Ángel Alonso Carracedo
Domingo, 25 de Agosto de 2019

Padre

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Gustaba que la escasa prole de sus dos hijos le llamase padre. Era hombre de orden y de jerarquía, no muy exigentes, hay que decirlo. Filosofía que formaba parte de su condición castrense. Esa preferencia por tal nominación de la paternidad residía en que la palabra encerraba una enorme grandeza de concepto, según nos hizo saber en no pocas ocasiones. No entró en muchos detalles, pero el tiempo y el roce nos llevaron a la conclusión de que ansió prolongar una condición de hijo que se truncó en la juventud  con el fallecimiento de mi abuelo, al que siempre se dirigió en el término que nos pidió con orgullo indisimulado, tanto en él, como en la más abundante descendencia de otros cinco hijos.

 

Colocaba el vocablo padre por encima de papá que, aunque no le disgustaba, a su entender, no estaba revestido del ceremonial protocolario que exigía para la categoría de progenitor. Yo recibo de los míos ese epíteto a plena satisfacción. Son costumbres distintas impuestas por la evolución de las generaciones  Abominaba, en cambio, del melifluo papi. El tempo de su niñez, en plena guerra civil, no estaba para semejantes gazmoñerías.     

  

Lo expresó más como deseo que orden. Lo aceptamos. A nosotros también nos gustaba la acepción, máxime cuando se preocupó de matizar con mucho énfasis, que jamás ese padre bien dicho iría seguido del afectivamente lejano usted, tan propio de las familias rurales y antiguas, de recio respeto, no exento de autoridad mal entendida. Exigía el tuteo, y así se cumplió durante los más de sesenta años de vida en convivencia. Largo tiempo, sin duda

 

La palabra padre la dirijo ahora, no a un ser carne y hueso, sino a una entelequia que descansa en alguno de esos dónde esté, que imagino, que quiero, que necesito creer lleno de reencuentros con los que le precedieron en la cita con el tránsito de una vida a otra. Y la sigo pronunciando con el orgullo que me imbuyó en la hermosa sonoridad de ese padre portado con dignidad sobrada, aunque sin poder obviar que me ha dejado huérfano.

 

Escribir sobre tu padre, que acaba de fallecer, tiende inevitablemente a deslizar halagos desmesurados. Dios me ponga lejos el día de los parabienes, decía el sabio. En cierta manera esta hoja en blanco es un confesionario. No lo voy a ocultar. Al margen de ese valor concedido a la palabra, una palabra imposible de manipular, las relaciones con mi progenitor fueron difíciles. Abundaron discusiones y desencuentros. Quizás él, revistió el padre de marras de un valor muy difuso entre el respeto y la sumisión. Posiblemente en mí imperó más la emoción de la suspicacia que la razón. Vivimos, los dos, tiempos sociales y políticos muy opuestos. Por ahí entró buena parte de la controversia, pero siempre tuvo el condicionante de discrepancia comprensible y olvidada casi al instante. Nunca dejó posos; y aunque había pasión, pronto se sofocaba. Nos sabíamos productos de épocas que, en puro pensamiento cartesiano, discurrían como las líneas paralelas, que por mucho que se prolongaran, hasta el infinito, jamás se encontrarán.

 

La intensidad subió de tono cuando el hijo tomó la condición de padre, llevándole a él a la de abuelo. No establecí beligerancia alguna en la forma en que habrían de dirigirse a mí mis vástagos. Padre o papá, me daba lo mismo. Tenía muy claro que exigiría deferencia, nunca ciego acatamiento. Fue entonces cuando mi relación paterno-filial se igualó, y entre mi padre y yo emanó una absurda lucha de autoridad que él interpretó hacia mí como una rebelión sin causa. La había, oculta, traicionera a veces, y generó el amargo sabor de muchos malentendidos.

 

Hace unos meses, él me llamó por teléfono y, con emoción profunda que percibí tras el auricular, me propuso un armisticio que, de inmediato, acepté. Sabía, sabíamos, que su final de trayecto se anunciaba en la megafonía de nuestros presentimientos. En este corto tiempo nació una complicidad como no había existido en nuestra vida y practicamos el maravilloso deporte de comprendernos. Cuando lo vi en el féretro, tranquilo en espíritu por ese feliz viraje en nuestras relaciones, solo dos carencias me golpearon el corazón: no haber dispuesto de más tiempo para hablarnos y conocernos y no cumplir el deseo de llevarle en vida a Astorga, a despedirse de las puestas de sol que le deleitaban desde el balcón panorámico de la Muralla. Padre, sabes que has quedado para siempre allí, y que nada ni nadie te hurtará ya ese palco a los pies de tu casa.  

                                                                                                                  

 

       

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