Catalina Tamayo
Sábado, 11 de Mayo de 2019

A propósito del peligro de pensar

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“En el plano de las ideas, los hombres del siglo XVIII son nuestros contemporáneos; su mente, sus pasiones permanecen suficientemente cercanas a nosotros como para que no nos sintamos demasiado desorientados” (Fernand Braudel)

 

 

Este mundo moderno en el que vivimos es hijo de la Ilustración. Sus dos elementos más importantes, la ciencia-tecnología y la democracia, son obra de los ilustrados. Lo que hicieron estos hombres fue lo mismo que ya habían hecho los primeros ilustrados del siglo V. a. C.: ponerse a pensar por  su propia cuenta de modo libre. Se atrevieron a pensar, como recomendaba Kant. Así como Anaxágoras y Sócrates, sin importarle lo que decían los mitos, osaron decir que el sol no es un dios sino una piedra incandescente, Galileo se la jugó cuando sostuvo que en la luna había montañas y cráteres, porque lo había observado con su telescopio, a sabiendas de que estaba contradiciendo a Aristóteles, el maestro, y a la Biblia, el libro sagrado. En efecto,  Anaxágoras y Sócrates fueron castigados, uno con el ostracismo y el otro con la muerte, y Galileo también, con la reclusión en su casa, a pesar de ser ya un anciano y de haberse quedado ciego. Sin embargo, esta osadía de Galileo, así como también de Copérnico y Kepler, de pensar libremente, de tener solo en cuenta, a la hora de sostener una verdad, las observaciones, la experimentación y los argumentos racionales, sin importarle nada lo que se había creído hasta entonces, arrumbó la ciencia griega y medieval, y puso los pilares de la ciencia moderna, que posteriormente le permitirían a Newton rematarla.

 

 Si en el ámbito teórico pasaba esto, otro tanto podemos ver en el ámbito práctico: Spinoza, Locke, Rousseau, Voltaire o Diderot dieron al traste con la moral cristiana y las viejas éticas de la felicidad, y crearon una nueva ética  

 

como fundamento de la democracia. Una ética de principios abstractos, utópica, cuyos ideales, derechos inalienables de todo individuo, son: la libertad, la igualdad, la solidaridad y la justicia; aunque hay que reconocer que estos ideales en alguna medida son un préstamo del cristianismo.

 

En fin, la Ilustración creó nuestro mundo moderno al eliminar el dogmatismo religioso y poner en el centro de todo al ser humano como un ser capaz de conocer por sí solo, sin la ayuda de Dios, cómo es de verdad el mundo y lo que es bueno para todos. Pero la ilustración es bifronte, y a la vez que confía en que el hombre por sí mismo puede encontrar la verdad, desconfía, duda, de que pueda encontrarla.

 

El reverso de Descartes, el pensador convencido de que ha encontrado una verdad de la que no se puede dudar, el “yo pienso, luego existo”, es Montaigne, un aguafiestas que cultiva el ensayo, un género nuevo, y cuyo lema, como decía Lord Byron, es “¿qué se yo?”. Pero la duda de Montaigne es una actitud reflexiva y prudente, como la phrónesis griega, que consiste en contener el primer impulso, dar un paso atrás, distanciarse un poco y, al igual que  Sócrates –no en vano Montaigne se declaraba su discípulo–, volverse sobre sí mismo para cuestionarse sus propias convicciones.

 

Pensar también es dudar. El hombre moderno no las tiene todas consigo de que la ciencia sea un verdadero conocimiento de la realidad ni de que la democracia sea la mejor forma de gobierno. Pero es lo que tiene el pensar por uno mismo, que, si bien nos preserva la dignidad, que consiste en ser libre de escoger cómo vivir, nos deja a la intemperie, pasando frío, o calor, o miedo, totalmente expuestos al peligro. Desde luego, no nos proporciona un lugar cómodo y seguro donde sentirnos protegidos y tranquilos. Por eso dice Savater que “quien no sea capaz de vivir en la incertidumbre hará muy bien en no ponerse a pensar”. De esta manera, en este mundo caótico y confuso, donde todos buscamos cobijo, son muchos los que consideran que la Ilustración ha fracasado porque no ofrece una forma de vida segura. Ante el poco entusiasmo que genera la Ilustración, la mayoría ha encontrado refugio en el extremo opuesto: el fanatismo.

 

El fanatismo adopta diversas formas, como la del Islam radical o la del nacionalismo. A diferencia de la forma de vida que ofrece la Ilustración, donde todo es cuestionable, en las formas de vida de los fanatismos no se relativiza nada, se tienen claros los fines –por Alá, por la integridad nacional– y también los medios para lograr esos fines: no se considera la pertinencia de la violencia para lograr esos fines, que pueden ser aceptables. El fanático no elige nada, porque sus creencias ya le indican al detalle qué es lo que hay que hacer y cómo hay que hacerlo. No queda espacio para el pensamiento, y así es imposible el cuestionamiento de esas creencias. Por eso, en el Islam radical y en el nacionalismo hay cierta semejanza con el nazismo, donde el individuo, al dejar también de pensar con libertad, al renunciar a su condición humana, no se planteó si lo que les mandaban hacer los políticos era bueno o malo. Los nazis en alguna medida no eran asesinos sino individuos que habían dejado de pensar.

 

    

Se excluye de estos fanatismos al cristianismo porque, sea cual sea su pasado, sin duda no menos terrible que el Islam radical de este momento, tras pasar por el proceso de secularización, es innegable que hoy día no se concibe sin múltiples dudas y que convive ya desde hace tiempo con la democracia. En cambio, el Islam, al no haber pasado por este proceso, se aferra a su verdad y es inmune a la duda, así como a los valores democráticos.

     

 

Al ilustrado, el darse cuenta de que sus convicciones –la ciencia y la democracia– tienen una validez relativa, que son cuestionables, que no son respuestas definitivas, no le impide defenderlas con toda su energía, con ardor incluso, pero siempre dispuesto a esforzarse por entender las razones de su interlocutor, a dejarse convencer de algo si el argumento que lo sustenta es lo suficientemente fuerte.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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