Colón
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Los paladines de la Corrección política, plaga cada vez más extendida a lo largo y ancho de este mundo, se la tienen jurada a Cristóbal Colón, sin duda uno de los personajes más fascinantes del Renacimiento. No le perdonan su gesta, que en la práctica tuvo más importantes consecuencias que la cosmología de Copérnico, y acaso sea solo equiparable a la invención de Gutenberg. Esta panda de cretinos ha sentado sus reales en los Estados Unidos, donde ya han eliminado el famoso Columbus Day, alguna de sus estatuas, y en sus universidades, intelectualmente cada vez más desnortadas (me refiero a los estudios de letras, pues en los de ciencias no ha lugar para las tonterías), se le tilda de genocida, entre otros amables epítetos. Prefieren atacar a un hombre que murió hace quinientos años que plantearse el exterminio de los indios por los colonos del Far West, el segregacionismo racial que todavía colea, o la masacre atómica de Hiroshima y Nagasaki, acontecimientos ?como quien dice– de anteayer?. Es mejor montarse en la máquina del tiempo para convertirse en anacrónicos y ridículos desfacedores de tuertos, aunque curiosamente detengan su juicio inquisidor de la historia en el artífice del Descubrimiento, y no vayan más allá pidiéndoles cuentas a Carlomagno, Ricardo Corazón de León y otros impulsores de las Cruzadas, Tarik y Muza por haber invadido la Península Ibérica, Mahoma y su guerra santa, Atila, Julio César y el Imperio Romano, y así hasta el Paleolítico. Ninguna de esas figuras históricas les inspira la aversión del gran almirante de Castilla, junto a otros grandes conquistadores como Hernán Cortés y Francisco Pizarro. Para ellos, la Historia comienza en 1492. Pues bien, contra el veneno que estos pseudohistoriadores quieren inocular en las jóvenes generaciones, ningún antídoto mejor que la literatura, con la sentencia de Keats como lema impulsor: “Lo que la imaginación inventa tiene que ser por fuerza verdad”.
Imaginación sin límites tenía Alejo Carpentier, el escritor cubano que acuñó el término de realismo maravilloso para definir esa singular tendencia estética de acercarse al mundo americano que caracteriza a algunos de los mejores narradores de aquel continente, de Miguel Ángel Asturias a Juan Rulfo, de Lezama Lima a García Márquez.
Las novelas de Carpentier están cimentadas casi siempre sobre una circunstancia histórica que involucra lo europeo y lo americano, las dos sangres que conformaban su mestiza personalidad: El reino de este mundo, El siglo de las luces, Concierto barroco… Un año antes de morir, en 1980, Carpentier publica El arpa y la sombra. El detonante del relato es el proceso de beatificación de Colón que los papas Pío Nono y León XIII impulsan a instancias de Léon Bloy, un propagandista católico, autor de El revelador del planeta. Cristóbal Colón y su futura beatificación (1884), hagiografía que suscitó en su momento una enconada polémica, con detractores y defensores, como el dramaturgo Paul Claudel, que en 1933 publicó su drama poético El libro de Cristóbal Colón.
La hiperbólica exaltación del Almirante –también entonces existía una Corrección política de signo conservador– inspira a Carpentier su formidable relato, cuya parte central está puesta en boca de Colón, que se confiesa ante un anónimo interlocutor, una tarde cualquiera, en una posada de Valladolid, “transformada por el verbo de quien hablaba, en un prodigioso Palacio de Maravillas” . Lo maravilloso –ya se ha dicho– es la recurrencia principal en el imaginario de Carpentier. Y así, como un “Retablo de las Maravillas de Indias”, al modo del entremés cervantino, describe el tinglado de palabras con el que Colón intentaba convencer a los poderosos de su tiempo para que le financiaran la quimérica empresa. Tan solo una mujer, la reina Isabel –llamada por él Columba– apoya su sueño.
El autor le presta al personaje su palabra vibrante, y el estilo vuela alto, tan alto, que el creador asume el rol del Creador para nombrar por vez primera las cosas o para trazar renglones que culminan en verdaderos poemas en prosa: “Islas, islas, islas… De las grandes, de las mínimas, de las ariscas y de las blandas; isla calva, isla hirsuta, isla de arena gris y líquenes muertos; isla de las graves rodadas, subidas, bajas, al ritmo de cada ola; isla quebrada –perfil de sierra–, isla ventruda –como preñada–, isla puntiaguda, del volcán dormido; isla puesta en un arco-iris de peces-loros; isla del espolón adusto, del bigarro en dienteperro, del manglar de mil garfios; isla montada en espumas, como infanta haldada de encajes”. (Si hay quien encuentre en la narrativa actual en lengua española una prosa de este voltaje, agradeceré me lo comunique.)
La tercera parte es el juicio por la beatificación de Colón, a todas luces disparatada, como hace ver el Abogado del Diablo. Una desmesura hacer de nuestro personaje un santo, como una desmesura no menor convertirlo en chivo expiatorio de todos los males del Descubrimiento, de la Conquista o –como beatíficamente dicen ahora los cursis– del Encuentro. Sería bueno, en fin, que estos indocumentados leyesen esta magistral novela de Carpentier, que –como todas las suyas– es un acto de amor a la lengua que, por la voluntad y la heroica ambición de un ambicioso e inteligente genovés, se extendió por el Nuevo Mundo.
Posdata astorgana.- El santoral cristiano es, para don Alejo, una prueba más de lo “real maravilloso”: “San Pedro González, más conocido por San Telmo, convirtió a muchos marinos y encendió los lindos Fuegos de San Telmo que suelen bailar, de noche, en las cimas de los mástiles. Pero era hombre de tierras adentro, oriundo de Astorga, cuyas sabrosas mantecadas tienen fama en toda España…” Y no dejen de leer El arpa y la sombra.
Los paladines de la Corrección política, plaga cada vez más extendida a lo largo y ancho de este mundo, se la tienen jurada a Cristóbal Colón, sin duda uno de los personajes más fascinantes del Renacimiento. No le perdonan su gesta, que en la práctica tuvo más importantes consecuencias que la cosmología de Copérnico, y acaso sea solo equiparable a la invención de Gutenberg. Esta panda de cretinos ha sentado sus reales en los Estados Unidos, donde ya han eliminado el famoso Columbus Day, alguna de sus estatuas, y en sus universidades, intelectualmente cada vez más desnortadas (me refiero a los estudios de letras, pues en los de ciencias no ha lugar para las tonterías), se le tilda de genocida, entre otros amables epítetos. Prefieren atacar a un hombre que murió hace quinientos años que plantearse el exterminio de los indios por los colonos del Far West, el segregacionismo racial que todavía colea, o la masacre atómica de Hiroshima y Nagasaki, acontecimientos ?como quien dice– de anteayer?. Es mejor montarse en la máquina del tiempo para convertirse en anacrónicos y ridículos desfacedores de tuertos, aunque curiosamente detengan su juicio inquisidor de la historia en el artífice del Descubrimiento, y no vayan más allá pidiéndoles cuentas a Carlomagno, Ricardo Corazón de León y otros impulsores de las Cruzadas, Tarik y Muza por haber invadido la Península Ibérica, Mahoma y su guerra santa, Atila, Julio César y el Imperio Romano, y así hasta el Paleolítico. Ninguna de esas figuras históricas les inspira la aversión del gran almirante de Castilla, junto a otros grandes conquistadores como Hernán Cortés y Francisco Pizarro. Para ellos, la Historia comienza en 1492. Pues bien, contra el veneno que estos pseudohistoriadores quieren inocular en las jóvenes generaciones, ningún antídoto mejor que la literatura, con la sentencia de Keats como lema impulsor: “Lo que la imaginación inventa tiene que ser por fuerza verdad”.
Imaginación sin límites tenía Alejo Carpentier, el escritor cubano que acuñó el término de realismo maravilloso para definir esa singular tendencia estética de acercarse al mundo americano que caracteriza a algunos de los mejores narradores de aquel continente, de Miguel Ángel Asturias a Juan Rulfo, de Lezama Lima a García Márquez.
Las novelas de Carpentier están cimentadas casi siempre sobre una circunstancia histórica que involucra lo europeo y lo americano, las dos sangres que conformaban su mestiza personalidad: El reino de este mundo, El siglo de las luces, Concierto barroco… Un año antes de morir, en 1980, Carpentier publica El arpa y la sombra. El detonante del relato es el proceso de beatificación de Colón que los papas Pío Nono y León XIII impulsan a instancias de Léon Bloy, un propagandista católico, autor de El revelador del planeta. Cristóbal Colón y su futura beatificación (1884), hagiografía que suscitó en su momento una enconada polémica, con detractores y defensores, como el dramaturgo Paul Claudel, que en 1933 publicó su drama poético El libro de Cristóbal Colón.
La hiperbólica exaltación del Almirante –también entonces existía una Corrección política de signo conservador– inspira a Carpentier su formidable relato, cuya parte central está puesta en boca de Colón, que se confiesa ante un anónimo interlocutor, una tarde cualquiera, en una posada de Valladolid, “transformada por el verbo de quien hablaba, en un prodigioso Palacio de Maravillas” . Lo maravilloso –ya se ha dicho– es la recurrencia principal en el imaginario de Carpentier. Y así, como un “Retablo de las Maravillas de Indias”, al modo del entremés cervantino, describe el tinglado de palabras con el que Colón intentaba convencer a los poderosos de su tiempo para que le financiaran la quimérica empresa. Tan solo una mujer, la reina Isabel –llamada por él Columba– apoya su sueño.
El autor le presta al personaje su palabra vibrante, y el estilo vuela alto, tan alto, que el creador asume el rol del Creador para nombrar por vez primera las cosas o para trazar renglones que culminan en verdaderos poemas en prosa: “Islas, islas, islas… De las grandes, de las mínimas, de las ariscas y de las blandas; isla calva, isla hirsuta, isla de arena gris y líquenes muertos; isla de las graves rodadas, subidas, bajas, al ritmo de cada ola; isla quebrada –perfil de sierra–, isla ventruda –como preñada–, isla puntiaguda, del volcán dormido; isla puesta en un arco-iris de peces-loros; isla del espolón adusto, del bigarro en dienteperro, del manglar de mil garfios; isla montada en espumas, como infanta haldada de encajes”. (Si hay quien encuentre en la narrativa actual en lengua española una prosa de este voltaje, agradeceré me lo comunique.)
La tercera parte es el juicio por la beatificación de Colón, a todas luces disparatada, como hace ver el Abogado del Diablo. Una desmesura hacer de nuestro personaje un santo, como una desmesura no menor convertirlo en chivo expiatorio de todos los males del Descubrimiento, de la Conquista o –como beatíficamente dicen ahora los cursis– del Encuentro. Sería bueno, en fin, que estos indocumentados leyesen esta magistral novela de Carpentier, que –como todas las suyas– es un acto de amor a la lengua que, por la voluntad y la heroica ambición de un ambicioso e inteligente genovés, se extendió por el Nuevo Mundo.
Posdata astorgana.- El santoral cristiano es, para don Alejo, una prueba más de lo “real maravilloso”: “San Pedro González, más conocido por San Telmo, convirtió a muchos marinos y encendió los lindos Fuegos de San Telmo que suelen bailar, de noche, en las cimas de los mástiles. Pero era hombre de tierras adentro, oriundo de Astorga, cuyas sabrosas mantecadas tienen fama en toda España…” Y no dejen de leer El arpa y la sombra.