César Reis Alveiros
Sábado, 27 de Julio de 2019

Spanish movie

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De haber rodado Danny Boyle, y ya no digamos Steven Spielberg, la historia del debate de investidura a la que hemos asistido en las últimas dos semanas, el final hubiera sido otro muy diferente. Desgraciadamente, no pudo ser y, si tienen un poco de paciencia, intentaré explicar por qué pasó lo que pasó.

 

Que la vida no es más que un representación, eso lo sabemos todos desde Platón. Una representación en la que nosotros somos los personajes. No en vano la palabra ‘persona’ significa, en su etimología, ‘máscara’. Ser persona es ponerse la máscara, representar el papel que se nos ha asignado. De no ser así, el mundo sería un lugar mucho menos habitable de lo que a veces ya es. Por eso, analizar la vida como si de una obra de ficción se tratase es la única manera de entenderla, aunque eso nos lleve a comprobar cómo una buena historia, puede malograrse por un final inadecuado.

 

La trama a la que hemos asistido en estas dos semanas parecía prometedora. Había un poco de todo: golpes de guión de guiño shakespereano, como cuando Pedro Sánchez calificó en la SER de ‘mascarada’ la encuesta interna de Podemos (teatro dentro del teatro); giros imprevistos, como el monólogo calderoniano de Pablo Iglesias en las redes echándose a un lado; y, sobre todo en esta última semana, tras el fracaso de la primera votación, con la tensión in crescendo de cara al momento climático del día 25, frases impagables que pretendían rebajar la tensión, como cuando, tras la intervención de dos horas de Pedro Sánchez en el Congreso, un diputado de la formación violeta concluyó que el presidente solo había dicho la palabra ‘Podemos’ dos veces “y una era del verbo poder”.

 

Las escenas finales, la propia sesión de investidura del día 25, estuvieron llenas de reminiscencias al mejor teatro clásico y al cine judicial, desde Antígona hasta Matar a un ruiseñor. Cada uno de los personajes representó con enorme corrección el papel que se le había asignado. Casado con sus argumentos de opereta que parecía recitar de memoria como el alumno aplicado que sube a la palestra: ETA, Venezuela… Rivera enseñoreándose como líder de la derecha y principal defensor de los intereses de una clase media vapuleada por los bancos que lo defienden a él. Abascal, digno de Beckett, citó a Unamuno para proponer todo lo contrario de lo que pensaba el ilustre bilbaíno. Iglesias, correcto como siempre, metido en su papel de personaje grave de tintes trágicos, intentando dar un giro imprevisto a la trama en el último momento. Pero el verdadero protagonista de la escena, sobre el que ha recaído todo el peso de la acción y al que más quiere la cámara (todo hay que decirlo), fue Pedro Sánchez. Mientras desgranaba su discurso daba igual lo que dijese, nuestra mente recreaba en diferentes flash back los pasos de la trayectoria de su personaje: cómo, teniéndolo todo en contra (incluso a los suyos), fue capaz de renunciar y entregar su placa al comisario jefe para luego resurgir de sus cenizas hasta llegar al momento actual.

 

Cuando en 2008 Danny Boyle (director de clásicos como Trainspotting) estrenó Slumdog Millionaire, una dura película sobre la pobreza en la India, algunos críticos españoles lo atacaron achacándole un final excesivamente blando y complaciente. Hay en el cine español, en la crítica y, me atrevería a decir que en el público, una querencia especial por los finales desgraciados. La historia a la que hemos asistido estos días merecía un final feliz. No hay nada de malo en los finales felices. Quien haya escrito esta trama debería ver más cine anglosajón. Debería ver la película de Danny Boyle. O mejor aún, el biopic Lincoln, rodado en 2012 por Steven Spielberg. Debería comprobar cómo una historia de enredo político que termina con una votación puede, pese a todo, tener un final feliz y dejar al espectador reconfortado cuando abandona la sala de proyección.

 

Y dicen que aún nos espera una segunda parte en septiembre. Mejor no pensar en el tópico relacionado con la segundas partes si no queremos echarnos a temblar.

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