Sol Gómez Arteaga
Sábado, 01 de Junio de 2019

Manías

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Las tres pedimos en el desayuno un café distinto: Corto de café con leche caliente, largo de café con leche caliente y largo de café con leche fría. El primero en vaso, los dos últimos en taza. Mientras hablábamos, ya sentadas, revolvía el café y soplaba, distraídamente. Tal vez por eso, tardé un poco en darme cuenta de que mi desayuno estaba hirviendo y lo dije. Mi compañera manifestó que el suyo, en cambio, estaba frío. Por error nos habíamos intercambiado las tazas. Lo tomamos a broma, reímos. Pero no siempre lo llevo tan bien y cuando me ponen un café que no me gusta, confieso que la primera intención es querer asesinar al portador del mismo. Este cabreo mío, cabreo desmesurado, claro está, dada la nimiedad del asunto, no se entiende bien si no es en el contexto de manía.  

 

Estamos llenos de manías ridículas, propias, inexpropiables, siempre irracionales e injustificadas, rígidas, tenaces, tercas, renuentes, que nos dan seguridad, nos estructuran, nos hacen sentir anclados a la tierra, nos tranquilizan, nos defienden cual escudos protectores frente a los imponderables de la existencia. Los humanos, como seres de costumbres que somos, manejamos mal la incertidumbre, no saber qué va a ser o qué va a pasar. Y a medida que trascurre el tiempo y nos vamos haciendo mayores, también nos vamos llenando más y más de manías que viven y respiran y forman parte inseparable de nosotros, como esa mochila cada vez un poco más llena que llevamos a las espaldas en el viaje de la vida. 

 

Yo además de manía por el café largo con leche fría (sin azúcar), tengo la manía de escaldarme bajo la ducha; de escribir con rotulador pilot V-ball 0,5 azul -tiene que ser e-xac-ta-men-te rotulador pilot V-ball 0,5 azul, no me sirve otro-; de sumar las matrículas de los coches cuando voy de copiloto y fijar la vista en las catenarias y en los postes de la luz y en los fardos de paja y en las placas solares y en los molinos de energía eólica y, en general, cualquier otro elemento que converge en la lejanía; de dormir siempre del lado que está más cerca de la ventana con las persianas y las puertas de los armarios y los cajones cerrados; de tener un clínex en la mano cuando estoy nerviosa que acaba hecho un gurruño; de coleccionar piedrecillas en mis paseos por la costa a los que pongo fecha y coloco a modo de adorno en el alféizar de la ventana; de escribir en el reverso de las hojas ya caducadas de los calendarios; de comprar ropa de saldo que luego no uso pero tampoco soy capaz de tirar; de hacer un uso superlativo de las conjunciones copulativas y de las enumeraciones como ahora; de poner los cuadros derechos si los veo torcidos;  de usar bolsa de agua forrada en felpa en invierno; de dormir siesta todo el año; de acostarme temprano porque si no lo hago no puedo, no puedo, no puedo, con mi pellejo al día siguiente, de…

 

En tanto nuestras señas de identidad más genuinas, es bueno conocer y reconocer nuestras manías, saludarlas cuando nos levantamos -hola, qué tal, cómo estás, cómo te va, yo bien, ¿y tú?, yo también- darles las buenas noches, bromear con ellas, aliarnos con ellas, hacerlas nuestras amigas y cómplices, domeñarlas, a fin de evitar que, traspasada una finísima línea roja, se nos vuelvan en contra. En este caso estaríamos hablando de un asunto más peliagudo, en este caso estaríamos hablando de obsesiones.

 

Por eso he llegado a la conclusión de que lo mejor que podemos hacer cuando nos pongan un café que nos queme los labios es mirar al frente y esperar, pues siempre que un café estuvo abrasando, siempre, siempre… enfrió pasado un tiempo.

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