Atrapados en el sistema
![[Img #43442]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/05_2019/5383_irun-de-pedro-reinares-marco-548.jpg)
“Actualmente, el pueblo soberano opina sobre todo en función de cómo la televisión le induce a opinar. Y en el hecho de conducir la opinión, el poder de la imagen se coloca en el centro de todos los procesos de la política contemporánea” (Giovanni Sartori. Homo videns. La sociedad teledirigida)
En apenas unas décadas, nuestra vida ha cambiado sustancialmente, ya no es la que era, ni mucho menos. En las tiendas y en muchas calles hay cámaras estratégicamente colocadas que nos vigilan, y saben lo que hacemos y cuándo lo hacemos. Todo queda registrado: el lugar y la hora, y hasta los minutos, los segundos.
Google nos conoce profundamente. Conoce todos nuestros gustos. Es tan generoso que, en complicidad con el mercado, nos ofrece presto todo aquello que nos gusta según los cánones de la publicidad para que aún nos guste mucho más y acabemos comprándolo, aunque no lo necesitemos. Lo tengo comprobado, cada vez que busco un libro en Google, este me presenta como reclamo publicitario los libros que busqué anteriormente y además otros similares con el propósito de que no resista la tentación de tenerlos. Porque de lo que se trata es de tener. Tener y tener. La cantidad manda, está por encima de la calidad, que queda oculta, como si no existiera.
Pero la publicidad está en todas partes, no solo en internet. Está en la televisión, en la radio, en la calle, en los coches, en la misma camiseta que llevamos puesta. Es casi imposible evitarla. Siempre se dirige a las emociones, nunca a la razón. Es más, el pensamiento no le gusta nada, le parece un peligro. Su propósito es estimular nuestro apetito de tener cosas nuevas. Por eso nos ofrece las últimas novedades de tal manera que nos hace creer, sin nosotros darnos cuenta, que lo nuevo es lo mejor y que es necesario tenerlo cuanto antes. Nos va modelando como seres que necesitan tener muchas cosas nuevas lo antes posible. Nos quiere hacer compradores compulsivos. Así, nos ofrece el último televisor, la última tableta, el último teléfono móvil, el último video juego, lo último de todo. Cosas a las que estar enganchados todo el día. Todo con tal de no pensar.
El móvil se ha convertido en una necesidad. Son muy pocos los que se han negado a adquirirlo, a usarlo. Como son pequeños ordenadores, ofrecen un sinfín de posibilidades, que no sabría enumerarlas todas y cada una de ellas, son tantas. Con él se paga en los supermercados y excusas de llevar dinero encima. Es una agenda que contiene las direcciones y teléfonos de todos nuestros contactos; mejor no perderlo, porque deviene la catástrofe. Si tienes que esperar en el banco o en la consulta del médico, o en la parada del autobús, puedes entretenerte con uno de los miles de juegos que hay. Además, permite entrar en las redes sociales, donde se hacen muchos amigos, miles de amigos, pero todos virtuales, donde la interacción es solo un pálido reflejo de la interacción cara a cara. Con él, si eres tímido, algo retraído, también puedes encontrar pareja. Tiene GPS, que si te pierdes enseguida te pueden localizar.
Pero si anhelas un poco de privacidad, no quieres que nadie sepa dónde estás, no hay manera, por el GPS te encontrarán. De esta manera, la imagen desplaza a la palabra escrita y nos invade: ver es más cómodo que leer. Y los pitidos de estos aparatos, las chácharas de los vídeos que nos llegan por WhatsApp, rompen el silencio, nos distraen constantemente, impidiendo el recogimiento, la reflexión.
Además, la propaganda no solo es un instrumento del mercado sino también de la política. Como en el mercado, va directa al sentimiento, porque es lo que nos mueve a hacer esto o lo otro. La propaganda política nos llega a nosotros a través de los medios de comunicación, sobre todo de la televisión, más que por el mundo de las redes. Estos, según cuáles, sirven a determinados intereses políticos y económicos, que, para lograrlos, utilizan la utilizan, desdeñando el discurso razonado. Esta propaganda nos produce unos sentimientos que no son naturales, no acordes con la razón, sino artificiales, fabricados para suscitar en nosotros la opinión que conviene, esa que permite aceptar las propuestas que interesan, bien al gobierno o, por el contrario, a la oposición. El caso es que también en la democracia los medios nos manipulan. Si en los totalitarismos la manipulación es más visible, se lleva a cabo sin disimulo, y los más despiertos detectan de inmediato el engaño, en las democracias se lleva a cabo de una manera tenue y sutil, imperceptible, para el que no está muy atento o carece de perspicacia. Pero el que lo es y está atento acaba por darse cuenta de que el discurso dominante no se critica, no porque no haya razones para ello, que las hay, vaya que si las hay, sino porque o bien no se detectan o porque, detectándolas, se teme que al criticarlo se quede uno excluido socialmente. “Como una lluvia fina, tal como dice Victoria Camps, va calando en el alma del individuo”, de un modo velado, imperceptible, unos sentimientos, una manera de ver la realidad, unos valores, que se ajustan perfectamente a los intereses políticos, económicos o culturales dominantes, pero que puede que sean contrarios a la razón o vayan contra la dignidad de la persona. Y así, subrepticiamente, como el que no quiere la cosa, se van configurando el imaginario colectivo, la mentalidad o la visión del mundo de la sociedad que más conviene a algunos, los poderosos, sin tener en cuenta las necesidades, muchas veces perentorias, de los demás: los que no mandamos nada, los débiles, los desheredados de la tierra, la masa pura y dura.
Quisiera poder decir que otro mundo, otra manera de vivir es posible, pero no puedo porque no lo creo; de momento, no creo en la posibilidad de otro mundo totalmente distinto a este. Quien, cansado de esta vida de locos, busque otra, al menos por un tiempo, más lenta, con más silencios, solo con los sonidos de la naturaleza, donde poder meditar o leer un buen libro, descansar, estar solo, libre, se dará cuenta de que también esta misma vida, además de ser solo un paliativo, es tan susceptible de comercialización como los mismos hábitos de lo que intenta escapar. Incluso este escrito tampoco se librará de la lógica del mercado.
No hay escapatoria, estamos atrapados en el sistema. Todos. Porque el sistema lo ha fagocitado todo, no le queda nada por devorar. No ha quedado nadie fuera, ni siquiera los que viven en el Tercer Mundo: en el lugar más remoto y recóndito del planeta, por paupérrimo que sea, que podrán encontrar una lata de Coca-Cola, retorcida, aplastada, medio oxidada, o a alguien con un móvil, bien en la mano, deslizando por la pantalla uno de sus dedos, o pegado a la oreja, escuchando y hablando, a pesar de que se vista con harapos y de que su vivienda sea lo más parecido a un mechinal. Y si hay niños, seguramente desarrapados, hambrientos, pero sonrientes, siempre curiosos, igual que los niños de aquí, que todos los niños, es casi seguro que conocerán a Messi y a Ronaldo, aunque no sepan leer ni escribir, y acaso nunca lleguen a saberlo. La verdad es que no veo la manera de salir de este vientre de ballena en el que estamos atrapados.
“Actualmente, el pueblo soberano opina sobre todo en función de cómo la televisión le induce a opinar. Y en el hecho de conducir la opinión, el poder de la imagen se coloca en el centro de todos los procesos de la política contemporánea” (Giovanni Sartori. Homo videns. La sociedad teledirigida)
En apenas unas décadas, nuestra vida ha cambiado sustancialmente, ya no es la que era, ni mucho menos. En las tiendas y en muchas calles hay cámaras estratégicamente colocadas que nos vigilan, y saben lo que hacemos y cuándo lo hacemos. Todo queda registrado: el lugar y la hora, y hasta los minutos, los segundos.
Google nos conoce profundamente. Conoce todos nuestros gustos. Es tan generoso que, en complicidad con el mercado, nos ofrece presto todo aquello que nos gusta según los cánones de la publicidad para que aún nos guste mucho más y acabemos comprándolo, aunque no lo necesitemos. Lo tengo comprobado, cada vez que busco un libro en Google, este me presenta como reclamo publicitario los libros que busqué anteriormente y además otros similares con el propósito de que no resista la tentación de tenerlos. Porque de lo que se trata es de tener. Tener y tener. La cantidad manda, está por encima de la calidad, que queda oculta, como si no existiera.
Pero la publicidad está en todas partes, no solo en internet. Está en la televisión, en la radio, en la calle, en los coches, en la misma camiseta que llevamos puesta. Es casi imposible evitarla. Siempre se dirige a las emociones, nunca a la razón. Es más, el pensamiento no le gusta nada, le parece un peligro. Su propósito es estimular nuestro apetito de tener cosas nuevas. Por eso nos ofrece las últimas novedades de tal manera que nos hace creer, sin nosotros darnos cuenta, que lo nuevo es lo mejor y que es necesario tenerlo cuanto antes. Nos va modelando como seres que necesitan tener muchas cosas nuevas lo antes posible. Nos quiere hacer compradores compulsivos. Así, nos ofrece el último televisor, la última tableta, el último teléfono móvil, el último video juego, lo último de todo. Cosas a las que estar enganchados todo el día. Todo con tal de no pensar.
El móvil se ha convertido en una necesidad. Son muy pocos los que se han negado a adquirirlo, a usarlo. Como son pequeños ordenadores, ofrecen un sinfín de posibilidades, que no sabría enumerarlas todas y cada una de ellas, son tantas. Con él se paga en los supermercados y excusas de llevar dinero encima. Es una agenda que contiene las direcciones y teléfonos de todos nuestros contactos; mejor no perderlo, porque deviene la catástrofe. Si tienes que esperar en el banco o en la consulta del médico, o en la parada del autobús, puedes entretenerte con uno de los miles de juegos que hay. Además, permite entrar en las redes sociales, donde se hacen muchos amigos, miles de amigos, pero todos virtuales, donde la interacción es solo un pálido reflejo de la interacción cara a cara. Con él, si eres tímido, algo retraído, también puedes encontrar pareja. Tiene GPS, que si te pierdes enseguida te pueden localizar.
Pero si anhelas un poco de privacidad, no quieres que nadie sepa dónde estás, no hay manera, por el GPS te encontrarán. De esta manera, la imagen desplaza a la palabra escrita y nos invade: ver es más cómodo que leer. Y los pitidos de estos aparatos, las chácharas de los vídeos que nos llegan por WhatsApp, rompen el silencio, nos distraen constantemente, impidiendo el recogimiento, la reflexión.
Además, la propaganda no solo es un instrumento del mercado sino también de la política. Como en el mercado, va directa al sentimiento, porque es lo que nos mueve a hacer esto o lo otro. La propaganda política nos llega a nosotros a través de los medios de comunicación, sobre todo de la televisión, más que por el mundo de las redes. Estos, según cuáles, sirven a determinados intereses políticos y económicos, que, para lograrlos, utilizan la utilizan, desdeñando el discurso razonado. Esta propaganda nos produce unos sentimientos que no son naturales, no acordes con la razón, sino artificiales, fabricados para suscitar en nosotros la opinión que conviene, esa que permite aceptar las propuestas que interesan, bien al gobierno o, por el contrario, a la oposición. El caso es que también en la democracia los medios nos manipulan. Si en los totalitarismos la manipulación es más visible, se lleva a cabo sin disimulo, y los más despiertos detectan de inmediato el engaño, en las democracias se lleva a cabo de una manera tenue y sutil, imperceptible, para el que no está muy atento o carece de perspicacia. Pero el que lo es y está atento acaba por darse cuenta de que el discurso dominante no se critica, no porque no haya razones para ello, que las hay, vaya que si las hay, sino porque o bien no se detectan o porque, detectándolas, se teme que al criticarlo se quede uno excluido socialmente. “Como una lluvia fina, tal como dice Victoria Camps, va calando en el alma del individuo”, de un modo velado, imperceptible, unos sentimientos, una manera de ver la realidad, unos valores, que se ajustan perfectamente a los intereses políticos, económicos o culturales dominantes, pero que puede que sean contrarios a la razón o vayan contra la dignidad de la persona. Y así, subrepticiamente, como el que no quiere la cosa, se van configurando el imaginario colectivo, la mentalidad o la visión del mundo de la sociedad que más conviene a algunos, los poderosos, sin tener en cuenta las necesidades, muchas veces perentorias, de los demás: los que no mandamos nada, los débiles, los desheredados de la tierra, la masa pura y dura.
Quisiera poder decir que otro mundo, otra manera de vivir es posible, pero no puedo porque no lo creo; de momento, no creo en la posibilidad de otro mundo totalmente distinto a este. Quien, cansado de esta vida de locos, busque otra, al menos por un tiempo, más lenta, con más silencios, solo con los sonidos de la naturaleza, donde poder meditar o leer un buen libro, descansar, estar solo, libre, se dará cuenta de que también esta misma vida, además de ser solo un paliativo, es tan susceptible de comercialización como los mismos hábitos de lo que intenta escapar. Incluso este escrito tampoco se librará de la lógica del mercado.
No hay escapatoria, estamos atrapados en el sistema. Todos. Porque el sistema lo ha fagocitado todo, no le queda nada por devorar. No ha quedado nadie fuera, ni siquiera los que viven en el Tercer Mundo: en el lugar más remoto y recóndito del planeta, por paupérrimo que sea, que podrán encontrar una lata de Coca-Cola, retorcida, aplastada, medio oxidada, o a alguien con un móvil, bien en la mano, deslizando por la pantalla uno de sus dedos, o pegado a la oreja, escuchando y hablando, a pesar de que se vista con harapos y de que su vivienda sea lo más parecido a un mechinal. Y si hay niños, seguramente desarrapados, hambrientos, pero sonrientes, siempre curiosos, igual que los niños de aquí, que todos los niños, es casi seguro que conocerán a Messi y a Ronaldo, aunque no sepan leer ni escribir, y acaso nunca lleguen a saberlo. La verdad es que no veo la manera de salir de este vientre de ballena en el que estamos atrapados.