Escribir desde las tripas
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Hay quien escribe para distraerse, para ordenarse, para evadirse de la realidad buscando otras realidades, para encontrarse a sí mismo, para soltar lastre y zanjar cuentas con el pasado, para reinventar la vida, para tener muchas vidas… Acaso haya tantos escritores como personas hay y cada cual persigue un objetivo.
En mi caso, y aunque no subsisto de ello, la escritura no es hobby o pasatiempo, sino alimento como el pan de cada día y una forma de estar en el mundo.
Mirando hacia adentro, haciendo un ejercicio de introspección, cada vez soy más consciente de que el objeto de mi escritura es sacar a la luz realidades invisibilizadas tanto del pasado más reciente como de la actualidad. Contar lo que no se cuenta o sobre lo que no se ha contado lo suficiente, tal vez por aquello de que lo que no se nombra no existe, de que lo que no se dice ahora quedará oculto para siempre. Al menos dentro de uno que es lo que importa.
Escribir, decía posiblemente el mejor profesor de escritura que he tenido, es encantar. Y un gestor cultural me comentaba no hace mucho que los objetivos de su trabajo, en el que lleva bregando veinticinco años, eran dar calidad en aquello que hace y no aburrir. “En mi trabajo”, matizaba taxativamente, “esta consentido todo menos el aburrimiento”. Esto me hace pensar que cuando hacemos algo que realmente nos toca, nos interesa, nos atañe y que sentimos en buena medida como nuestro, tenemos que hacerlo, yo al menos así lo concibo, desde las tripas.
En la escritura, lo mismo que ocurre con cualquier actividad con pretensión artística que va de un yo a un tú, que exige un receptor, no se trata de gustar lo que se busca, sino de despertar una emoción, sea ésta grata o ingrata, agradable o desagradable, placentera o inquietante.
Poniendo pasión, que viene del latín ‘passio’ y que significa sufrimiento. De tal manera que nos dolamos un poco, que nos respinguemos. Si no sufro, si no me produce desasosiego lo que le ocurre al paciente, dice un psiquiatra que conozco, no siento que esté haciendo bien mi trabajo.
Desnudándonos también. De ello, precisamente, hace tiempo me prevenía un casi pariente de forma protectora. Para no causar mofa, sugería, ni dar que decir entre esos que al nadar guardan sus vestimentas. Sus palabras, sin embargo, fueron acicate para escribir un poema titulado ‘striptease’ que decía: “Me desnudo./ Me desnudo integralmente y a conciencia,/ lento, / a mí me gusta lento./ Me importa un rábano exponer mi desnudez tan pálida, / desprovista, tal vez, de gracia.” Quizá porque ya nos conocemos más, ese mismo casi pariente hace unos días me concedía al fin la gracia -es un decir- de escribir lo que me diera la gana y me animaba a que nunca callara lo que pensaba.
Y en ese empeño sigo, decidida a seguir descubriéndome, asombrándome, apasionándome, desnudándome, volcada en el acto de escribir como si me fuera la vida en ello, como si no hubiera mañana. Tal vez esa sea la razón por la que esta medianoche me caí de la cama y como una sonámbula en pena me puse delante del ordenador a juntar letras, a casarlas, divagando, ya ves tú, sobre unas tripas que vehementes, obsesivas, no dejaban de rondarme la cabeza.
Pero acaso tenga razón Van Gogh cuando dijo que la normalidad es una ruta pavimentada por la que se camina cómodamente, solo que ahí no crecen las flores.
Hay quien escribe para distraerse, para ordenarse, para evadirse de la realidad buscando otras realidades, para encontrarse a sí mismo, para soltar lastre y zanjar cuentas con el pasado, para reinventar la vida, para tener muchas vidas… Acaso haya tantos escritores como personas hay y cada cual persigue un objetivo.
En mi caso, y aunque no subsisto de ello, la escritura no es hobby o pasatiempo, sino alimento como el pan de cada día y una forma de estar en el mundo.
Mirando hacia adentro, haciendo un ejercicio de introspección, cada vez soy más consciente de que el objeto de mi escritura es sacar a la luz realidades invisibilizadas tanto del pasado más reciente como de la actualidad. Contar lo que no se cuenta o sobre lo que no se ha contado lo suficiente, tal vez por aquello de que lo que no se nombra no existe, de que lo que no se dice ahora quedará oculto para siempre. Al menos dentro de uno que es lo que importa.
Escribir, decía posiblemente el mejor profesor de escritura que he tenido, es encantar. Y un gestor cultural me comentaba no hace mucho que los objetivos de su trabajo, en el que lleva bregando veinticinco años, eran dar calidad en aquello que hace y no aburrir. “En mi trabajo”, matizaba taxativamente, “esta consentido todo menos el aburrimiento”. Esto me hace pensar que cuando hacemos algo que realmente nos toca, nos interesa, nos atañe y que sentimos en buena medida como nuestro, tenemos que hacerlo, yo al menos así lo concibo, desde las tripas.
En la escritura, lo mismo que ocurre con cualquier actividad con pretensión artística que va de un yo a un tú, que exige un receptor, no se trata de gustar lo que se busca, sino de despertar una emoción, sea ésta grata o ingrata, agradable o desagradable, placentera o inquietante.
Poniendo pasión, que viene del latín ‘passio’ y que significa sufrimiento. De tal manera que nos dolamos un poco, que nos respinguemos. Si no sufro, si no me produce desasosiego lo que le ocurre al paciente, dice un psiquiatra que conozco, no siento que esté haciendo bien mi trabajo.
Desnudándonos también. De ello, precisamente, hace tiempo me prevenía un casi pariente de forma protectora. Para no causar mofa, sugería, ni dar que decir entre esos que al nadar guardan sus vestimentas. Sus palabras, sin embargo, fueron acicate para escribir un poema titulado ‘striptease’ que decía: “Me desnudo./ Me desnudo integralmente y a conciencia,/ lento, / a mí me gusta lento./ Me importa un rábano exponer mi desnudez tan pálida, / desprovista, tal vez, de gracia.” Quizá porque ya nos conocemos más, ese mismo casi pariente hace unos días me concedía al fin la gracia -es un decir- de escribir lo que me diera la gana y me animaba a que nunca callara lo que pensaba.
Y en ese empeño sigo, decidida a seguir descubriéndome, asombrándome, apasionándome, desnudándome, volcada en el acto de escribir como si me fuera la vida en ello, como si no hubiera mañana. Tal vez esa sea la razón por la que esta medianoche me caí de la cama y como una sonámbula en pena me puse delante del ordenador a juntar letras, a casarlas, divagando, ya ves tú, sobre unas tripas que vehementes, obsesivas, no dejaban de rondarme la cabeza.
Pero acaso tenga razón Van Gogh cuando dijo que la normalidad es una ruta pavimentada por la que se camina cómodamente, solo que ahí no crecen las flores.