Catalina Tamayo
Sábado, 10 de Agosto de 2019

A propósito de lo inexorable

 

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“contemplando cómo se pasa la vida,

cómo se viene la muerte

tan callando”.

(Jorge Manrique)

 

 

En nuestra vida, hay algunas cosas que suceden inexorablemente, y nosotros, en el fondo, lo sabemos, sabemos cuáles son esas cosas, pero no queremos reconocerlo, nos da miedo. Por eso, cerramos los ojos y tiramos hacia adelante, a toda prisa, sin mirar, como pollos sin cabeza, para ignorar lo que de sobra sabemos. Vivimos como si esas mismas cosas nunca fueran a suceder o, en el peor de los casos, fueran a suceder más tarde, siempre más tarde, mucho más tarde, tan tarde que parece que nunca sucederán; en fin, que no sucederán hoy, ni mañana, ni en los próximos días, ni siquiera el año que viene, ni el siguiente, que esto es muy pronto. Todavía queda mucho para eso, podemos llegar a decirnos, y a convencernos de ello.

 

Pero el tiempo, al que no le importa nada nuestra vida, ni la vida de nadie, sea rico o pobre, bueno o malo, sea como sea, y que nunca se detiene, nunca, a pesar de que a veces nos parece que se ha quedado quieto, estancado, que no pasa, nos las acaba trayendo. Y en ocasiones, es aún más cruel, da un salto mortal, hace una acrobacia, y se nos presenta con algo, que, según lo que llamamos nosotros orden natural, debía suceder mucho más tarde, no en este momento, que todo nos iba tan bien, o que ya era bastante con lo que cargábamos. Y cuando vienen, de la manera que sea, cumpliéndose lo que siempre hemos sabido que se iba a cumplir, antes o después, nos coge desprevenidos, sin saber qué hacer, como si nunca hubiésemos sabido nada, nada de nada. Y nos cuesta creer que sea a nosotros a quienes les está sucediendo lo que está sucediendo, y por momentos creemos que no es real, que es solo un sueño o el delirio de la locura.

 

Pero no, es real. Sentimos en nuestra carne los zarpazos del dolor, el vacío de la ausencia en el alma o el fuego del amor en el que nos podemos estar consumiendo. En contra de lo que pensaba el escéptico Anaxarco de Abdera en el siglo IV a.C., esto no puede ser un sueño o un delirio. Esto es algo real, que casi nunca se hace, sino que casi siempre ocurre, aparece o surge, sin que nosotros podamos hacer nada por evitarlo. Ni nosotros, ni nadie. Es algo inexorable. Es el Destino, la Moira de los griegos, que no solo está por encima de los hombres sino también de los mismos dioses, tanto de los griegos como de los nórdicos o hindúes, contra el que nada se puede hacer. Nuestro destino es morir, está escrito en las estrellas, y eso no tiene remedio: no hay oraciones ni terapias que valgan. Es seguro que moriremos. De nada sirve alzar los brazos al cielo, darse golpes en el pecho, patalear, gritar, maldecir o blasfemar. Al final, rendidos, nuestro cuerpo resbalará por la pared hasta quedarnos sentados en el suelo, sin lágrimas ya que derramar, secos, con los brazos caídos, inertes. Una vez que hayamos recuperado un poco la serenidad, podemos acudir a las bibliotecas, donde hay miles de libros que nos enseñan no a evitar lo inevitable sino a convivir con ello: con la muerte, el dolor y el sufrimiento.

 

Todo esto, y algunas cosas más, muchas de ellas buenas, forman parte de la vida. Unos proponen la indiferencia o la impasibilidad a cuanto ocurra: no desees, y no sufrirás. Otros aconsejan aprovechar el momento y pasarlo bien mientras se pueda, y cuando acabe la fiesta y duela la cabeza, distraer ese dolor con el recuerdo de lo bien que nos lo hemos pasado, en la fiesta o en otros momentos. Unos terceros afirman que esta vida no vale nada, que es un mero paso para la otra, la verdadera, esa a la que iremos si somos buenos en esta. También están los que afirman que “nosotros no sabemos si sabemos o ignoramos algo; y no sabemos si sabemos o no sabemos esta misma cosa, ni en absoluto si una cosa existe o no”. Con lo cual, ante lo que nos sucede, no podemos pronunciarnos, solo cabe la afasia, callarnos, porque en realidad no sabemos nada, y es esto lo que nos conduce a la ataraxía, a quedarnos tranquilos.

 

Pero en el momento de la verdad, cuando llega lo inevitable, lo terrible, la muerte o la enfermedad, cualquiera de estas respuestas no nos sirven tanto como podemos creer ahora, y nos vemos obligados a elaborar nuestra propia receta, si bien ayudándonos de estas, o de otras, que puede que no estén en los libros. Nuestra receta, que quizá, como las otras, como todas, solo sirva para nosotros.

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