Del diálogo entre las artes: Becerra y Bach
![[Img #45749]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/08_2019/4603_semana-santa-pregon-093.jpg)
Primer concierto del ciclo Música en la Catedral, ya en su XXIXª edición. Una tradición felizmente arraigada en las fiestas de Astorga y un lujo impagable para la ciudad; como lo es también contar en esta ocasión con el organista astorgano Roberto Fresco. Excelente la acogida del público que abarrota el espacio habitualmente reservado ante el altar, de espaldas al coro. Hay quienes sitúan las sillas en sentido contrario para poder ver al organista. Es algo que no entiende mi vecino de asiento: “¿qué importará no ver al intérprete teniendo ante nuestros ojos esa maravilla”, me dice mientras me señala asombrado ?es la primera vez que visita la catedral? el retablo de Gaspar Becerra, cuyo centenario (Baeza, 1520-Madrid, 1568) está ya a las puertas, como a punto de ver la luz está también la esperada monografía sobre el gran escultor que ha escrito Manolo Arias.
El programa que nos regala Roberto Fresco reúne obras de músicos contemporáneos como Edoardo Farina, Eduardo Torres y Joaquín Turina, pero el plato fuerte lo constituye una vez más Johann Sebastian Bach. Además de la célebre Toccata y fuga con que el concierto concluye, Fresco ha escogido fragmentos de algunas cantatas del compositor alemán arregladas para el órgano; por ejemplo, la hermosísima pieza coral de la número 140, “Zion hört die Wächter singen” (“Sión, escucha el canto de los vigías”), además del no menos bello preludio y fuga de la 550.
Escuchar música sacra en un recinto sagrado, aun cuando sea fuera de la liturgia, es una experiencia única, incomparablemente superior a hacerlo en un auditorio al uso. Y es que, no en vano, para las iglesias, compuso Bach sus obras. Despojadas de toda ornamentación a partir de Lutero, la música vino a ocupar en los templos protestantes el lugar que las imágenes ?pintadas o esculpidas? tenían en los católicos. La música resultó, de ese modo, arte privilegiado por la Reforma, sin la cual no puede entenderse a Bach, como nos enseña sir John Eliot Gardiner en su imprescindible libro sobre el genio de Leipzig, La música en el castillo del cielo. Gardiner, que no es ningún devoto de sacristía, llega a plantearse si es posible disfrutar de las obras de Bach ?las Pasiones, por supuesto, como más sublime cumbre de su arte? al margen del sentimiento religioso, es decir, como un mero producto artístico. Y, cuando el gran director de orquesta dice sentimiento religioso, lo hace sin connotación confesional alguna, esto es, en tanto hecho extraordinario que religa al ser con el misterio del más allá, al hombre con lo divino, por emplear la expresión de María Zambrano.
Unamuno, sin embargo, entendía que la pintura y la escultura eran artes mejor dotadas que la música para la expresividad religiosa. “¡En eso ?apuntaba con su habitual vehemencia? se disuelve el protestantismo, en música celestial! Y podemos decir, en cambio, que la más alta expresión artística católica, por lo menos española, es en el arte más material, tangible y permanente -pues a los sonidos se los lleva el aire- de la escultura y la pintura, en el Cristo de Velázquez, ¡en ese Cristo que está siempre muriéndose sin acabar nunca de morirse, para darnos vida!”. La preferencia de Unamuno por las artes plásticas para encarnar el sentimiento religioso ?fundamentalmente trágico, en su opinión? lo lleva a este incomprensible menosprecio de la música. Y así, frente a Verlaine, que veía en la poesía un arte inferior a la música y que, por tanto, tenía que aproximarse todo lo posible a ella (“de la musique avant toute chose”, o sea, “la música por encima de todo”), el autor de La agonía del cristianismo sostenía todo lo contrario: “algo que no es música es la poesía”.
Ejercicio más que inútil es, sin embargo, confrontar las bellas artes y verlas superiores o inferiores entre sí. En esto, como en tantas otras cosas, lo determinante es la formación y el gusto de cada cual. Y, por eso, habrá los que prefieran un motete de Palestrina a la Pietà de Miguel Ángel, la Anunciación de fra Angelico al Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, y viceversa. Como un bello pero inalcanzable ideal queda la suma de todas las artes.
Estas y otras reflexiones me rondaban la cabeza mientras ?evocando la oda al organista Salinas de fray Luis de León? Roberto Fresco hacía sonar la música por su “sabia mano gobernada”, y nuestra mirada estaba fija en los tres cuerpos que forman el impresionante retablo de Becerra, donde se apiñan las escenas señeras de la vida de Cristo y la Virgen María según los postulados de la Contrarreforma que alentara el concilio de Trento. Atrás y muy lejos de nuestra sensibilidad quedan las viejas disputas teológicas que enfrentaron a la cristiandad y provocaron un cisma que, si fue doloroso en el orden religioso y hasta político, acarreó numerosas y positivas consecuencias en el orden de las artes: por una parte, la austeridad evangélica propugnada por los luteranos propició la música excelsa de Bach; por otra, la reacción contrarreformista impulsó nuestra gran imaginería barroca, el arte de Bernini, o la pintura de Murillo y Ribera…
En resolución, no hay incompatibilidad que valga entre las diversas artes, antes bien un diálogo fructífero a través de los tiempos, pues que todas ?en este caso, la escultura y la música?, en cuanto altas cumbres de la creación humana, no son sino expresión del Espíritu con mayúscula. Más de cien años median entre las figuras de Becerra y las composiciones de Bach, pero esa distancia queda anulada por el mismo objetivo trascendente que persiguieron sus creadores y que hoy nos permite gozarlas en todo su esplendor.
Primer concierto del ciclo Música en la Catedral, ya en su XXIXª edición. Una tradición felizmente arraigada en las fiestas de Astorga y un lujo impagable para la ciudad; como lo es también contar en esta ocasión con el organista astorgano Roberto Fresco. Excelente la acogida del público que abarrota el espacio habitualmente reservado ante el altar, de espaldas al coro. Hay quienes sitúan las sillas en sentido contrario para poder ver al organista. Es algo que no entiende mi vecino de asiento: “¿qué importará no ver al intérprete teniendo ante nuestros ojos esa maravilla”, me dice mientras me señala asombrado ?es la primera vez que visita la catedral? el retablo de Gaspar Becerra, cuyo centenario (Baeza, 1520-Madrid, 1568) está ya a las puertas, como a punto de ver la luz está también la esperada monografía sobre el gran escultor que ha escrito Manolo Arias.
El programa que nos regala Roberto Fresco reúne obras de músicos contemporáneos como Edoardo Farina, Eduardo Torres y Joaquín Turina, pero el plato fuerte lo constituye una vez más Johann Sebastian Bach. Además de la célebre Toccata y fuga con que el concierto concluye, Fresco ha escogido fragmentos de algunas cantatas del compositor alemán arregladas para el órgano; por ejemplo, la hermosísima pieza coral de la número 140, “Zion hört die Wächter singen” (“Sión, escucha el canto de los vigías”), además del no menos bello preludio y fuga de la 550.
Escuchar música sacra en un recinto sagrado, aun cuando sea fuera de la liturgia, es una experiencia única, incomparablemente superior a hacerlo en un auditorio al uso. Y es que, no en vano, para las iglesias, compuso Bach sus obras. Despojadas de toda ornamentación a partir de Lutero, la música vino a ocupar en los templos protestantes el lugar que las imágenes ?pintadas o esculpidas? tenían en los católicos. La música resultó, de ese modo, arte privilegiado por la Reforma, sin la cual no puede entenderse a Bach, como nos enseña sir John Eliot Gardiner en su imprescindible libro sobre el genio de Leipzig, La música en el castillo del cielo. Gardiner, que no es ningún devoto de sacristía, llega a plantearse si es posible disfrutar de las obras de Bach ?las Pasiones, por supuesto, como más sublime cumbre de su arte? al margen del sentimiento religioso, es decir, como un mero producto artístico. Y, cuando el gran director de orquesta dice sentimiento religioso, lo hace sin connotación confesional alguna, esto es, en tanto hecho extraordinario que religa al ser con el misterio del más allá, al hombre con lo divino, por emplear la expresión de María Zambrano.
Unamuno, sin embargo, entendía que la pintura y la escultura eran artes mejor dotadas que la música para la expresividad religiosa. “¡En eso ?apuntaba con su habitual vehemencia? se disuelve el protestantismo, en música celestial! Y podemos decir, en cambio, que la más alta expresión artística católica, por lo menos española, es en el arte más material, tangible y permanente -pues a los sonidos se los lleva el aire- de la escultura y la pintura, en el Cristo de Velázquez, ¡en ese Cristo que está siempre muriéndose sin acabar nunca de morirse, para darnos vida!”. La preferencia de Unamuno por las artes plásticas para encarnar el sentimiento religioso ?fundamentalmente trágico, en su opinión? lo lleva a este incomprensible menosprecio de la música. Y así, frente a Verlaine, que veía en la poesía un arte inferior a la música y que, por tanto, tenía que aproximarse todo lo posible a ella (“de la musique avant toute chose”, o sea, “la música por encima de todo”), el autor de La agonía del cristianismo sostenía todo lo contrario: “algo que no es música es la poesía”.
Ejercicio más que inútil es, sin embargo, confrontar las bellas artes y verlas superiores o inferiores entre sí. En esto, como en tantas otras cosas, lo determinante es la formación y el gusto de cada cual. Y, por eso, habrá los que prefieran un motete de Palestrina a la Pietà de Miguel Ángel, la Anunciación de fra Angelico al Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, y viceversa. Como un bello pero inalcanzable ideal queda la suma de todas las artes.
Estas y otras reflexiones me rondaban la cabeza mientras ?evocando la oda al organista Salinas de fray Luis de León? Roberto Fresco hacía sonar la música por su “sabia mano gobernada”, y nuestra mirada estaba fija en los tres cuerpos que forman el impresionante retablo de Becerra, donde se apiñan las escenas señeras de la vida de Cristo y la Virgen María según los postulados de la Contrarreforma que alentara el concilio de Trento. Atrás y muy lejos de nuestra sensibilidad quedan las viejas disputas teológicas que enfrentaron a la cristiandad y provocaron un cisma que, si fue doloroso en el orden religioso y hasta político, acarreó numerosas y positivas consecuencias en el orden de las artes: por una parte, la austeridad evangélica propugnada por los luteranos propició la música excelsa de Bach; por otra, la reacción contrarreformista impulsó nuestra gran imaginería barroca, el arte de Bernini, o la pintura de Murillo y Ribera…
En resolución, no hay incompatibilidad que valga entre las diversas artes, antes bien un diálogo fructífero a través de los tiempos, pues que todas ?en este caso, la escultura y la música?, en cuanto altas cumbres de la creación humana, no son sino expresión del Espíritu con mayúscula. Más de cien años median entre las figuras de Becerra y las composiciones de Bach, pero esa distancia queda anulada por el mismo objetivo trascendente que persiguieron sus creadores y que hoy nos permite gozarlas en todo su esplendor.