno; helaba. Pero yo estaba en casa de mis abuelos, en la cocina, caliente. Había ido a verlos como otras noches. ¡Lo agradecían tanto! Mi abuelo y yo, sentados en el escaño de madera; mi abuela, con las madreñas, de un lado para otro, trajinando. Es casi seguro que estuviera preparando la cena: las sopas de ajo, o las patatas cocidas, bien coloradas. Le pedí a mi abuelo que me hablara de la guerra. Por aquellos días en la escuela, en la hora de historia, estábamos con el tema de la guerra civil y yo sabía que mi abuelo había estado en esa guerra. Quería comprobar hasta qué punto mi abuelo era consciente de aquella época tan decisiva en nuestra historia. Mi abuelo comenzó a contarme: que si él tenía veintinueve años cuando lo llamaron a filas, que si ya fue en la retaguardia, que si casi toda la guerra se la pasó en Asturias o que si comió mucha carne; a veces yo lo interrumpía con alguna pregunta, más que para satisfacer mi curiosidad, para sondear su grado de conciencia. Así era yo de presuntuoso entonces, cuando solo tenía catorce años.
Contando, contando, llegó a aquel pueblo de Asturias, de la cuenca minera. Ya no recuerdo el nombre, es una pena. Me contó que, mientras registraban el pueblo, una mujer salió corriendo de una casa y sin mirar atrás comenzó a subir por la ladera de la montaña, huyendo como una loca. Entonces, un mando ordenó que le dispararan. Impresionado por el relato, me olvidé por un momento de lo que había leído en el libro de texto y no pude evitar el preguntarle que qué había hecho él. Disparar, no quedaba otra, me dijo; pero –luego añadió– yo no tiraba a dar, tiraba al aire, y se rio. ¡Qué alivio sentí! Pero la alcanzaron y cayó rodando por la pendiente, remató, con la risa ya apagada, grave, resignado. Yo también me quedé serio, pensativo, y fue entonces cuando, en parte por curiosidad, en parte por presunción, se me ocurrió preguntarle: abuelo, pero ¿por qué se hacen las guerras? Y antes de que mi abuelo me respondiera, mi abuela, que parecía ajena a nuestra conversación, se dio la vuelta y me contestó enérgicamente, con determinación: porque todos quieren mandar, hijo; porque todos quieren mandar. Mi abuelo ya no dijo nada, yo también me quedé callado.
Pero me pareció una respuesta demasiado simple. Claro que qué podía responder mi abuela, una mujer que apenas sabía leer y escribir, que nunca había leído un libro, que no había estudiado como yo esta guerra: causas, desarrollo, consecuencias y demás elementos. Sin embargo, no sé por qué, esa respuesta, “porque todos quieren mandar”, se me quedó en la memoria, atrapada en sus bordes, y desde hace un tiempo, ante lo que pasa en la política de nuestro país, me ha dado que pensar. Ay, a veces creo que mi abuela, aquella mujer analfabeta, tenía un punto de razón. Es posible que la clave esté en el poder. Pues no pocas veces el ansia de poder es la causa de las guerras y del resto de los conflictos entre los hombres. ¡Cuántos males nos han traído a todos ese deseo que tienen algunos de dominio! No quiero ser mal pensado, pero es mucho lo que indica que nuestros políticos, tanto los de uno como los de otro lado, todos, o casi todos, no piensan en España sino en ellos mismos; les trae sin cuidado el bien común, solo les interesa llegar a mandar. Ninguno piensa a largo plazo, en hacer aquello que en un futuro beneficie a todos; al contrario, están en el corto plazo, y lo que de verdad les importa son los votos, cuantos más mejor, y la próximas elecciones, ganarlas como sea, aunque para ello a la larga todos salgamos perdiendo. Por eso, siempre están en campaña electoral, tensionando, desgastando a sus adversarios políticos, esté o no esté justificado. Y todo por el poder, por mandar. No, si va a tener razón mi abuela.
“La pasión de dominar es la más terrible de todas las enfermedades del espíritu humano”. (Voltaire)
Era una noche fría de invierno; helaba. Pero yo estaba en casa de mis abuelos, en la cocina, caliente. Había ido a verlos como otras noches. ¡Lo agradecían tanto! Mi abuelo y yo, sentados en el escaño de madera; mi abuela, con las madreñas, de un lado para otro, trajinando. Es casi seguro que estuviera preparando la cena: las sopas de ajo, o las patatas cocidas, bien coloradas. Le pedí a mi abuelo que me hablara de la guerra. Por aquellos días en la escuela, en la hora de historia, estábamos con el tema de la guerra civil y yo sabía que mi abuelo había estado en esa guerra. Quería comprobar hasta qué punto mi abuelo era consciente de aquella época tan decisiva en nuestra historia. Mi abuelo comenzó a contarme: que si él tenía veintinueve años cuando lo llamaron a filas, que si ya fue en la retaguardia, que si casi toda la guerra se la pasó en Asturias o que si comió mucha carne; a veces yo lo interrumpía con alguna pregunta, más que para satisfacer mi curiosidad, para sondear su grado de conciencia. Así era yo de presuntuoso entonces, cuando solo tenía catorce años.
Contando, contando, llegó a aquel pueblo de Asturias, de la cuenca minera. Ya no recuerdo el nombre, es una pena. Me contó que, mientras registraban el pueblo, una mujer salió corriendo de una casa y sin mirar atrás comenzó a subir por la ladera de la montaña, huyendo como una loca. Entonces, un mando ordenó que le dispararan. Impresionado por el relato, me olvidé por un momento de lo que había leído en el libro de texto y no pude evitar el preguntarle que qué había hecho él. Disparar, no quedaba otra, me dijo; pero –luego añadió– yo no tiraba a dar, tiraba al aire, y se rio. ¡Qué alivio sentí! Pero la alcanzaron y cayó rodando por la pendiente, remató, con la risa ya apagada, grave, resignado. Yo también me quedé serio, pensativo, y fue entonces cuando, en parte por curiosidad, en parte por presunción, se me ocurrió preguntarle: abuelo, pero ¿por qué se hacen las guerras? Y antes de que mi abuelo me respondiera, mi abuela, que parecía ajena a nuestra conversación, se dio la vuelta y me contestó enérgicamente, con determinación: porque todos quieren mandar, hijo; porque todos quieren mandar. Mi abuelo ya no dijo nada, yo también me quedé callado.
Pero me pareció una respuesta demasiado simple. Claro que qué podía responder mi abuela, una mujer que apenas sabía leer y escribir, que nunca había leído un libro, que no había estudiado como yo esta guerra: causas, desarrollo, consecuencias y demás elementos. Sin embargo, no sé por qué, esa respuesta, “porque todos quieren mandar”, se me quedó en la memoria, atrapada en sus bordes, y desde hace un tiempo, ante lo que pasa en la política de nuestro país, me ha dado que pensar. Ay, a veces creo que mi abuela, aquella mujer analfabeta, tenía un punto de razón. Es posible que la clave esté en el poder. Pues no pocas veces el ansia de poder es la causa de las guerras y del resto de los conflictos entre los hombres. ¡Cuántos males nos han traído a todos ese deseo que tienen algunos de dominio! No quiero ser mal pensado, pero es mucho lo que indica que nuestros políticos, tanto los de uno como los de otro lado, todos, o casi todos, no piensan en España sino en ellos mismos; les trae sin cuidado el bien común, solo les interesa llegar a mandar. Ninguno piensa a largo plazo, en hacer aquello que en un futuro beneficie a todos; al contrario, están en el corto plazo, y lo que de verdad les importa son los votos, cuantos más mejor, y la próximas elecciones, ganarlas como sea, aunque para ello a la larga todos salgamos perdiendo. Por eso, siempre están en campaña electoral, tensionando, desgastando a sus adversarios políticos, esté o no esté justificado. Y todo por el poder, por mandar. No, si va a tener razón mi abuela.