Un viaje por la Cabrera
Andrés Martínez Oria, Flores de hinojo, León, Eolas, 2019, 240 pp.
![[Img #43337]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/8621_9788417315566.jpg)
Andrés Martínez Oria inició con Flores de malva (2011) una serie de libros de viajes por diversas comarcas de la provincia leonesa. Aquel primer volumen relataba sus andanzas por la Sequeda siguiendo la estela de los versos de Leopoldo Panero. En Flor de saúco (2016), el itinerario discurría por los Ancares. En esta tercera entrega, Flores de hinojo (2019), que acaba de aparecer, el recorrido transcurre por la Cabrera. El libro se abre con una justificación de la ruta elegida: «Si el viajero apuntó a la Cabrera fue quizás por la atracción irresistible que ejercen sobre los soñadores esos lugares apartados y un poco secretos, llenos de pequeñas historias dignas de ser recordadas» (p. 9). Pero, además de esas preferencias más subjetivas, hay otro motivo —este de índole literaria— que guía sus pasos por estas tierras: la excursión de Ramón Carnicer en 1962 recogida en Donde las Hurdes se llaman Cabrera.
El recorrido, que data de junio de 2003, se inicia en Puente de Domingo Flórez, y termina en Silván. Por medio quedan Vega de Yeres, Castroquilame, Pombriego, Santalavilla, Llamas, Odollo, Castrillo, Saceda, Nogar, Robledo de Losada, Quintanilla, Castrohinojo, Encinedo, Trabazos, Santa Eulalia o La Baña. Algún lugar cuya visita estaba prevista, como Benuza, no ha podido realizarse. En cualquier caso, se trata de seguir de cerca los pasos de Carnicer. Y lo cierto es que el paisaje, con frecuencia bucólico (pp. 61, 102…), no ha cambiado gran cosa, aunque falta lo fundamental, como no puede dejar de señalar el caminante: «Todo parece estar como entonces, pero sin vida» (p. 55). En ello insistirá una y otra vez: «El drama principal de la Cabrera ya no es el la pobreza, la desatención o el olvido, que en parte sigue siéndolo aún, sino la despoblación» (p. 79).
Ese drama se convierte en uno de los motivos centrales de Flores de Hinojo. Por ello, cuando el viajero lee una curiosa plegaria en una ermita —«Virgen del Valle, dadnos una carretera» (p. 63)—, no puede dejar de comentar con amargura: «pero quién hace una carretera donde apenas hay quien la use» (p. 64). De modo que, a pesar de los momentos de plenitud (pp. 113, 148…) y de la belleza del paisaje, caiga en el pesimismo: «Si el pasado fue malo el futuro no promete ir mejor» (p. 77).
Resulta paradójico que esa falta de porvenir se constate en un momento en el que la industria de la pizarra parece haber traído la prosperidad económica a la Cabrera. Sin embargo, la pizarra ha traído también consigo la degradación de la naturaleza y el abandono de la ganadería y de la agricultura. Pero lo peor, según advierten algunos vecinos, es que la mayor parte del beneficio económico no revierte en la zona (pp. 166; 187…). Lo expresa muy plásticamente un vecino de Vega de Yeres al ver pasar los camiones camino de las canteras: «Solo pasan delante de uno. Van y vuelven. No se quedan» (p. 21). En consecuencia, en ciertos lugares «se respira ya ese aire caduco que anuncia el abandono definitivo» (p. 111). Con todo, hay quien, como Eugenio, ve aún otras posibilidades de desarrollo y pone una nota de esperanza: «Solo falta poner manos a la obra» (p. 166).
De cualquier modo, cada pueblo tiene sus historias, sus encantos, sus curiosidades —ahí está, por ejemplo, esa piedra de la fecundidad de Castrohinojo (pp. 142-143)— y, sobre todo, sus vecinos. Unos se muestran reticentes ante la presencia del caminante; otros se detienen a pegar la hebra un momento con él o lo acogen con hospitalidad. Entre ellos queda constancia de algunos nombres propios: José María Álvarez Lorden, Sergio Álvarez Cañueto, la conmovedora Piedad Madero, Manuel Garrido, la eficiente doña Olimpia en su museo de Encinedo, Isaac el de la Baña, etc.
![[Img #43336]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/7462_img_17977.jpg)
En la charla surgen con frecuencia historias y anécdotas de antaño. Al viajero le interesan especialmente las de los huidos, pero todavía muchos son reticentes a recordar unos hechos dolorosos de los que aún quedan vestigios —como la casa de Carmen y Laureano (pp. 91-94)— y testigos en varios pueblos. No obstante, y más allá de banderías, lo cierto que los damnificados, como alguien recordará con amargura, siempre acaban siendo los mismos: «Cuando no eran unos, eran los otros. Al final siempre acaba pagando el de abajo» (p. 98).
Asunto continuamente evocado es asimismo la estancia de Carnicer por aquellas tierras, así como las impresiones y gentes que inmortalizó en su libro. Ahí surge una pequeña controversia: aunque se reconoce lo que significó para la Cabrera (p. 69), tampoco falta quien le reproche al escritor villafranquino que escriba «cosas que estaban mejor calladas» (p. 80). Entre los personajes de antaño cobra especial protagonismo el inolvidable don Manuel, auténtico cura de aldea, al que Martínez Oria contrapone al literario san Manuel de Unamuno (pp. 74-75) y del que algún testigo refiere anécdotas curiosas (pp. 172-173). Otros, en fin, añoran la vida de aquel tiempo, a pesar de su dureza: «Entonces no había de nada, pero éramos felices. Y ahora que hay de todo, la gente no sabe qué hacer» (p. 71).
Otros entretenimientos que merecen destacarse ofrece el viajero al lector (al que apela con humor en diversas ocasiones): una breve historia de la Cabrera (pp. 120-124); un conmovedor epitafio de sabor clásico compuesto ante una cruz hallada en el camino (p. 65); una divertida semblanza del gato Miky (pp. 191-194), dueño y señor del hotel de Quintanilla; una hermosa estampa nocturna en Quintanilla (pp. 195-196), sin que falten alardes de ingenio y de humor como sendos catálogos de moscas (pp. 104-105) y de excrementos (pp. 205-206).
Cuando el término del viaje se acerca es momento de hacer balance: «fue la soledad y el abandono de los pueblos lo que impresionó al caminante» (p. 201); «Aquella Cabrera de los libros ya no existe. El mundo es otro» (p. 202). La reflexión final es bastante melancólica (pp. 234-235). En cualquier caso, la aventura ha merecido la pena. También para el lector.
Andrés Martínez Oria, Flores de hinojo, León, Eolas, 2019, 240 pp.
Andrés Martínez Oria inició con Flores de malva (2011) una serie de libros de viajes por diversas comarcas de la provincia leonesa. Aquel primer volumen relataba sus andanzas por la Sequeda siguiendo la estela de los versos de Leopoldo Panero. En Flor de saúco (2016), el itinerario discurría por los Ancares. En esta tercera entrega, Flores de hinojo (2019), que acaba de aparecer, el recorrido transcurre por la Cabrera. El libro se abre con una justificación de la ruta elegida: «Si el viajero apuntó a la Cabrera fue quizás por la atracción irresistible que ejercen sobre los soñadores esos lugares apartados y un poco secretos, llenos de pequeñas historias dignas de ser recordadas» (p. 9). Pero, además de esas preferencias más subjetivas, hay otro motivo —este de índole literaria— que guía sus pasos por estas tierras: la excursión de Ramón Carnicer en 1962 recogida en Donde las Hurdes se llaman Cabrera.
El recorrido, que data de junio de 2003, se inicia en Puente de Domingo Flórez, y termina en Silván. Por medio quedan Vega de Yeres, Castroquilame, Pombriego, Santalavilla, Llamas, Odollo, Castrillo, Saceda, Nogar, Robledo de Losada, Quintanilla, Castrohinojo, Encinedo, Trabazos, Santa Eulalia o La Baña. Algún lugar cuya visita estaba prevista, como Benuza, no ha podido realizarse. En cualquier caso, se trata de seguir de cerca los pasos de Carnicer. Y lo cierto es que el paisaje, con frecuencia bucólico (pp. 61, 102…), no ha cambiado gran cosa, aunque falta lo fundamental, como no puede dejar de señalar el caminante: «Todo parece estar como entonces, pero sin vida» (p. 55). En ello insistirá una y otra vez: «El drama principal de la Cabrera ya no es el la pobreza, la desatención o el olvido, que en parte sigue siéndolo aún, sino la despoblación» (p. 79).
Ese drama se convierte en uno de los motivos centrales de Flores de Hinojo. Por ello, cuando el viajero lee una curiosa plegaria en una ermita —«Virgen del Valle, dadnos una carretera» (p. 63)—, no puede dejar de comentar con amargura: «pero quién hace una carretera donde apenas hay quien la use» (p. 64). De modo que, a pesar de los momentos de plenitud (pp. 113, 148…) y de la belleza del paisaje, caiga en el pesimismo: «Si el pasado fue malo el futuro no promete ir mejor» (p. 77).
Resulta paradójico que esa falta de porvenir se constate en un momento en el que la industria de la pizarra parece haber traído la prosperidad económica a la Cabrera. Sin embargo, la pizarra ha traído también consigo la degradación de la naturaleza y el abandono de la ganadería y de la agricultura. Pero lo peor, según advierten algunos vecinos, es que la mayor parte del beneficio económico no revierte en la zona (pp. 166; 187…). Lo expresa muy plásticamente un vecino de Vega de Yeres al ver pasar los camiones camino de las canteras: «Solo pasan delante de uno. Van y vuelven. No se quedan» (p. 21). En consecuencia, en ciertos lugares «se respira ya ese aire caduco que anuncia el abandono definitivo» (p. 111). Con todo, hay quien, como Eugenio, ve aún otras posibilidades de desarrollo y pone una nota de esperanza: «Solo falta poner manos a la obra» (p. 166).
De cualquier modo, cada pueblo tiene sus historias, sus encantos, sus curiosidades —ahí está, por ejemplo, esa piedra de la fecundidad de Castrohinojo (pp. 142-143)— y, sobre todo, sus vecinos. Unos se muestran reticentes ante la presencia del caminante; otros se detienen a pegar la hebra un momento con él o lo acogen con hospitalidad. Entre ellos queda constancia de algunos nombres propios: José María Álvarez Lorden, Sergio Álvarez Cañueto, la conmovedora Piedad Madero, Manuel Garrido, la eficiente doña Olimpia en su museo de Encinedo, Isaac el de la Baña, etc.
En la charla surgen con frecuencia historias y anécdotas de antaño. Al viajero le interesan especialmente las de los huidos, pero todavía muchos son reticentes a recordar unos hechos dolorosos de los que aún quedan vestigios —como la casa de Carmen y Laureano (pp. 91-94)— y testigos en varios pueblos. No obstante, y más allá de banderías, lo cierto que los damnificados, como alguien recordará con amargura, siempre acaban siendo los mismos: «Cuando no eran unos, eran los otros. Al final siempre acaba pagando el de abajo» (p. 98).
Asunto continuamente evocado es asimismo la estancia de Carnicer por aquellas tierras, así como las impresiones y gentes que inmortalizó en su libro. Ahí surge una pequeña controversia: aunque se reconoce lo que significó para la Cabrera (p. 69), tampoco falta quien le reproche al escritor villafranquino que escriba «cosas que estaban mejor calladas» (p. 80). Entre los personajes de antaño cobra especial protagonismo el inolvidable don Manuel, auténtico cura de aldea, al que Martínez Oria contrapone al literario san Manuel de Unamuno (pp. 74-75) y del que algún testigo refiere anécdotas curiosas (pp. 172-173). Otros, en fin, añoran la vida de aquel tiempo, a pesar de su dureza: «Entonces no había de nada, pero éramos felices. Y ahora que hay de todo, la gente no sabe qué hacer» (p. 71).
Otros entretenimientos que merecen destacarse ofrece el viajero al lector (al que apela con humor en diversas ocasiones): una breve historia de la Cabrera (pp. 120-124); un conmovedor epitafio de sabor clásico compuesto ante una cruz hallada en el camino (p. 65); una divertida semblanza del gato Miky (pp. 191-194), dueño y señor del hotel de Quintanilla; una hermosa estampa nocturna en Quintanilla (pp. 195-196), sin que falten alardes de ingenio y de humor como sendos catálogos de moscas (pp. 104-105) y de excrementos (pp. 205-206).
Cuando el término del viaje se acerca es momento de hacer balance: «fue la soledad y el abandono de los pueblos lo que impresionó al caminante» (p. 201); «Aquella Cabrera de los libros ya no existe. El mundo es otro» (p. 202). La reflexión final es bastante melancólica (pp. 234-235). En cualquier caso, la aventura ha merecido la pena. También para el lector.